Luego vino lo del agua. El agua del pozo siempre era dulce y clara salvo cuando el tiempo había sido excepcionalmente seco. Aquella semana había empezado a tornarse marronácea como la turba y tenía un sabor extraño, algo amargo y chamuscado, como si las hojas muertas se hubiesen colado por el cilindro. No hicimos caso durante un día o dos pero iba empeorando. Incluso madre, cuya alucinación había concluido por fin, se dio cuenta.
—Tal vez haya entrado algo en el agua —sugirió.
La miramos con nuestra inexpresividad habitual.
—Iré a echar un vistazo —decidió.
Esperábamos que nos descubrieran con una expresión externa de estoicismo.
—No puede probar nada —dijo Cassis desesperado—. No puede saberlo.
Reine gimió.
—Lo sabrá, lo sabrá. Lo encontrará todo y lo sabrá…
Cassis se mordió los puños con ferocidad para evitar echarse a gritar.
—¿Por qué no nos dijiste que había café en el paquete? —se lamentó—. ¿Es que no piensas?
Encogí los hombros. Sólo yo, de los tres, permanecía serena.
El descubrimiento no llegó a producirse. Madre regresó del pozo con un cubo lleno de hojas muertas y proclamó que el agua estaba limpia.
—Probablemente sea el sedimento a causa de la crecida del río —anunció, casi jovial—. Cuando baje el nivel, el agua volverá a ser clara. Ya lo veréis.
Luego volvió a poner la tapa del pozo y se puso la llave en el cinturón. No tuvimos oportunidad de volverlo a mirar.
—El paquete debe de haberse hundido hasta el fondo —resolvió Cassis al fin—. Era pesado, ¿no? No podría verlo a menos que el pozo se secase. —Todos sabíamos que había pocas probabilidades de que eso sucediese. Y para el próximo verano, el contenido del paquete habría quedado reducido a una masa blanda y espesa en el fondo del pozo—. Estamos a salvo —dijo Cassis.