Había esperado un artículo, un reportaje como mucho, quizá con una fotografía o dos. En vez de eso, ellos me hablaron de derechos cinematográficos, de los derechos de mi historia en el extranjero, de un libro… Pero yo no podía escribir un libro, les dije, espantada. Podía leer, pero en cuanto a escribir… ¿A mi edad, además? No importaba, me aseguraron con dulzura. Podían encargar la redacción a un negro.
Un negro. Aquello me producía escalofríos.
Al principio creí que lo hacía para vengarme de Laure y Yannick. Para robarles su miserable momento de gloria. Pero el tiempo de eso ha pasado. Como Tomas dijo una vez, hay más de una forma de contraatacar. Además, ahora me dan lástima. Yannick me ha escrito varias veces con creciente urgencia. Está en París por ahora. Laure ha empezado los trámites del divorcio. Ella no ha intentado ponerse en contacto conmigo y no puedo evitar sentir un poco de pena. Después de todo, no tienen hijos. No tienen ni idea del cambio que eso produce en nosotros.
Mi segunda llamada fue para Pistache. Mi hija respondió casi de inmediato, como si me estuviera esperando. Su voz sonaba tranquila y lejana. De fondo oía a Prune y a Ricot practicando un juego ruidoso y el perro ladrando.
—Por supuesto que iré —dijo con suavidad—. Jean-Marc puede ocuparse de los niños unos días.
Mi dulce Pistache. Tan paciente y poco exigente. ¿Cómo va a saber lo que significa tener ese lugar duro en el interior? Ella jamás lo tuvo. Tal vez me amará… quizás incluso me perdone… pero nunca llegará a entenderme realmente. Quizá sea mejor para ella de ese modo.
La última llamada era de larga distancia. Dejé un mensaje, luchando con el acento extraño, las palabras imposibles. Mi voz sonaba vieja y vacilante, tuve que repetir el mensaje varias veces para hacerme oír por encima de los ruidos de la vajilla, de la gente hablando y del distante tocadiscos. Esperaba que con eso bastase.