Casi fallé en la primera llamada. La mujer que me respondió se había quedado a trabajar más tiempo —ya eran las cinco y diez— y se le había olvidado conectar el contestador automático. Parecía muy joven y aburrida. Y sentí que mi corazón se encogía al escuchar su voz. Conseguí balbucir mi mensaje moviendo los labios que tenía extrañamente entumecidos. Hubiese preferido una mujer más mayor que pudiese recordar la guerra, una que quizá recordara el nombre de mi madre y por un instante estuve convencida de que me iba a colgar, me diría que ahora toda aquella historia tan antigua era cosa acabada y que nadie quería saber nada más…
En mi mente llegué incluso a oír cómo lo decía. Estiré la mano para cortar la comunicación.
—Madame? Madame? —Su voz era apremiante—. ¿Sigue usted ahí?
—Sí —dije haciendo un esfuerzo.
—¿Dijo usted Mirabelle Dartigen?
—Sí. Soy su hija. Framboise.
—Espere. Por favor, espere. —La voz parecía casi sin aliento detrás de la cordialidad profesional, había desaparecido cualquier amago de aburrimiento—. Por favor. No se vaya.