Resultó más fácil de lo que imaginábamos. Madre tenía otro de sus delirios y estaba demasiado preocupada por su propio sufrimiento para notar nuestras pálidas caras y ojos turbios. Mandó a Reine al baño inmediatamente, protestando porque su piel seguía teniendo olor a naranjas y le frotó las manos con alcanfor y piedra pómez hasta que Reinette gritó y suplicó. Volvieron a salir veinte minutos más tarde —Reine con el cabello liado en una toalla y oliendo intensamente a alcanfor—, mi madre malhumorada y con una mueca rígida en la boca por la ira contenida. No había cena para nosotros.
—Hacérosla vosotros si queréis —nos dijo madre—. Corriendo por los bosques como gitanos. Pavoneándoos en esa plaza de ese modo… —casi gemía, con una mano en la sien con su viejo gesto de advertencia. Un silencio, durante el cual nos miró como si fuésemos extraños; luego se retiró a su mecedora junto a la chimenea, retorciendo ferozmente su labor de punto entre las manos, meciéndose y contemplando las llamas.
—Naranjas —musitó en voz baja—. ¿Por qué habríais de traer naranjas a la casa? ¿Tanto me odiáis? —Pero a quién iba dirigida su charla no estaba claro y ninguno nos atrevimos a contestarle. En cualquier caso, tampoco estoy muy segura de lo que le hubiésemos respondido.
A las diez se fue a su cuarto. Ya era tarde para nosotros, pero madre, que durante sus delirios perdía la noción del tiempo, no dijo nada. Nos quedamos un rato en la cocina, escuchando el trajín mientras ella se preparaba para dormir. Cassis fue a la bodega a buscar algo para comer y regresó con un trozo de rillettes envuelto en papel y media barra de pan. Comimos, aunque ninguno tenía mucha hambre. Creo que quizás intentábamos evitar hablarnos.
El acto —el terrible acto del que éramos cómplices— pesaba sobre nosotros como una fruta espantosa. Su cuerpo, su pálida piel del norte casi amoratada en el colorido fondo de las hojas, su rostro desviado, su vuelco adormecido y lánguido dentro del agua. Echando hojas con los pies sobre el confuso estropicio en la parte posterior de su cabeza —es extraño que el agujero de la bala fuese tan pulcro en su lugar de entrada— luego el chasquido lento y regio en el agua… Una rabia sombría oscurecía mi pena. «Me engañaste», pensé entre mí. «Me engañaste. Me engañaste».
Cassis fue el primero en romper el silencio.
—Deberías… ya sabes… hacerlo ahora.
Le dirigí una mirada llena de odio.
—Deberías hacerlo —insistió—. Antes de que se haga demasiado tarde.
Reine nos miró con aquellos ojos suplicantes de novilla.
—Está bien —dije lacónica—. Lo haré.
Después volví al río una vez más. No sé lo que esperaba encontrarme allí —el fantasma de Tomas Leibniz, quizás, reclinado sobre el puesto de vigilancia y filmando— pero el lugar estaba extrañamente normal, incluso le faltaba aquella misteriosa quietud que habría esperado después de algo tan terrible. Las ranas croaban. El agua se mecía suavemente contra la cuenca de la orilla. En la luz grisácea y fría de la luna, el lucio muerto me miraba con sus ojos como bolas y la boca de babosa llena de púas. No podía quitarme de la cabeza la idea de que no estaba muerto, de que podía oír cada palabra, de que estaba escuchando…
—Te odio —le dije sigilosa.
La Gran Madre me miraba con desprecio vidrioso. Había anzuelos alrededor de toda su boca llena de dientes, algunos incluso habían llegado casi a cicatrizar con el tiempo y tenían el aspecto de extraños colmillos.
—Te habría dejado marchar —le dije—. Lo sabes. —Me tumbé en la hierba a su lado, nuestras caras casi tocándose. El hedor a pescado podrido se mezclaba con el húmedo olor del suelo—. Me engañaste.
En la pálida luz, los ojos del viejo lucio parecían casi maliciosos. Casi triunfantes.
No sé con certeza cuánto tiempo estuve fuera aquella noche. Creo que me quedé dormida un rato, pues cuando me desperté la luna estaba ya río abajo, reflejando su imagen partida sobre el agua tersa y láctea. Hacía mucho frío. Frotándome agarrotados las manos y pies me levanté, luego cogí con cuidado el lucio muerto. Pesaba mucho y estaba encenagado por el barro del río, había restos dentados de anzuelos incrustados en sus flancos relucientes como trozos de carapacho. En silencio lo llevé hasta las piedras alzadas donde había colgado los cadáveres de las serpientes de agua a lo largo de aquel verano. Lo clavé por el labio inferior a uno de los clavos. La carne era dura y elástica; por un instante dudé si la piel no se desgarraría, pero haciendo un esfuerzo lo conseguí. La Gran Madre estaba colgada con la boca abierta sobre el río con una falda de piel de serpiente que temblaba en la brisa.
—Al menos te he cogido —le dije en voz baja.
Al menos te he cogido.