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El pozo no ha cambiado mucho desde entonces, aunque alguien lo haya revestido de hormigón para evitar que los niños se caigan. Naturalmente, ahora tenemos agua en casa. En el tiempo de mi madre, el pozo era la única agua potable que teníamos para beber, aparte de la que quedaba en el canalón procedente de las lluvias y que sólo empleábamos para regar. Era un artilugio gigantesco y cilíndrico, hecho de ladrillos, que se alzaba un metro y medio del suelo, con una bomba de mano para sacar el agua. En el extremo del cilindro había una tapa de madera asegurada con un candado para evitar los accidentes y la contaminación. A veces, cuando el tiempo era muy seco, el agua del pozo salía amarillenta y salobre, pero durante la mayor parte del año era dulce. Después de leer La máquina del tiempo, a Cassis y mí nos había dado por jugar algún tiempo a los Morlocks y los Eloi alrededor del pozo que, por su austera solidez, me recordaba a los agujeros oscuros en los que las criaturas habían desaparecido.

Esperamos hasta que se hiciera de noche para regresar a casa. Llevábamos el hato con las ropas de Tomas, y lo ocultamos entre unos frondosos arbustos de espliego que quedaban en un extremo del jardín hasta que oscureciera. También trajimos el paquete con las revistas sin abrir; ni siquiera Cassis estaba interesado en echarle un vistazo después de lo sucedido. Uno de nosotros tendría que inventarse una excusa para salir, dijo Cassis —daba por sentado que era yo quien tenía que hacerlo—, sacar rápidamente el hato y tirarlo al pozo. La llave del candado estaba colgada detrás de la puerta junto con el resto de la llaves de la casa —ponía Pozo; siendo como era la pasión de madre por el orden— y podía ser extraída y devuelta sin que ella lo notase. Después de aquello, dijo Cassis con una dureza no acostumbrada en la voz, el resto dependía de nosotros. Nunca habíamos conocido ni habíamos oído hablar de un tal Tomas Leibniz. Jamás habíamos hablado con soldados alemanes. Hauer y los otros mantendrían la boca cerrada si sabían lo que les convenía. Todo lo que teníamos que hacer era hacernos los tontos y no decir nada.