12

Cinco minutos. Sabía lo que tenía que hacer. Era nuestra última oportunidad —mi última oportunidad—, pero mi corazón, latiendo como un martillo, llenaba mi mente desesperada con una música salvaje. Me había concedido cinco minutos. Me invadió la euforia mientras lo arrastraba de la mano hacia el banco de arena grande donde había colocado mi última trampa. La oración que había ocupado mi mente mientras corría desde el pueblo se había convertido ahora en un imperativo quejumbroso y ensordecedor —«sólo tú sólo tú oh Tomas por favor oh por favor por favor»— el corazón me latía con tanta fuerza que amenazaba con reventarme los tímpanos.

—¿Adónde vamos? —Su voz era tranquila, divertida, casi indiferente.

—Quiero enseñarte algo —jadeé, estirando más fuerte de su mano—. Algo importante. ¡Vamos!

Oía el ruido de las latas de metal que había atado al bidón de aceite. Había algo ahí dentro, me dije con un violento escalofrío de emoción. Algo grande. Las latas se agitaban furiosamente en el agua, golpeando el bidón. Debajo, las jaulas unidas con alambres daban sacudidas debajo de la superficie.

Tenía que ser. Tenía que ser.

Desde su escondite debajo de la orilla saqué el palo de madera con el que solía sacar a la superficie mis trampas pesadas. Al principio me temblaban tanto las manos que a punto estuve de dejar caer el palo al agua. Con el anzuelo asegurado al extremo del palo solté las jaulas del flotador y empujé el bidón. Las jaulas corcoveaban y saltaban.

—¡Es demasiado pesado! —grité.

Tomas me miraba anonadado.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó.

—Oh, por favor… por favor… —Estaba levantando las jaulas, intentando arrastrarlas hasta la orilla. El agua salía a chorros a través de los listones de las paredes de las cajas. Algo grande y violento se retorcía y se agitaba en el interior.

A mi lado oí la risa apagada de Tomas.

—Oh, Backfisch. Creo que al final lo has cogido. Ese viejo lucio… Lieber Gott, pero debe ser enorme…

Apenas lo escuchaba. La respiración me frotaba la garganta como un papel de lija. Sentía mis talones desnudos en el barro, deslizándose sin remedio hacia el agua. Lo que tenía entre las manos me estaba arrastrando poco a poco.

—¡No pienso perderla! —jadeé bruscamente—. ¡No lo haré! ¡No lo haré! —Di un paso hacia arriba en dirección a la orilla, tirando de las jaulas. Luego otro más. Sentía bajo mis pies que el lodo resbaladizo y amarillento amenazaba con hacerme caer. El palo se hundía cruelmente en mis hombros mientras luchaba por levantarlo. Y en el fondo de mi mente, el delirante convencimiento de que él me estaba mirando, de que si conseguía arrastrar a la Gran Madre desde su escondite, entonces mi deseo… mi deseo…

Un paso. Luego otro. Hundí los dedos en el barro y me arrastré más hacia arriba. Un paso más, mi carga se iba haciendo más ligera a medida que el agua salía de las jaulas. Sentía a la criatura de su interior moverse furiosa contra las paredes de la caja. Un paso más.

Luego nada.

Tiré, pero las jaulas no se movieron. Gritando de frustración, me precipité hacia la orilla tan lejos como pude, pero la jaula estaba bien atascada. Una raíz, tal vez, colgando de la orilla desnuda como el raigón de un diente cariado o un tronco flotante inmovilizado en el alambre.

—¡Se ha quedado atascada! —grité desesperada—. ¡La maldita trampa se ha quedado atascada con algo!

Tomas me dirigió una mirada cómica.

—Sólo es un viejo lucio… —dijo con un deje de impaciencia.

—Por favor Tomas… —musité—. Si lo dejo ir… se me escapará… Agáchate y suéltalo… Por favor…

Tomas se encogió de hombros y se quitó la chaqueta y la camisa dejándolas con cuidado sobre un arbusto.

—No me voy a manchar el uniforme de barro —comentó suavemente.

Me temblaban los brazos por el esfuerzo; mantuve el palo agarrado mientras Tomas investigaba la obstrucción.

—Son unas raíces —me gritó—. Parece como si uno de los listones se hubiese soltado y se hubiese quedado enganchado en las raíces. Está muy encallada.

—¿Puedes llegar hasta ella? —le dije.

—Lo intentaré. —Se quitó los pantalones para colgarlos junto al resto de su uniforme y dejó las botas junto a la orilla. Lo vi temblar al entrar en el agua, era muy profunda en ese punto, y lo oí mascullar de forma graciosa.

—Debo de estar loco —dijo Tomas—. ¡Me estoy congelando! —El agua parda le llegaba hasta los hombros. Recuerdo cómo el Loira se partió en ese momento, con una corriente lo bastante fuerte para hacer pequeños remolinos de espuma alrededor de su cuerpo.

—¿Puedes cogerla? —le grité, con los brazos surcados por calambres abrasadores y la cabeza latiéndome con furia. Seguía sintiendo al lucio… aún medio cubierto de agua… moviéndose con brío contra las paredes de la jaula.

—Está ahí abajo —le oí decir—. Justo debajo de la superficie. Creo… —Un ruido como un chapoteo mientras se zambullía momentáneamente y volvía a resurgir brillante como una nutria—. Un poco más abajo…

Me tiré hacia atrás con toda la fuerza de mi peso. Las sienes me ardían y tenía ganas de gritar por el dolor y la frustración. Cinco segundos… diez segundos… casi desmayándome, flores rojas y negras floreciendo ante mis párpados y la plegaria: «Oh, por favor por favor te dejaré libre lo juro lo juro por favor por favor Tomas sólo tú Tomas solo tú para siempre sólo…».

Entonces, sin previo aviso, la jaula cedió. Me resbalé hacia el banco soltando casi el palo, con la trampa liberada casi rebotando detrás de mí. Con la visión nublada y el sabor de metal en la garganta la arrastré a la orilla, clavándome fragmentos de la jaula rota en las uñas y con las palmas llenas de heridas. Rompí el alambre, desgarrándome la piel de las manos, con la certeza de que el lucio se había escapado… Algo golpeó contra los lados de la caja. Plas, plas, plas. El sonido fiero y húmedo de una manopla contra un cuenco esmaltado. «¡Mira esa cara, Boise! Eres un desastre. ¡Ven aquí y deja que te la limpie!». De pronto me acordé de madre y de cómo solía frotarnos cuando no quedábamos limpios hasta hacernos sangrar a veces.

Plas, plas, plas. El sonido era más débil ahora, menos persistente, aunque sabía que un pez podía vivir minutos… incluso retorcerse durante media hora después de haber sido pescado. A través de los listones en la oscuridad de la jaula pude discernir una forma enorme del color del aceite oscuro y de vez en cuando veía el brillo de su ojo, como una sola bola desviándose hacia mí en un rayo de sol. Sentí una punzada de felicidad tan salvaje que fue como morir.

—Gran Madre —susurré con voz ronca—. Gran Madre. Deseo. Deseo. Haz que se quede. Haz que Tomas se quede —le susurré presurosa para que Tomas no pudiera oír lo que decía, y luego, al ver que no subía por la orilla lo volví a repetir por si el viejo lucio no lo había oído la primera vez.

—Haz que Tomas se quede. Haz que Tomas se quede para siempre.

Dentro de la jaula el lucio seguía golpeando y forcejeando. Podía distinguir la forma de su boca, una desagradable media luna vuelta hacia abajo, punteada por el acero, recuerdo de anteriores intentos por capturarla, y sentí terror por su tamaño y orgullo por mi victoria, así como un sentimiento de alivio enloquecido y anegado… Se había terminado. La pesadilla que había empezado con Jeannette y la serpiente de agua, las naranjas, el descenso de madre a la locura… todo se había acabado aquí, en la orilla del río, con una chica con la falda sucia de barro y los pies descalzos, el pelo corto cubierto de barro y el rostro resplandeciente; esa caja; ese pez; ese hombre con aspecto casi de muchacho sin su uniforme y con el cabello chorreando… Miré a mi alrededor impaciente.

—¡Tomas! ¡Ven a ver!

Silencio. Sólo los leves ruidos del río batiendo la cuenca encenagada de la orilla. Me puse en pie para mirar en los márgenes.

—¡Tomas!

Pero no había ni rastro de Tomas. En el lugar donde se había zambullido sólo había una tersura cremosa y lisa del color del café con leche con algunas burbujas en la superficie.

—¡Tomas!

Quizá debería haber sentido pánico. Si hubiera reaccionado inmediatamente, tal vez podría haber llegado a tiempo, evitando lo inevitable… Eso me lo digo a mí misma ahora. Pero entonces, todavía aturdida por mi victoria, con las piernas temblorosas por el esfuerzo y la fatiga, sólo podía recordar los cientos de veces que él y Cassis habían jugado a aquel juego, sumergiéndose profundamente en el agua y haciendo ver que se habían ahogado, ocultándose en agujeros debajo del banco de arena para volver a resurgir con la cara roja y riendo mientras Reinette no paraba de gritar… En la caja, la Gran Madre se agitaba imperiosamente. Avancé otros dos pasos hacia el margen.

—¿Tomas?

Silencio. Permanecí ahí un instante que se me antojó una eternidad. Susurré:

—¿Tomas?

El Loira siseaba suavemente bajo mis pies. Los ruidos de la Gran Madre en la jaula se habían hecho más débiles. A lo largo de la orilla podrida, las largas y amarillentas raíces se extendían por el agua como dedos de brujas. Y lo supe.

Tenía mi deseo.

Cuando Cassis y Reine me encontraron dos horas después, estaba tumbaba en los márgenes del río, con una mano sobre las botas de Tomas y la otra sobre una jaula rota que contenía los restos de un pez grande que ya empezaba a heder.