11

Tomas podía esperar en el puesto de vigilancia una hora más o menos. Hacía calor; seguramente escondería la moto en los arbustos y se pondría a fumar un cigarrillo. Si no había nadie a la vista quizá se arriesgara incluso a meterse en el río. Si para entonces seguía sin aparecer nadie garabatearía un mensaje para nosotros y lo dejaría (quizá junto a un paquete de revistas o dulces envueltos cuidadosamente en papel de periódico) en lo alto del puesto de vigilancia, en la horca que había debajo de la plataforma. Lo sabía; ya lo había hecho en otras ocasiones. Entre tanto yo podía ir al pueblo con Paul y luego regresar corriendo sin que nadie me prestara atención. No le diría a Cassis o a Reinette que él estaba ahí. Sentí un estallido de avara alegría sólo de pensarlo, imaginando su rostro iluminándose con una sonrisa de bienvenida, una sonrisa que sería para mí sola. Con aquel pensamiento casi arrastré a Paul hacia el pueblo, la mano caliente agarrando con fuerza la suya fría, el pelo sudoroso tapándome los ojos.

La plaza junto a la fuente ya estaba medio llena de gente. Las personas iban saliendo de la iglesia, niños con velas, jovencitas con coronas de hojas otoñales, un puñado de hombres jóvenes recién confesados: Guilherm Ramondin entre ellos, comiéndose a las chicas con los ojos antes de recoger una nueva cosecha de pensamientos pecaminosos. Más, si podía; la cosecha era el momento para ello, después de todo, había muy pocas cosas que esperar aparte de eso… Vi a Cassis y Reinette un poco separados del resto de la multitud. Reine llevaba un vestido de franela de color rojo y un collar de bayas y Cassis estaba comiendo pasteles de azúcar. No parecía que nadie les hablara y sentí un círculo de aislamiento a su alrededor. Reinette estaba riendo, un sonido alto y quebradizo como el grito de un ave marina. Un poco más allá mi madre estaba de pie, observando, con un cesto con pastas y fruta en la mano. Parecía muy gris entre la multitud festiva; su vestido negro y el pañuelo en el pelo discordaban con las flores y las banderas. Sentí que Paul se ponía rígido a mi lado.

Un grupo de personas junto a la fuente empezaron a cantar una alegre canción. Raphaël estaba allí, creo, y Colette Gaudin y el tío de Paul, Philippe Hourias —con un pañuelo amarillento anudado al cuello de forma incongruente—, y Agnès Petit con su vestido de los domingos y sus zapatos de charol, y una corona de bayas en el pelo. Recuerdo su voz alzándose sobre las demás; no era una voz educada pero era dulce y clara, y sentí que un escalofrío me erizaba los pelos de la nuca, como si el fantasma en el que habría de convertirse hubiese hecho que me estremeciese. Aún recuerdo las palabras que cantó:

A la claire fontaine j’allais me promener

j’ai trouvé l’eau si belle que je m’y suis baignée

il y a longtemps que je t’aime

jamais je ne t’oublierai.

Tomas, en el caso de que fuese él, estaría ya en el puesto de vigilancia. Pero Paul, a mi lado, se mostraba poco dispuesto a mezclarse con la multitud. En vez de eso, miraba la figura de mi madre al otro lado de la fuente y se mordía el labio con nerviosismo.

—Creí que dijiste que no ven-vendría —dijo.

—No lo sabía.

Permanecimos unos instantes observando mientras la gente salía de la iglesia y se iba a tomar algo. Había jarras de sidra y de vino en el reborde de la fuente y muchas mujeres, al igual que mi madre, habían traído barras de pan, brioche y fruta para repartir en la puerta de la iglesia. Vi que mi madre guardaba las distancias y pocos se acercaban lo bastante para pedir la comida que ella había preparado con tanto esmero. Sin embargo, su rostro permanecía impasible, casi indiferente. Sólo las manos la delataban, sus manos blancas y nerviosas aferrándose con fuerza al asa del cesto. Se mordía tanto los labios que se veían blancos en contraste con su pálido rostro.

Me estaba inquietando. Paul no hacía ademán de despegarse de mi lado. Una mujer, Francine Crespin, creo, la hermana de Raphaël, sostuvo una cesta de manzanas delante de Paul y luego, al verme, se le endureció la sonrisa. Eran pocas las personas que no habían reparado en la pintada del corral.

El cura salió de la iglesia. El padre Froment, cuyos ojos débiles y apacibles brillaban ante la idea de tener a su gente reunida, con el crucifijo alzado sobre un palo de madera y elevado como un trofeo. Detrás de él, dos monaguillos sostenían a la Virgen con el estrado dorado, decorado con bayas y hojas otoñales. Los niños de la escuela dominical se unieron a la pequeña procesión con sus velas al aire y empezaron a entonar un himno de la cosecha. Las chicas se acicalaban y practicaban sus sonrisas. Vi que Reinette también se giró. En aquel momento llegó el trono de la Reina de la Cosecha sacado en alza por dos jóvenes desde el interior de la Iglesia. Al fin y al cabo, era paja y nada más, con el respaldo y los brazos hechos de gavilla y un cojín de hojas otoñales. Pero por un instante, con el sol iluminándolo, bien podría haber sido de oro.

Había quizás una docena de muchachas de la edad adecuada esperando junto a la fuente. Las recuerdo a todas: Jeannette Crespin con su traje de comunión demasiado ceñido, la pelirroja Francine Hourias con su masa de pecas que no se desvanecían por mucho que se frotara la cara con salvado, Michèle Petit con sus trenzas bien tiesas y las gafas. Ninguna de ellas podía hacer sombra a Reinette. Ellas lo sabían también. Podía percibirlo en su forma de mirarla —un poco apartada del resto con su vestido de color rojo y el pelo largo y suelto con bayas entrelazadas entre los rizos— con envidia y recelo y con una nota de satisfacción, también: nadie podía votar a Reinette Dartigen como la Reina de la Cosecha de aquel año. Aquel año no, no con los rumores que se cernían sobre nosotros como las hojas muertas en el viento.

El cura empezó a hablar. Yo le escuchaba con creciente impaciencia. Tomas estaba esperando. Tenía que irme pronto si no quería perderlo. A mi lado, Paul observaba la fuente con aquella mirada suya de intensidad medio alelada en el rostro.

—Ha sido un año de muchas pruebas… —Su voz era un zumbido consolador, como el balar distante de las ovejas—. Pero vuestra fe y energía han hecho que lo consigamos una vez más.

Noté una impaciencia similar a la mía procedente de la gente que lo escuchaba. Acababan de oír un largo sermón. Ahora había llegado el momento de coronar a la Reina, del baile y la celebración. Vi a un niño pequeño alargar la mano para coger un trozo de pastel del cesto de mi madre y comérselo con rapidez, disimuladamente, escondiéndolo detrás de su mano, con bocados ávidos y furtivos.

—Ahora ha llegado el momento de la celebración. —Aquello era más acertado. Oí un rumor apagado de la multitud, un murmullo de aprobación e impaciencia. El padre Froment también lo notó—. Sólo os pido un poco de moderación en todas las cosas —baló—, recordad qué es lo que estáis celebrando… sin Quién no habría ni cosecha ni alegría…

—Vaya al grano, padre —sonó una voz áspera y jovial desde el interior de la iglesia. El padre Froment parecía ofendido y resignado a la vez.

—Todo llegará, mons fils —advirtió—. Como iba diciendo… ahora es el momento de dar comienzo al festival de Nuestro Señor eligiendo a la Reina de la Cosecha… una muchacha de edad comprendida entre los trece y los diecisiete años… Que reine sobre nuestras celebraciones y lleve la corona de cebada.

Una docena de voces lo interrumpieron gritando nombres. Algunos eran casi inelegibles. Raphaël gritó: «¡Agnès Petit!» y Agnès, que no tenía menos de treinta y cinco, se ruborizó con complacido azoramiento, pareciendo hasta hermosa por un instante.

—¡Murielle Dupré!

—¡Colette Gaudin! —las mujeres besaban a sus maridos, mostrando falsa indignación por el cumplido.

—¡Michèle Petit! —Ésa era la madre de Michèle, tenazmente leal.

—¡Georgette Lemaître! —Aquel era Henri votando por su abuela con más de noventa años que lanzó una violenta risotada por la broma.

Algunos hombres jóvenes llamaron a Jeannette Crespin y ella se sonrojó terriblemente detrás de las manos. Entonces Paul, que había permanecido en silencio a mi lado, se adelantó de pronto.

—¡Reine-Claude Dartigen! —gritó en voz alta y sin tartamudear y su voz era fuerte, casi adulta, una voz de hombre muy distinta de su propia habla lenta y vacilante—. ¡Reine-Claude Dartigen! —volvió a gritar y la gente se giró para mirarlo con curiosidad, murmurando—. ¡Reine-Claude Dartigen! —dijo una vez más y cruzó la plaza hacia la estupefacta Reinette llevando en la mano su collar de manzanas silvestres.

»Aquí tienes. Es para ti —dijo en voz más suave, pero sin ningún rastro aún de su tartamudeo. Y puso el collar sobre la cabeza de Reinette. La pequeña fruta rojiza y amarillenta refulgió en la luz púrpura de octubre.

—Reine-Claude Dartigen —anunció Paul una vez más y tomando la mano de Reine la guió los pocos pasos que la separaban del trono de paja. El padre Froment no dijo nada, una sonrisa incómoda en los labios, pero permitió que Paul pusiese la corona de cebada sobre la cabeza de Reinette.

—Muy bien —dijo suavemente el cura—. Muy bien. —Luego, en un tono más alto—: ¡Así pues, nombro a Reine-Claude Dartigen la Reina de la Cosecha de este año!

Quizá fuera la impaciencia de pensar en tanto vino y sidra esperando ser bebidos. Quizá fuera la sorpresa de escuchar al pobre y pequeño Paul Hourias hablar por primera vez en su vida sin tartamudear. Quizá la imagen de Reinette sentada en el trono con los labios como cerezas y el sol iluminándole el rostro como un halo. Pero la mayoría aplaudió. Algunos incluso lanzaron vítores y gritaron su nombre, todos ellos hombres, me fijé, incluso Raphaël y Julien Lanicen, que estuvieron aquella noche en La Mauvaise Réputation. Pero algunas de las mujeres no aplaudieron. Sólo fueron unas pocas, sólo un puñado, pero eran suficientes. La madre de Michèle fue una de ellas, y también chismosas resentidas como Marthe Gaudin e Isabelle Ramondin. Pero aún eran pocas y, aunque algunas parecían un tanto incómodas, unieron sus voces al resto, otras llegaron incluso a aplaudir cuando Reine lanzó los pétalos y las frutas de su cesta al grupo de colegiales. Mientras empezaba a escabullirme atisbé el rostro de mi madre y me sorprendí por la repentina mirada en su expresión, la súbita suavidad, la mirada cálida —tenía las mejillas alborotadas y los ojos casi tan brillantes como en la olvidada fotografía de su boda—, el pañuelo casi cayéndole del pelo mientras corría al lado de Reinette. Creo que fui la única en verlo. Todos los demás estaban mirando a mi hermana. Incluso Paul la estaba mirando a ella desde su puesto junto a la fuente, con la mirada estúpida de nuevo en el rostro como si jamás lo hubiese abandonado. Sentí que algo se crispaba en mi interior. La humedad hizo que los ojos me escocieran con tal intensidad que por un instante estuve segura de que algún insecto —quizás una avispa— me había aterrizado en el párpado.

Se me cayó la pasta que había estado comiendo y me di la vuelta para marcharme desapercibidamente. Tomas me estaba esperando. De pronto era muy importante creer que Tomas me estaba esperando. Tomas, que me amaba. Tomas, sólo Tomas, para siempre. Giré la cabeza y por un instante fugaz fijé aquella escena en mi mente. Mi hermana, la Reina de la Cosecha, la Reina de la Cosecha más hermosa jamás coronada, la gavilla en una mano y en la otra una fruta redonda y lustrosa: una manzana, quizás, o una granada, puesta sobre su palma por el padre Froment, sus miradas cruzándose, él sonriendo de aquella manera suya, dulce y ovina, mi madre, con la sonrisa congelándosele en su rostro radiante en un repentino gesto de retirada, su voz llegando hasta mí apagadamente por encima del ruido de la alegre multitud: «¿Qué es eso? Por el amor de Dios ¿qué es eso? ¿Quién te ha dado eso?».

Eché a correr entonces, mientras nadie me prestaba atención. Riendo casi, con el aguijón invisible clavándoseme aún en los párpados mientras corría hacia el río, tan rápidamente como me llevaban las piernas. Pero de vez en cuando tenía que pararme para acallar los espasmos que me subían desde el estómago, espasmos extrañamente parecidos a la risa pero que hacían que me brotaran las lágrimas. ¡Aquella naranja! Guardada con celo y cariño sólo para la ocasión, escondida y envuelta en papel de seda para la Reina de la Cosecha, copada en su mano mientras madre… mientras madre… Dentro de mí sentía una risa amarga, pero el dolor era exquisito, haciéndome rodar por el suelo como si fuese arrastrada por un anzuelo. La mirada en el rostro de mi madre me provocaba convulsiones cada vez que pensaba en ella, la mirada de orgullo mudándose en miedo, qué digo, en terror, a la vista de una sola y diminuta naranja. Seguí corriendo, entre espasmos, tan rápido como pude, calculando que tardaría unos diez minutos en llegar al puesto de vigilancia, a lo que había que añadir el tiempo que habíamos estado en la fuente —unos veinte minutos al menos—; seguí gritando sofocadamente por miedo a que Tomas se hubiera ido.

Esta vez se lo pediría, me prometí a mí misma. Le pediría que me llevara con él esta vez, donde quiera que fuese, de regreso a Alemania o a los bosques o huyendo permanentemente, fuese lo que fuese lo que él quisiera mientras él y yo… él y yo… Recé a la Gran Madre mientras corría, las zarzas arañándome las piernas desnudas sin que lo notase. «Por favor. Tomas. Sólo tú. Para siempre». No me crucé con nadie en mi loca carrera por los campos. Todos los demás debían de estar en el festival. Cuando llegué a las piedras alzadas estaba gritando su nombre a todo pulmón, con mi voz estridente como la de un avefría en el silencio sedoso del río.

¿Era posible que se hubiese marchado ya?

—¡Tomas, Tomas! —Estaba ronca por la risa, ronca por el miedo—. ¡Tomas, Tomas!

Casi ni lo vi, fue así de rápido. Deslizándose desde unos arbustos, agarrándome la muñeca con una mano, con la otra tapándome la boca. Por un segundo ni siquiera llegué a reconocerlo —tenía el rostro ensombrecido— y luché ferozmente, intentando morderle la mano, haciendo ruiditos de pájaro contra su palma.

—¡Shhh, Backfisch! ¿Qué diablos intentas hacer? —reconocí su voz y dejé de forcejear.

—Tomas. Tomas. —No podía parar de decir su nombre; mi olfato se vio inundado por el aroma familiar a tabaco y sudor de su ropa. Estreché su abrigo contra mi cara de un modo que jamás me habría atrevido a hacer dos meses atrás. En la secreta oscuridad, le besé el forro con pasión desesperada—. Sabía que volverías, lo sabía.

Él me miró sin decir nada.

—¿Estás sola? —la mirada parecía más aguzada de lo habitual, cauta.

Asentí.

—Bien. Quiero que me escuches. —Hablaba muy lentamente, enfatizando, enunciando cada palabra. No llevaba ningún cigarrillo en la comisura, no había brillo en sus ojos. Parecía haber adelgazado en las últimas semanas, su rostro era más afilado, la boca menos generosa—. Quiero que me escuches atentamente.

Asentí obediente. Lo que tú quieras, Tomas. Sentía el brillo y el calor en mis ojos. «Sólo tú Tomas. Sólo tú». Quería contarle lo de mi madre, Reine y la naranja pero percibí que aquel no era el momento adecuado. Escuché.

—Es posible que vengan algunos hombres al pueblo —anunció—. Uniformes negros, sabes lo que eso significa ¿no?

Asentí.

—Policía alemana. Las SS.

—Exacto. —Hablaba con un tono cortante y preciso muy distinto de su habitual y desenfadada forma de hablar—. Es muy probable que hagan preguntas.

Lo miré sin comprender.

—Preguntas sobre mí —aclaró Tomas.

—¿Por qué?

—Eso no importa. —Seguía agarrándome dolorosamente la muñeca con la mano crispada—. Podrían preguntarte algunas cosas. Cosas sobre lo que hemos estado haciendo.

—¿Te refieres a las revistas y a todo eso?

—Exacto. Y sobre el viejo del café. Gustave. El que se ahogó. —Tenía una expresión ceñuda y cansada en el rostro. Me cogió la cara para que lo mirase, acercándose mucho. Pude oler el humo de cigarrillo en el cuello del abrigo y en su aliento—. Escúchame, Backfisch. Esto es importante. No les cuentes nada. Nunca me has visto. No estabas en La Rép la noche del baile. Ni siquiera sabes mi nombre. ¿De acuerdo?

Asentí.

—No lo olvides —insistió Tomas—. No sabes nada. Nunca has hablado conmigo. Díselo a los demás.

Volví a asentir y pareció relajarse un poco.

—Hay algo más. —Su voz había perdido la dureza, sonando ahora casi acariciadora. Hizo que me deshiciera por dentro, como caramelo caliente. Lo miré llena de expectación—. No podré volver aquí de nuevo —dijo amablemente—. Al menos, durante algún tiempo. Se ha vuelto muy peligroso. A duras penas he conseguido salirme con la mía la última vez.

Guardé silencio durante un momento.

—¿Podríamos vernos en el cine? —sugerí tímidamente—. Como solíamos hacer. O en los bosques…

Tomas meneó la cabeza con gesto impaciente.

—¿Es que no me has oído? —replicó—. No podemos vernos más. En ningún sitio.

El frío me hacía cosquillas en la piel como si fuesen copos de nieve. Mi mente era una nube negra agitándose.

—¿Durante cuánto tiempo? —conseguí susurrar.

—Mucho, mucho tiempo. —Notaba su impaciencia—. Quizá para siempre.

Me arredré y empecé a temblar. El cosquilleo se convirtió en una sensación de terrible escozor como si me estuviera revolcando entre las ortigas. Me cogió la cara entre sus manos.

—Mira Framboise —dijo despacio—. Lo siento. Ya sé que tú… —se interrumpió bruscamente—. Sé que es duro. —Sonrió, una sonrisa fiera pero arrepentida, como un animal salvaje intentando esbozar un gesto amistoso—. Os he traído algunas cosas —dijo al fin—. Revistas, café. —De nuevo la misma sonrisa rígida y animada—. Goma de mascar. Chocolate. Libros.

Lo miré en silencio. Sentía el corazón como un trozo de barro húmedo.

—Escóndelos ¿quieres? —Le brillaban los ojos, los ojos de un muchacho compartiendo un delicioso secreto—. Y no le hables a nadie de nosotros. A nadie.

Regresó al arbusto desde donde había saltado y sacó un paquete atado con una cuerda.

—Ábrelo —me instó.

Lo miré de forma apagada.

—Vamos. —Su voz sonaba tensa por la forzada alegría—. Es tuyo.

—No lo quiero.

—¡Oh, vamos Backfisch! —Hizo ademán de abrazarme pero yo lo empujé.

—¡Te he dicho que no lo quiero! —Era la voz de mi madre otra vez, chillona y brusca y de pronto lo odié por haberla provocado—. No lo quiero, no lo quiero, no lo quiero.

Me sonrió vacilante.

—Oh, vamos —repitió—. No seas así. Yo sólo…

—Podríamos escaparnos —le dije de pronto—. Conozco muchos lugares en los bosques. Podríamos escaparnos y nadie sabría nunca dónde encontrarnos. Podríamos comer conejos y otras cosas: setas, bayas… —Me hervía el rostro. Tenía la garganta seca e irritada—. Estaríamos a salvo. Nadie lo sabría… —insistí pero en su expresión vi que era inútil.

—No puedo —dijo tajante.

Sentía las lágrimas agolpándose en mis ojos.

—¿No podrías quedarte un ra-rato más? —Ahora hablaba como Paul, de forma humilde y estúpida, pero no podía evitarlo. Una parte de mí habría deseado dejarlo marchar con un silencio frío y orgulloso, sin decir ni una palabra, pero las palabras se precipitaban a mi boca espontáneamente.

—¿Por favor? Podrías fumarte un cigarrillo, o nadar un rato, o podríamos pe-pescar.

Tomas movió negativamente la cabeza.

Sentí que algo se desmoronaba dentro de mí con lenta inevitabilidad. En la distancia oí un repentino choque de metal contra metal.

—Sólo unos minutos. Por favor. —Cómo odié el sonido de mi voz en aquel momento, aquel ruego estúpido y herido—. Te enseñaré mis nuevas trampas. Te enseñaré mi trampa para lucios.

Su silencio era irrecusable y paciente como una tumba. Sentía que nuestro tiempo se me escapaba inexorablemente. De nuevo volví a oír el choque de metal contra metal, el sonido de un perro con una lata de metal atada a la cola y de pronto reconocí el ruido. Me inundó una oleada de alegría desesperada.

—¡Por favor! ¡Es importante! —grité en voz alta e infantil, con la esperanza de salvación, más próxima que nunca a las lágrimas, con calor manando de mis párpados y de la garganta—. Lo contaré todo si no te quedas, lo contaré, lo contaré…

Asintió una vez impaciente.

—Cinco minutos. Ni uno más. ¿De acuerdo?

Mis lágrimas cesaron.

—De acuerdo.