La mañana del día de la cosecha amaneció fría y resplandeciente, con el destello de las ascuas al extinguirse, típico de octubre. Madre había trasnochado la noche anterior, más por tozudez que por amor a la tradición. Preparando pan de jengibre y crêpes de harina de trigo sarraceno y confitura de zarzamoras que fue poniendo en cestos y nos los dio para llevar a la feria. Yo no tenía planeado ir. En su lugar, ordeñé a la cabra, acabé algunas de mis tareas dominicales y me dirigí al río. Acababa de colocar una trampa muy ingeniosa cerca de la orilla, que consistía en una serie de jaulas y bidones atados los unos a los otros con tela metálica, en los que había un cebo de restos de pescado, y estaba ansiosa por probarla. El aire olía a hierba con la primera de las hogueras otoñales y el aroma era intenso, con siglos de antigüedad, un recuerdo de tiempos más dichosos. También me sentí vieja, avanzando penosamente por los campos de maíz hacia el Loira. Me sentí como si ya hubiese vivido muchos y muchos años.
Paul me estaba esperando en las piedras alzadas. No pareció sorprendido al verme: me echó un rápido vistazo mientras pescaba antes de volver a meter el corcho en el agua.
—¿No vas a ir a la fe-fe-feria? —preguntó.
Moví negativamente la cabeza. Me di cuenta de que no lo había vuelto a ver desde que madre lo echara de la casa y sentí una repentina punzada de culpabilidad por haberme olvidado de mi viejo amigo por completo. Quizá por eso me senté junto a él. A buen seguro no fue por tener compañía: las ganas de estar sola me estaban ahogando.
—Yo tam-tampoco. —Aquella mañana parecía malhumorado, con cara de pocos amigos, juntando los ojos en un gesto de concentración que era inquietantemente adulto—. Todos esos idiotas em-emborrachándose y ba-bailando por ahí. ¿A quién le interesa?
—A mí no. —A mis pies los remolinos parduscos del río eran hipnóticos—. Yo voy a comprobar todas mis trampas y luego creo que iré a probar suerte en el gran banco de arena. Cassis dice que a veces hay lucios por allí.
Paul me dirigió una mirada cínica.
—Nunca la cogerás —dijo lacónico.
—¿Por qué no?
—No, no lo ha-harás, eso es todo.
Estuvimos pescando un rato el uno junto al otro mientras el sol nos caldeaba las espaldas y las hojas iban cayendo, amarillentas, encarnadas y negruzcas, una a una en el agua sedosa. Oímos las campanas de la iglesia repicando dulces y distantes a través de los campos, que anunciaban el final de la misa. Diez minutos más tarde daría comienzo la feria.
—¿Van a ir los otros? —Paul se sacó una lombriz de su caliente escondite en la mejilla izquierda y lo clavó con destreza en el anzuelo.
—No me importa —dije indiferente.
Durante el silencio que siguió oí el estómago de Paul crujir con fuerza.
—¿Tienes hambre?
—No.
Y entonces la oí. Clara como el recuerdo de la carretera de Angers, casi imperceptible al principio, haciéndose más fuerte como el zumbido de una avispa adormilada, más fuerte aún que el latido de la sangre en las sienes después de una carrera por los campos hasta perder el aliento. El sonido de una motocicleta.
Sentí una violenta sacudida de pánico. Paul no debía verlo. Si era Tomas yo tenía que estar sola, y mi corazón, brincando de dicha, me decía con una certidumbre clara y extática que se trataba de Tomas.
Tomas.
—Quizá podríamos ir a echar un vistazo —dije con fingida indiferencia.
Paul emitió un ruido evasivo.
—Habrá pan de jengibre —le dije astutamente—. Y patatas cocidas y maíz asado, y pasteles y salchichas en las brasas de la hoguera.
Oí gruñir sus tripas con más fuerza.
—Podríamos entrar y servirnos —sugerí.
Silencio.
—Cassis y Reine estarán allí.
Al menos eso esperaba. Contaba con su presencia para que eso me permitiera escabullirme con rapidez y volver con Tomas. El mero pensamiento de su proximidad —la alegría insoportable y cálida que me inundaba sólo de pensar que iba a verlo— era como tener ladrillos ardientes bajo mis pies.
—¿Es-estará ella allí? —Tenía la voz apagada por el odio, lo que en otras circunstancias me habría sorprendido. Nunca imaginé que Paul fuera de los que guardan rencor—. Quiero de-decir tu ma-ma-ma… —hizo una mueca por el esfuerzo—, tu ma-ma…
Negué con la cabeza.
—No lo creo —le interrumpí con más brusquedad de la intencionada—. ¡Dios, Paul, me sacas de quicio cuando haces eso!
Paul hizo un gesto de indiferencia. Ahora se podía oír con claridad el ruido de la moto, a un par de kilómetros o tres por la carretera. Cerré los puños con tanta fuerza que las uñas me dejaron señales en las palmas.
—Quiero decir, quiero decir que no importa en realidad —le dije en un tono más amable—. Ella no lo entiende. Eso es todo.
—¿Es-estará ella allí? —insistió Paul.
—No —le mentí—. Dijo que iba a limpiar el establo de las cabras esta mañana.
—Vale —dijo Paul dócilmente.