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Clafoutis de manzana y albaricoques secos. Se baten los huevos y la harina junto con el azúcar y la mantequilla derretida hasta que la mezcla quede espesa y cremosa. Se añade la leche poco a poco sin dejar de batir. La consistencia final debería ser parecida a la de un batido. Se unta generosamente una bandeja con mantequilla y se añade la fruta troceada al batido. Se agrega la canela y la pimienta inglesa y se hornea a temperatura media. Cuando el pastel haya empezado a subir se espolvorea con un poco de azúcar moreno y se añaden puntitos de mantequilla. Se deja cocer hasta que la capa de arriba esté dorada y firme al tacto.

Había sido una cosecha pobre. La sequía, seguida de las lluvias desastrosas había dado buena cuenta de ella. Aun así, todos aguardábamos con expectación el festival de la cosecha de finales de octubre, incluso Reine, incluso madre, que había preparado sus pasteles especiales y había dejado cuencos de fruta y verduras en las repisas de las ventanas y había hecho barras de pan para venderlas en el mercado de Angers de una belleza extravagante e intrincada; una espiga de trigo, un pez, una cesta de manzanas. La escuela del pueblo había cerrado el año anterior cuando el maestro se fue a París, pero la escuela dominical seguía funcionando.

Aquel día todos los escolares desfilaban alrededor de la fuente (decorada de forma pagana con flores, frutas y guirnaldas de maíz, calabacines y calabazas de colores, vaciadas y cortadas en forma de fanales), vestidos con sus mejores ropas, sosteniendo velas y cantando. La misa continuaba en la iglesia, donde el altar había sido vestido en tonos verdes y dorados y los himnos —que resonaban hasta la plaza donde nosotros estábamos escuchando, fascinados por el atractivo de las cosas prohibidas— iban sobre la cosecha de los elegidos y la quema de las ahechaduras. Esperamos hasta que la misa hubiera concluido y nos unimos a las festividades con el resto mientras el curé se quedaba en la iglesia para recibir la confesión y las hogueras de la cosecha desprendían un humo dulzón en los extremos de los campos pelados.

En aquel momento empezaba la fiesta: la Feria de la Cosecha con luchas, carreras y todo tipo de competiciones de baile, juegos de pescar manzanas con la boca, comer crêpes y hacer carreras de gansos. Los ganadores y los perdedores recibían pan de jengibre caliente y sidra, y junto a la fuente se vendían cestas de productos caseros mientras la Reina de la Cosecha sonreía en su trono dorado y bañaba con flores a los transeúntes.

Aquel año apenas si la habíamos sentido llegar. Otros años esperábamos la celebración con una impaciencia mayor aún que la Navidad, pues los regalos escaseaban en aquellos tiempos y diciembre no era una buena época para celebraciones. Octubre, fugaz y jugoso con la luz dorada y purpúrea, las tempranas heladas blancas y las hojas tornándose de colores brillantes; octubre es otro cantar, es un tiempo mágico, un último y alegre desafío al frío que se avecina. Otros años teníamos montones de leña y de hojas muertas preparadas en un lugar resguardado con semanas de antelación, los collares de manzanas silvestres y las bolsitas de nueces aguardando, nuestras mejores ropas planchadas y listas y nuestros zapatos lustrosos para el baile. Habría una celebración especial en el puesto de vigilancia, guirnaldas colgadas de la piedra del tesoro y flores escarlatas lanzadas al Loira lento y pardo; peras y manzanas cortadas y horneadas, guirnaldas de la buena suerte de maíz amarillento, trenzadas en forma de muñecas y puestas alrededor de la casa, bromas planeadas para los confiados y las tripas rugiendo en hambrienta anticipación.

Pero aquel año no había nada de todo aquello. La amargura después de lo sucedido en La Mauvaise Réputation había iniciado nuestro declive y con él llegaron las cartas, los rumores, las pintadas en las paredes, los cuchicheos a nuestras espaldas y los silencios corteses delante de nosotros. Se daba por supuesto que cuando el río suena, agua lleva. Las acusaciones (Puta de Nazis pintada en rojo en una pared del corral, pintada una y otra vez a pesar de nuestros esfuerzos por limpiarla), además de la negativa de nuestra madre por reconocer o negar las habladurías y las noticias exageradas de sus visitas a La Rép pasando de boca en boca de forma hambrienta bastaban para despertar aún más sospechas. Aquel año la época de la cosecha se presentaba como un momento amargo para la familia Dartigen.

Los otros hicieron sus hogueras y recogieron las mieses. Los niños trabajaban entre las hileras para asegurarse de que no se perdía nada del grano. Nosotros recogimos las últimas manzanas, bueno, las que no estaban podridas a causa de las avispas, y las guardamos en bandejas en la bodega, separadas unas de otras para que la podredumbre no se extendiera. Almacenamos nuestras verduras en bidones y bajo tapas sueltas de tierra seca en el sótano. Madre llegó incluso a preparar algo de su pan especial aunque había poco mercado en Les Laveuses y lo vendía impasible en Angers. Recuerdo un día en que llevamos al mercado un montón de barras y pasteles, cómo brillaba el sol sobre las bruñidas cortezas: bellotas, erizos, pequeñas máscaras sonrientes. Algunos de los niños del pueblo nos negaban la palabra. Un día alguien escondido entre unos tamariscos junto a la orilla del río les tiró puñados de tierra a Cassis y Reine cuando iban de camino al colegio. Conforme se acercaba el gran día, las chicas empezaron a compararse mutuamente, cepillándose el cabello con especial atención y lavándose la cara con avena, pues el día del festival una de ellas sería elegida Reina de la Cosecha y llevaría una corona de cebada y sostendría un jarro de vino. A mí aquello no me interesaba en absoluto. Con el pelo corto y liso y mi carita de rana jamás sería Reina de la Cosecha. Además, sin Tomas no había nada que me importara gran cosa. Me preguntaba si volvería a verlo de nuevo. Estaba sentada junto al Loira, con mis trampas y mi caña de pescar, observando. No podía dejar de pensar que, de algún modo, si conseguía capturar al lucio, Tomas regresaría.