El sol se estaba poniendo cuando vino a buscarme. Me había pasado tanto tiempo trabajando en el jardín que el dolor en mis huesos se había convertido en un imperativo chirriante y desapacible. Tenía la garganta seca y llena de anzuelos. La cabeza me daba vueltas. Aun así le di la espalda mientras él permanecía en silencio detrás de mí, sin necesidad de hablar, sencillamente esperando, tomándose su tiempo.
—¿Qué quieres? —le espeté al fin—. ¡Deja ya de mirarme, por el amor de Dios, y ponte a hacer algo útil!
Paul no dijo nada. Sentía que la nuca me ardía. Al final me di la vuelta, tirando la azada en la parcela de verduras y gritándole con la misma voz de mi madre.
—¡Cretino! ¿Es que no puedes dejarme en paz? ¡Miserable y viejo loco! —Quería herirlo, pensé. Habría resultado más fácil si hubiera sido capaz de herirlo, hacer que se alejara de mí por la rabia, el dolor o la repugnancia, pero me plantó cara —tiene gracia, yo siempre pensé que era mejor que nadie en ese juego—, con su paciencia inexorable, sin moverse, sin hablar, sólo esperando a que yo acabase mi parlamento para que él pudiera decir el suyo. Me giré furiosa, temerosa de sus palabras, de su terrible paciencia.
—He preparado algo de cena para nuestro huésped —dijo por fin—. Quizá te apetezca tomar un poco también.
—Lo único que quiero es que me dejen en paz —le dije.
Oí cómo Paul suspiraba a mis espaldas.
—Ella era igual. Mirabelle Dartigen. Jamás quiso aceptar la ayuda de nadie, ni siquiera de sí misma. —Su voz era tranquila y reflexiva—. Te pareces mucho a ella, ¿sabes? Demasiado para tu propio bien o para el de cualquiera.
Contuve una respuesta brusca y me negué a mirarlo.
—Se distanciaba de todo el mundo con su terquedad. Sin saber que la habrían ayudado si ella lo hubiese dicho. Pero ella nunca lo dijo. Ella jamás se lo dijo a nadie.
—No creo que pudiera —murmuré insensible—. Hay cosas que no se pueden decir. No… se… pueden…
—Mírame —dijo Paul.
Su rostro estaba sonrosado con los últimos destellos del sol, sonrosado y joven a pesar de las arrugas y el bigote manchado de nicotina. Detrás de él, el cielo era de un color rojo intenso, con nubes formando lengüetas.
—Llega un momento en que alguien tiene que contarlo —dijo razonable—. No me he pasado todo este tiempo leyendo el libro de retazos de tu madre para nada y, a pesar de lo que puedas pensar de mí, no soy tan estúpido.
—Lo siento. No era mi intención decir eso.
—Ya lo sé —dijo Paul sacudiendo la cabeza—. No soy listo, como Cassis o como tú, pero me parece que a veces los listos son los que se pierden antes. —Sonrió y se golpeó suavemente la sien con los nudillos—. Pasan demasiadas cosas aquí dentro —dijo amablemente—. Demasiadas.
Lo miré.
—Mira, no es la verdad lo que duele. Si ella lo hubiese visto es posible que no hubiese sucedido nada de todo esto. Si les hubiera pedido ayuda en vez de ir a su aire como siempre hizo…
—No. —Mi voz era inexpresiva y categórica—. Tú no lo entiendes. Ella no llegó a conocer nunca la verdad. O si lo hizo la ocultó incluso a sí misma. Por nosotros. Por mí… —Me estaba ahogando ahora, un gusto familiar subía desde mi ácido estómago, haciendo que me estremeciera por su amargura.
—No le tocaba a ella decir la verdad sino a nosotros, a mí. —Tragué saliva dolorosamente—. Sólo podía haberlo hecho yo —dije con esfuerzo—. Sólo yo conocía toda la historia. Si hubiese tenido el coraje…
Me detuve para volverlo a mirar. Su sonrisa era dulce y triste. Inclinó los hombros hacia delante, los de una mula que ha llevado largas y pesadas cargas con paciencia y paz de espíritu. Cómo lo envidiaba. Cómo lo quería.
—Sí que tienes coraje —dijo Paul por fin—. Siempre lo tuviste.
Permanecimos mirándonos. Silencio entre los dos.
—Muy bien —asentí al fin—. Déjalo marchar.
—¿Estás segura? Las drogas que Louis le encontró en el bolsillo…
Lancé una carcajada que sonó extrañamente despreocupada en mi boca seca.
—Los dos sabemos que no llevaba drogas. Una farsa inofensiva, eso fue todo, algo que tú mismo le metiste mientras le registrabas los bolsillos. —Volví a reír al ver su mirada de desconcierto—. Dedos de cazador furtivo, Paul, manos de cazador furtivo. ¿Te creíste que eras el único con una mente recelosa?
Paul asintió.
—¿Qué vas a hacer entonces? —inquirió—. En cuanto se lo cuente a Yannick y Laure…
Meneé la cabeza.
—Deja que se lo cuente —dije. Me sentía ligera por dentro, más ligera de lo que jamás me había sentido antes, un milano en el agua. Sentí que la risa crecía en mi interior, la risa loca de una persona que está a punto de lanzar al viento todo lo que posee. Me metí la mano en el bolsillo del delantal y saqué un trozo de papel con un número de teléfono anotado.
Luego, pensándolo mejor, fui a buscar mi libreta de direcciones. Después de buscar un momento encontré la página precisa.
—Creo que ahora sé lo que voy a hacer —anuncié.