Paul y yo hicimos ver que trabajamos el resto de la tarde. Era domingo y el restaurante estaba cerrado pero aún seguía habiendo trabajo en el huerto. Azadoné, podé y escardé hasta que mis riñones parecían vidrio caliente y el sudor me empapaba las axilas. Paul me miraba desde la casa sin saber que yo también lo estaba mirando a él.
Aquellas veinticuatro horas me escocieron e irritaron como un ataque agudo de urticaria. Sabía que tenía que hacer algo, pero el qué, era algo que superaba mi capacidad de decisión. Había frustrado a un Dessanges, temporalmente al menos, pero los otros seguían en libertad y más llenos de malicia que nunca. Y el tiempo se agotaba. Varias veces llegué a ir a la cabina de teléfonos que había enfrente de correos, inventándome recados para pasar por ahí cerca; una vez llegué incluso a marcar el número pero colgué antes de que nadie respondiera pues me di cuenta de que no tenía ni la menor idea de lo que iba a decir. Parecía que, mirara donde mirara, veía la misma verdad terrible con su vista fija en mí, las mismas alternativas terribles. La Gran Madre, con la boca abierta y llena de anzuelos, con sus ojos vidriosos mirándome fijamente, y yo resistiéndome a esa espantosa presión, mordisqueándola como un pececillo haría con el sedal, como si el lucio fuera una parte de mí y yo estuviese luchando por liberarme, una parte oscura de mi propio corazón debatiéndose y agitándose en el sedal, una presa terrible y secreta…
Todo se reducía a la elección entre dos opciones. Mi mente podía jugar con otras posibilidades, que Laure Dessanges me prometiera dejarme al margen a cambio de poner en libertad a su hermano menor, pero en el fondo práctico de mi mente sabía que aquello no podía funcionar. Hasta el momento sólo habíamos ganado una cosa con nuestros actos: tiempo, y sentía cómo el premio se me iba escurriendo segundo a segundo mientras me estrujaba el cerebro para decidir cómo podía utilizarlo. En caso contrario, al día siguiente, la predicción de Luc; «Mañana tu pobre y miserable secreto aparecerá en cada revista, en cada periódico» surgiría delante de nuestras narices impresa en papel en blanco y negro y yo lo perdería todo: la granja, el restaurante, mi sitio en Les Laveuses… La única alternativa, lo sabía, era utilizar la verdad como arma. Pero aunque eso podía hacer que recuperara mi casa y mi negocio ¿quién podía saber el efecto que tendría sobre Pistache, sobre Noisette, sobre Paul?
Apreté los dientes por la frustración. Nadie debería tener que hacer una elección así, me lamenté en mi interior. Nadie.
Saché una hilera de cebolletas con tanta fuerza y tan cegada que me olvidé de mí misma y empecé excavar los cultivos casi maduros, mandando a paseo a las pequeñas cebollas junto con la mala hierba. Me limpié el sudor de los ojos y me di cuenta de que estaba llorando.
Nadie debería tener que elegir entre una vida y una mentira. Y, no obstante, ella lo hizo, Mirabelle Dartigen, la mujer de la fotografía con las perlas falsas y la sonrisa tímida, la mujer con los pómulos afilados y el cabello negro recogido hacia atrás. Ella lo hizo, renunció a todo, a la granja, al huerto, al pequeño nicho que ella misma se había cavado, a su dolor, a la verdad… lo enterró sin volver la vista atrás y siguió adelante… Sólo hay una cosa que no aparece en el álbum, tan cuidadosamente cotejada y remitida, una cosa que ella no podía haber escrito porque no podía haberlo sabido. Un solo hecho que falta para completar nuestra historia. Un hecho.
Si no fuera por mis hijas y por Paul, me dije a mí misma, lo contaría todo. Aunque sólo fuera para mortificar a Laure, para robarle su triunfo. Pero ahí estaba Paul, tan callado y modesto, tan humilde en su silencio que consiguió vencer mis defensas antes incluso de que me diera cuenta. Paul, siempre algo chistoso con su tartamudeo y su viejo y desarrapado mono azul, Paul con las manos de cazador furtivo y la sonrisa fácil. ¿Quién hubiera pensado que sería Paul, después de todos estos años? ¿Quién habría pensado que después de tanto tiempo encontraría el camino de vuelta al hogar?
Casi llamé en varias ocasiones. Encontré el número en una de mis viejas revistas. Al fin y al cabo, Mirabelle Dartigen había fallecido hacía tiempo. No tenía necesidad de arrastrarla por las extrañas aguas de mi corazón como a la Gran Madre con el sedal. Una segunda mentira no iba a cambiarla ahora, me dije. Ni tampoco podría resarcirla el hecho de revelar la verdad a estas alturas. Pero Mirabelle Dartigen es una mujer tozuda incluso muerta. Aun ahora puedo sentirla, oírla, como el lamento de las alambradas en un día de viento, aquella voz de tiple, estridente y confusa, que es todo lo que ahora me queda de su recuerdo. No importa que yo nunca supiera lo mucho que la quería. Su amor, aquel secreto imperfecto y duro, me arrastra con él hacia el lodo.
Y, aun así, no estaría bien. Es la voz de Paul dentro de mí, inexorable como el río. No estaría bien vivir una mentira. Ojalá no tuviera que elegir.