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Louis dejó a Dessanges en la bodega como había prometido. Podía tenerlo encerrado veinticuatro horas, nos dijo, antes de hacer una acusación formal. Con una curiosa mirada a los dos y una estudiada falta de inflexión en la voz nos informó de que disponíamos de ese tiempo para poner fin a nuestros asuntos. Un buen chico, Louis Ramondin, a pesar de ser algo lento. Aunque demasiado parecido a su tío abuelo Guilherm para hacerme sentir cómoda; supongo que fue eso lo que no me dejó ver su bondad esencial. Sólo espero que no tenga motivos para arrepentirse de lo que ha hecho.

Al principio Dessanges despotricó y aulló en la bodega. Exigía hablar con su abogado, pedía su teléfono, a su hermana Laure, sus cigarrillos. Se quejaba de que le dolía la nariz, de que estaba rota y de que estaba seguro de que los fragmentos de huesos iban de camino a su cerebro. Golpeó la puerta, rogó, amenazó y blasfemó. No le hicimos caso y al final los ruidos cesaron. A las doce y media le llevé un poco de café y algo de pan con charcuterie; estaba malhumorado pero tranquilo, la mirada de cálculo otra vez en sus ojos.

—Sólo estás retrasando el momento, Mamie —me dijo mientras le cortaba el pan a rebanadas—. Veinticuatro horas es todo lo que tienes porque, como bien sabes, tan pronto como haga esa llamada telefónica…

—¿De verdad quieres comer? —le espeté bruscamente—. Porque no te vendría nada mal pasar un poco de hambre y de ese modo no tendría que escuchar más tus desagradables palabras. ¿Estamos?

Me lanzó una mirada emponzoñada pero no dijo nada más sobre el asunto.

—Bien —concluí.