11

No sé lo que hicieron después de que huyéramos. Un par de días después un pescador halló el cuerpo del viejo Gustave en el Loira, a las afueras de Courlé. Los peces se habían cebado en él. Nadie mencionó lo sucedido en La Mauvaise Réputation, aunque los hermanos Dupré parecían más furtivos que nunca y un silencio insólito reinaba en el café. Reinette no dijo una palabra de lo que había pasado y yo le hice creer que había huido al mismo tiempo que Cassis para que ella no sospechara lo que había visto. Pero en cierto modo había cambiado. Parecía más fría, más agresiva. Cuando creía que yo no estaba mirando se tocaba el cabello y el rostro de forma compulsiva, como si comprobara que todo estaba en su sitio. Faltó a la escuela unos días argumentando tener dolor de estómago.

Sorprendentemente, madre lo consintió. Se sentaba junto a ella, dándole bebidas calientes y hablándole en voz baja y premiosa. Trasladó la cama de Reinette a su propia habitación, algo que jamás antes había hecho ni por mí ni por Cassis. Una vez vi que le daba dos tabletas que Reinette tomó con desgana, entre protestas. Desde mi puesto de espía detrás de la puerta acerté a oír parte de su conversación en la que me pareció reconocer la palabra maldición. Reinette estuvo bastante enferma algunos días después de haberse tomado las pastillas pero pronto se recuperó y no se volvió a hablar más del incidente.

Apenas hay referencias sobre esto en el álbum. En una página mi madre escribe: «R-C. está totalmente recuperada», debajo de una caléndula y de la receta de una tisana de ajenjo. Pero siempre albergué sospechas al respecto. ¿Eran las pastillas una especie de purgante para evitar un embarazo no deseado? ¿Eran las mismas pastillas que madre mencionaba en su diario? ¿Y las iniciales T. L. se referían a Tomas Leibniz?

Creo que Cassis debió de adivinar algo de lo que pasaba pero estaba demasiado absorto en sus propios asuntos para reparar mucho en Reinette. En cambio, se dedicaba a memorizar sus lecciones, leer sus revistas, jugar en los bosques con Paul y hacer como si nada hubiera sucedido. Quizá para él así fuese.

Intenté hablar con él en una ocasión.

—¿Pasó algo? ¿Qué quieres decir con que pasó algo? —Estábamos sentados en lo alto del puesto de vigilancia comiendo bocadillos de mostaza y leyendo La máquina del tiempo. Había sido mi historia favorita de aquel verano y nunca me cansaba de oírla. Cassis me miró, con la boca llena y sus ojos esquivando los míos.

—No estoy segura —aventuré con tiento, observando su plácido rostro asomando por encima de la cubierta del libro—. Quiero decir, que sólo me quedé un minuto más pero… —Resultaba difícil ponerlo en palabras. No había palabras en mi vocabulario para un acto así—. Casi cogieron a Reinette —comenté sin convicción—. Jean-Marie y los otros. La… la empujaron contra la pared. Le rasgaron la blusa —dije.

Había más, si hubiese podido hallar las palabras. Intenté evocar el sentimiento de horror, de culpabilidad que me había invadido entonces, el sentimiento de que estaba a punto de presenciar algo repulsivo, un misterio apremiante, pero todo parecía borroso, confuso como las imágenes en un sueño.

—Gustave estaba ahí —continué desesperada.

Cassis se estaba enfadando.

—¿Y qué? —dijo con brusquedad—. ¿Y qué? Estuvo todo el rato ahí, el viejo idiota. ¿A qué me vienes ahora con eso? —Con todo, sus ojos seguían evitando los míos, deteniéndose en la página, oscilando de un lado a otro como las hojas muertas en el viento.

—Hubo una pelea. Algo parecido a una pelea —tuve que decir. Sabía que él no quería que lo hiciese, vi su mirada evitándome deliberadamente, concentrándose en la página, y deseando que yo cerrara la boca de una vez.

Silencio. En silencio nuestros deseos luchaban entre sí, él con sus años y experiencia, yo con el peso de lo que sabía.

—¿Crees que quizá…?

Entonces se me encaró, ferozmente, con los ojos iluminados por la rabia y el terror.

—Si creo qué. ¡Por el amor de Dios! Si creo qué —me espetó—. ¿Acaso no has hecho bastante ya, con tus arreglos, tus planes y tus brillantes ideas? —Estaba jadeando, el rostro febril y muy cerca del mío—. ¿No te parece que ya has hecho bastante?

—No sé qué… —Estaba al borde de las lágrimas.

—Bien, pues piensa, ¿por qué no lo haces para variar? —gritó Cassis—. Digamos que sospechas algo. Digamos que sabes por qué murió el viejo Gustave. —Se detuvo para observar mi reacción, bajando la voz a un seco murmullo—. Digamos que sospechas de alguien. ¿A quién vas a decírselo? ¿A la policía? ¿A madre? ¿A la jodida legión extranjera?

Lo miré sintiéndome despreciable pero no lo demostré, sino que insolente lo desafié con la mirada, como solía hacer.

—No podríamos contárselo a nadie —siguió Cassis con la voz alterada—. A nadie. Querrían saber cómo lo averiguamos. Con quién hemos estado hablando. Y si lo decimos —sus ojos se desviaron de los míos—, si dijéramos algo… a alguien… —se interrumpió de pronto y volvió a enfrascarse en el libro. Hasta su miedo había desaparecido dejando en su lugar una cauta indiferencia—. Tenemos suerte de ser sólo unos críos —comentó en un tono nuevo e inexpresivo—. Los críos siempre andan jugando con cosas de ésas. Intentando averiguarlo todo, haciéndose pasar por detectives, cosas así. Todo el mundo sabe que no es real. Todo el mundo sabe que sólo son invenciones nuestras.

—Pero Gustave… —le dije mirándolo fijamente.

—Sólo un pobre viejo —dijo Cassis, haciéndose eco inconscientemente de las palabras de Tomas—. Se cayó al río, había bebido demasiado vino. Pasa a menudo. ¿Entendido?

Me estremecí.

—No vimos nada —dijo Cassis imperturbable—. Ni tú, ni yo, ni Reinette. Nada ocurrió. ¿Entendido?

—Yo lo vi. Lo vi —dije negando con la cabeza.

Pero Cassis ya no volvió a mirarme, refugiándose en las páginas de su libro en el que los Morlocks y los Eloi guerreaban furiosamente detrás de las barreras seguras de la ficción. Cada vez que intenté hablar con él en ocasiones posteriores hizo como que no sabía de qué le hablaba o creía que yo estaba jugando. Con el tiempo quizá llegó a creerse su propia historia.

Los días pasaron. Eliminé todo rastro de la bolsita de la naranja de la almohada de mi madre, así como la piel de naranja oculta en el barril de las anchoas y las enterré en el jardín. Tenía la sensación de que jamás volvería a utilizarlas.

Me he levantado a las seis esta mañana —escribe— por primera vez desde hace meses. Es extraño como todo parece distinto. Cuando no has dormido parece como si el mundo fuese desvaneciéndose poco a poco. El suelo no está firme bajo tus pies. El aire parece estar lleno de partículas brillantes y punzantes. Siento que he dejado atrás una parte de mí misma pero no consigo recordar el qué. Me miran con ojos tan solemnes… Creo que me temen. Todos menos Boise. Ella no tiene miedo de nada. Querría advertirle que eso no dura siempre.

Tenía razón sobre aquello. No dura siempre. Lo supe en el mismo instante en el que Noisette nació, mi Noisette, tan astuta, tan dura, tan como yo misma. Ahora tiene una hija, una niña que no he llegado a conocer salvo por las fotografías. Le ha puesto Peche. A veces me pregunto cómo se las arregla, sola, tan lejos de casa. Noisette solía mirarme del mismo modo, con aquellos ojos suyos, oscuros y fuertes. Ahora se me ocurre que ella se parece más a mi madre incluso que yo.

Unos días después del baile en La Rép, Raphaël se presentó en casa. Se inventó alguna excusa —comprar vino o algo—, pero sabíamos lo que realmente quería. Cassis nunca lo llegó a admitir, por supuesto, pero lo adiviné en los ojos de Reine. Quería averiguar lo que sabíamos nosotros. Supongo que estaba preocupado más que el resto porque, a fin de cuentas, era su café y se sentía responsable. Quizá lo había adivinado. Quizás alguien había hablado. Sea como fuere, estaba nervioso como un gato cuando mi madre abrió la puerta: sus ojos se movían precipitadamente hacia el interior de la casa y luego hacia afuera. Desde el baile, el negocio en La Mauvaise Réputation había ido mal. En la estafeta de correos había oído comentar, quizá fuera a Lisbeth Genêt, que el lugar se había echado a perder, que los alemanes llevaban ahí a sus putas, que no había nadie decente que se dejara ver por allí y, si bien nadie había establecido la conexión entre lo sucedido aquella noche y la muerte de Gustave Beauchamp, no había la menor duda de que pronto empezarían las habladurías. Al fin y al cabo era un pueblo, y en un pueblo nadie puede mantener un secreto demasiado tiempo.

En fin, madre no le dio lo que se llamaría una cálida bienvenida. Quizás era demasiado consciente de que los estábamos observando, demasiado consciente de lo que él sabía de ella. Quizá su enfermedad la hacía ser brusca o quizás fuese sólo su temperamento hosco. En cualquier caso, Raphaël no volvió más, aunque hay que decir que una semana después, él y todos los presentes la noche del baile en La Mauvaise Réputation estaban muertos, así que tal vez no tuvo la oportunidad.

Madre hace una referencia a su visita.

Ese idiota de Raphaël vino. Demasiado tarde, como de costumbre. Me dijo que sabía dónde podía conseguir algunas pastillas. Le dije que nunca más.

Nunca más. Así. Si hubiese sido otra mujer no la hubiese creído, pero Mirabelle Dartigen no era una mujer como las demás. Nunca más, dijo. Y fue su última palabra. Que yo sepa no volvió a tomar morfina nunca más, aunque quizás aquello se debiera también a lo que sucedió después más que a un puro acto de fuerza de voluntad. Naturalmente, a partir de entonces no habría más naranjas, nunca más. Incluso creo que había perdido el gusto por ellas.