8

Cassis, Reinette y yo llevábamos casi una hora esperando cuando llegaron. Una vez estuvimos en el exterior de La Rép, Cassis dejó a un lado toda pose de indiferencia y se puso a mirar con avidez a través de la ranura de la entrada, empujándonos cuando intentábamos hacer turnos. Mi interés era limitado. Al fin y al cabo, hasta que Tomas llegara no había gran cosa que ver. Pero Reine era persistente.

—Quiero ver —se quejaba—. ¡Cassis, no seas miserable, quiero ver!

—No hay nada —le decía yo impaciente—. Nada excepto viejos sentados en mesas y esas dos fulanas con las bocas pintadas de rojo.

Apenas había echado un vistazo pero lo recuerdo bien. Agnès al piano y Colette con una ajustada chaqueta cruzada de color verde revelando unos pechos prominentes como balas de cañón. Aún recuerdo el lugar en el que estaba cada uno: Martin y Jean Dupré jugando a las cartas con Philippe Hourias, que por las apariencias estaba desplumándolos como siempre; Henri Lemaître sentado en la barra del bar con una eterna demi y el ojo puesto en las señoras; François Ramondin y Arthur Lecoz, el primo de Julien, hablando furtivamente en un rincón con Julien Lanicen y August Truriand, el viejo Gustave Beauchamp solo junto a la ventana, con la boina calada hasta sus peludas orejas y el cabo de la pipa entre los labios. Los recuerdo a todos. Si me esfuerzo puedo ver el sombrero de Philippe encima del mostrador junto a él, huelo el humo del tabaco; por aquel entonces el preciado tabaco se reforzaba con hojas de dientes de león y apestaba a fuego hecho de madera húmeda o al olor a café de achicoria. La escena tiene la quietud de un cuadro viviente, un halo dorado de nostalgia arrasado por la llamarada de un rojo intenso del fuego. ¡Oh, lo recuerdo! ¡Ojalá pudiera olvidarlo!

Cuando llegaron por fin, nos habíamos quedado tiesos y estábamos de mal humor por haber estado agazapados contra la pared. Reinette estaba al borde de las lágrimas. Cassis había estado observando por la puerta y habíamos hallado un lugar debajo de una de las ventanas manchadas desde la que podíamos distinguir figuras moviéndose confusamente en la humeante luz. Fui yo quien los oyó primero, el sonido distante de las motos acercándose por la carretera de Angers, luego avanzando estrepitosamente por la sucia pista con una serie de pequeñas explosiones apagadas. Cuatro motocicletas. Supongo que deberíamos haber esperado mujeres. Si hubiéramos podido leer el álbum de madre lo habríamos sabido de sobras, pero éramos profundamente inocentes a pesar de todo y la realidad nos sorprendía un poco. Supongo que fue porque al entrar en el bar vimos que se trataba de mujeres de verdad: conjuntos ceñidos, perlas falsas, una de ellas sosteniendo en la mano los zapatos de tacón alto, la otra registrando su bolso en busca de una polvera. No eran especialmente guapas ni tampoco jóvenes. Habría esperado glamour. Pero sólo eran mujeres corrientes como mi madre, de rostros aquilinos, el cabello recogido detrás con pasadores de metal, con las espaldas arqueadas en una combadura imposible a causa de aquellos zapatos agonizantes. Tres mujeres corrientes.

Reinette estaba boquiabierta.

—Mira los zapatos. —La cara, pegada al sucio cristal, estaba sonrosada por el deleite y la admiración. Me di cuenta de que ella y yo estábamos viendo cosas distintas, que mi hermana seguía viendo el glamour de las estrellas de cine en las medias de nailon, en las boas de piel, los bolsos de piel de cocodrilo, las plumas, los pendientes de diamantes, y los peinados complicados. El minuto siguiente se lo pasó murmurando para sí extasiada—. ¡Mira ese sombrero! ¡Ohh! ¡Su vestido! ¡Ohhh!

Tanto Cassis como yo no le hacíamos caso. Mi hermano estudiaba las cajas que habían traído detrás de la cuarta motocicleta. Yo miraba a Tomas.

Estaba ligeramente apartado de los demás, con un codo apoyado en el mostrador. Vi que le decía algo a Raphaël, que empezó a sacar vasos de cerveza. Heinemann, Schwartz y Hauer se instalaron con las mujeres en una mesa libre cerca de la ventana y reparé en que el viejo Gustave se dirigía a la otra punta del bar con una mueca de disgusto, llevándose el vaso consigo. Los otros clientes se comportaban como si estuviesen acostumbrados a tales visitas, saludando incluso a los alemanes con un gesto de cabeza mientras éstos atravesaban la sala; Henri comiéndose con los ojos a las tres mujeres aún después de que se hubiesen sentado. Sentí una repentina y absurda punzada de triunfo por el hecho de que Tomas no llevase escolta. Permaneció en el mostrador un rato charlando con Raphaël y tuve la oportunidad de mirar su expresión, sus gestos desenfadados, la gorra ladeada y la chaqueta del uniforme abierta dejando al descubierto la camisa. Raphaël hablaba poco, su rostro era inexpresivo y cortés. Tomas parecía percibir su desagrado, pero aquello parecía divertirlo más que enojarlo. Alzó el vaso de forma ligeramente burlona y bebió a la salud de Raphaël. Agnès se puso a tocar el piano, una tonadilla de vals con un brioso plinc-plinc que salía de las notas altas por estar una tecla estropeada.

Cassis se estaba aburriendo.

—No pasa nada —dijo malhumorado—. Vámonos.

Pero Reinette y yo estábamos fascinadas, ella por las luces, las joyas, el cristal, el humo de una elegante pitillera lacada, sostenida entre unas uñas esmaltadas y yo… Tomas, por supuesto. No importaba lo que estuviera sucediendo. Habría sentido el mismo placer de haber estado observándolo sólo a él, mientras dormía. Había cierto encanto en el hecho de observarlo en secreto. Podía poner mis manos sobre el cristal sucio y enmarcar su rostro entre ellas. Podía presionar los labios contra la ventana e imaginar su piel contra la mía. Los otros tres habían bebido bastante; el gordo de Schwartz con una mujer sentada en sus rodillas, una mano subiéndole la falda más y más, de manera que de vez en cuando podía echarle un vistazo al borde de las medias de color castaño y al liguero rosado que las sujetaba. También me di cuenta de que Henri se había acercado al grupo, repasando con los ojos a las mujeres, que graznaban como pavos con cada galantería. Los jugadores de cartas habían detenido su juego para observar y Jean-Marie, que parecía ser el que había ganado más, se deslizó por el mostrador acercándose a Tomas, puso algo de dinero en la desgastada superficie y Raphaël sirvió más bebidas. Tomas echó una ojeada fugaz al grupo de bebedores y sonrió. Fue un breve intercambio de palabras que debió de pasar inadvertido a cualquiera que no estuviese observando a Tomas deliberadamente. Creo que sólo yo me di cuenta de la transacción, una sonrisa, un murmullo, un papel deslizado por el mostrador y guardado rápidamente en el bolsillo del abrigo de Tomas. No me sorprendió. Tomas hacía negocios con todo el mundo. Tenía ese don. Los observamos y esperamos una hora más. Creo que Cassis se quedó medio dormido. Tomas estuvo tocando un rato el piano mientras Agnès cantaba, pero me alegré al ver que mostraba poco interés por las mujeres que lo adulaban y acariciaban. Me sentí orgullosa de él por eso. Tomas tenía mejor gusto.

Entonces todos estaban ya un poco bebidos. Raphaël sacó una botella de fine y lo tomaron solo en taras de café que no contenían café. Empezó una partida de cartas entre Hauer y los hermanos Dupré, con Philippe y Colette de espectadores y las bebidas como apuesta. Oí sus risas a través del cristal cuando Hauer volvió a perder, aunque no hubo resentimientos, pues las bebidas ya estaban pagadas. Una de las mujeres de la ciudad se torció el tobillo y fue a caer sentada en el suelo, riéndose tontamente, con el cabello tapándole la cara. Sólo Gustave Beauchamp parecía al margen, rechazando el fine de Philippe y manteniéndose tan alejado de los alemanes como le era posible. Su mirada se cruzó con la de Hauer en una ocasión y murmuró algo por lo bajo, pero Hauer no lo oyó y se limitó a mirarlo fríamente por un instante antes de volver al juego. Sin embargo, unos minutos más tarde volvió a suceder y esta vez Hauer, el único en el grupo aparte de Tomas que entendía el francés, se puso de pie, echando mano al cinto donde llevaba colgada la pistola. El viejo lo miró ceñudo, con la pipa sobresaliéndole de sus dientes amarillentos como el cañón de un viejo tanque.

Por un momento la tensión entre los dos se hizo paralizante. Vi cómo Raphaël se movía hacia Tomas, que observaba la escena con imperturbable deleite. Un intercambio silencioso pasó entre ellos. Durante uno o dos segundos pensé que iba a dejar que continuara sólo por el placer de ver lo que sucedía. El viejo y el alemán estaban cara a cara. Hauer le sacaba dos cabezas a Gustave, con sus ojos azules inyectados en sangre y las venas de la frente como gusanos contrastando con su piel morena. Tomas miró a Raphaël y sonrió. «¿Qué opinas? —parecía decir su sonrisa—. Sería una pena intervenir ahora que parece que las cosas se ponen divertidas. ¿Tú qué crees?». Luego avanzó hasta su amigo de forma casual mientras Raphaël ponía al viejo Gustave a salvo. No sé qué fue lo que hizo pero creo que en aquel momento Tomas le salvó la vida a Gustave, rodeando a Hauer por los hombros con un brazo mientras que con el otro gesticulaba vagamente hacia las cajas que habían traído en la cuarta motocicleta: las cajas negras que tanto habían intrigado a Cassis y que ahora estaban junto al piano esperando ser abiertas.

Hauer miró a Tomas un momento. Vi que los ojos se le achicaban hasta convertirse en pequeñas rajas en sus carnosas mejillas, como la piel agrietada de un pedazo de tocino. Luego Tomas añadió algo más y Hauer se relajó, echándose a reír con un gruñido de gigante sobre el repentinamente renovado ruido del local. El momento había pasado. Gustave se fue arrastrando los pies a un rincón para acabar su bebida y los demás se acercaron al piano, donde aguardaban las cajas.

Durante un rato no pude ver más que cuerpos. Luego oí un sonido, una nota musical mucho más clara y dulce que la del piano y cuando Hauer se volvió hacia la ventana tenía en la mano una trompeta. Schwartz sostenía un tambor. Heinemann un instrumento que no reconocí; más adelante supe que era un clarinete, aunque jamás había visto antes una cosa así. Las mujeres se hicieron a un lado para dejar que Agnès se sentara al piano, luego Tomas volvió a entrar en mi campo de visión con su saxofón colgado de un hombro como si se tratase de un arma exótica. Por un instante creí que era un arma. Junto a mí, Reinette lanzó un largo y vacilante suspiro de asombro. Cassis, olvidando su aburrimiento, se inclinó hacia delante, apartándome casi a empellones. Él identificó los instrumentos para los demás. No teníamos tocadiscos en casa pero Cassis tenía edad suficiente para recordar la música que solíamos oír en la radio antes de que aquellas cosas hubiesen sido prohibidas y había visto las películas de la orquesta de Glenn Miller en los noticiarios que tanto adoraba.

—¡Eso es un clarinete! —su voz sonaba muy infantil de pronto, repentinamente parecida al temor reverente de su hermana por los zapatos de las mujeres de la ciudad—. Y Tomas tiene un saxofón… ¡Oh! ¿De dónde los habrán sacado? Los habrán requisado… no me sorprende que Tomas los haya conseguido… ¡Oh, espero que toquen! ¡Espero que…!

No puedo juzgar si eran muy buenos. No tenía nada con que compararlos entonces, pero estábamos tan emocionados por la agitación y el asombro que cualquier cosa nos habría encantado. Sé que ahora parecerá ridículo pero en aquellos días la música era escasa: el piano de La Mauvaise Réputation, el órgano de la iglesia para los que la frecuentaban, el violín de Denis Gaudin que sonaba el catorce de julio o el Mardi Gras, cuando solíamos bailar por las calles… Naturalmente, no hubo mucho de aquello después de estallar la guerra, pero aún seguimos haciéndolo algún tiempo, hasta que al final también el violín fue requisado, como todo lo demás. Pero ahora unos sonidos —sonidos tan poco familiares y tan exóticos comparados con el viejo piano de La Mauvaise Réputation como una ópera se asemeja a un ladrido— se elevaban en el local y nos acercamos más a la ventana para no perdernos ni una sola nota. Al principio los instrumentos no hacían gran cosa salvo extraños sonidos lastimeros —supongo que los estaban afinando pero no lo sabíamos—, cuando empezaron a tocar una melodía rutilante y de tonos agudos que no reconocimos, aunque creo que debía ser algo de jazz. Una ligera percusión del tambor, un burbujeo gutural del clarinete, pero del saxofón de Tomas una cadena de notas brillantes como las luces de Navidad, emitiendo un dulce gemido, un áspero susurro, subiendo y bajando sobre el fondo discordante como una voz humana amplificada por arte de magia que encerraba todo el repertorio humano de suavidad, tosquedad, mimos y pesar…

Por supuesto la memoria es algo muy subjetivo. Tal vez por eso siento las lágrimas agolparse a mis ojos cada vez que recuerdo aquella música, una música del fin del mundo. Seguramente no era nada parecido a lo que yo recuerdo —un grupo de alemanes borrachos martilleando algunas notas de jazz-blues con instrumentos robados—, pero para mí era magia. También debió de tener el mismo efecto sobre los otros, porque al cabo de pocos minutos estaban bailando, algunos solos, otros en pareja. Las mujeres de la ciudad en los brazos de los hermanos Dupré, que habían estado jugando a las cartas, y Philippe y Colette con los rostros uno junto al otro, una forma de bailar que jamás habíamos visto antes, un baile de giros y sacudidas, en el que los tobillos se torcían y las mesas eran arrinconadas por traseros oscilantes y la risa se elevaba por encima de las voces de los instrumentos; incluso Raphaël seguía el ritmo con el pie y se olvidó de su seriedad. No sé cuánto tiempo duró. Quizá menos de una hora. Quizá fueron sólo unos minutos. Sé que nos unimos a ellos, alegres detrás de la ventana, zangoloteando y dando vueltas como pequeños demonios. La música era caliente, y el calor nos abrasaba como el alcohol en un flambée, con su olor penetrante y ácido y brincábamos como indios sabiendo que con el volumen de la música en el interior podíamos meter tanto ruido como quisiésemos sin ser oídos. Afortunadamente seguí mirando por la ventana todo el tiempo porque fui la única que vio al viejo Gustave abandonar el lugar. Di la alarma al instante y nos zambullimos detrás del muro justo a tiempo de verlo salir tambaleándose a la fría noche, una figura encorvada y oscura con la cazoleta deslumbrante de su pipa haciendo de su rostro una rosa roja. Estaba borracho pero no debilitado. De hecho, creo que nos oyó porque se detuvo junto al muro y escrutó fijamente las sombras en la parte trasera del edificio, una mano apoyada contra el ángulo del porche para evitar caerse.

—¿Quién anda ahí? —Su voz era quejumbrosa—. ¿Hay alguien por ahí?

Seguimos callados detrás del muro, ahogando las risas.

—¿Nadie? —repitió entonces el viejo Gustave, aparentemente satisfecho, murmuró algo apenas audible para sí mismo y se puso de nuevo en movimiento. Llegó hasta el muro, golpeó la pipa contra la piedra. Una lluvia de chispas flotó por nuestra parte y hube de taparle la boca a Reinette con la mano para evitar que se pusiese a gritar. Luego, reinó el silencio por un momento. Esperamos sin apenas atrevernos a respirar. Después lo oímos orinar contra la pared de forma exuberante y pertinaz, dando un pequeño gruñido de satisfacción al hacerlo. Sonreí en la oscuridad. No era de extrañar que estuviera tan ansioso por comprobar si había alguien por ahí. Cassis me dio un codazo furioso, una mano sobre su boca. Reine hizo una mueca de disgusto. Luego lo oímos abrocharse el pantalón y unos pasos que se dirigían al bar. Luego nada más. Esperamos algunos minutos.

—¿Dónde está? —susurró Cassis al fin—. No se ha ido. Lo habríamos oído.

Me encogí de hombros. Bajo el fulgor de la luna podía ver la cara de Cassis reluciendo por el sudor y la ansiedad. Hice un gesto hacia el muro.

—Ve a mirar —articulé moviendo los labios—. Quizás haya perdido el conocimiento o algo así.

Cassis movió negativamente la cabeza.

—Tal vez nos haya localizado —dijo con una mueca— y está esperando a que uno de nosotros asome la cabeza y ¡paf!

Volví a hacer un gesto de indiferencia y miré con cuidado por encima del muro. El viejo Gustave no había perdido el conocimiento, estaba sentado de espaldas a nosotros observando el café, muy quieto.

—¿Y bien? —dijo Cassis mientras yo volvía a agazaparme detrás del muro.

Le conté lo que había visto.

—¿Qué hace? —dijo Cassis con frustración.

Moví la cabeza.

—¡Maldito sea el viejo idiota! ¡Nos tendrá aquí esperando toda la noche!

Puse el dedo sobre la boca.

—¡Shh! ¡Alguien viene!

El viejo Gustave debió de oírlo también porque se apretó un poco más contra el muro en la maraña de zarzamoras por la que lo habíamos oído llegar. No fue tan sigiloso como nosotros y si hubiese seguido unos metros más a la izquierda habría aterrizado directamente encima de nosotros. Sea como fuere, fue a caer en un zarzal, maldiciendo y golpeando con su bastón y nosotros retrocedimos un poco más entre la espesura. Había una especie de túnel donde nos encontrábamos, hecho de cercos de seto y agrimonias, y para jóvenes de nuestra edad y agilidad parecía viable arrastrarse a través de él hasta llegar a la carretera. Si lo conseguíamos podríamos evitar tener que saltar al otro lado del muro y, de ese modo, escaparíamos en la oscuridad sin ser vistos.

Casi había decidido intentarlo cuando escuché el sonido de voces desde el otro lado de la pared. Una era voz de mujer, la otra sólo hablaba alemán, y reconocí a Schwartz.

Seguía oyendo la música en el bar y pensé que Schwartz y su amiguita se habían escabullido sin ser vistos. Desde mi posición en el zarzal podía ver sus figuras confundidas sobre el muro y les hice un gesto a Reinette y Cassis para que se quedasen donde estaban. También podía ver a Gustave, a cierta distancia de nosotros, sin saber de nuestra presencia, agachado contra los ladrillos junto a él y observando por una de las grietas en la mampostería. Oí la risa de la mujer, alta y un poco nerviosa, luego la espesa voz de Schwartz murmurándole algo en alemán. Él era más bajo que ella y parecía un duende al lado de la esbelta figura femenina; la forma con la que se inclinaba sobre el cuello de la mujer parecía curiosamente carnívora, igual que los sonidos que producía mientras lo hacía, como si sorbiera y musitara entre dientes, como un hombre con prisas por acabar su comida. Mientras se movían por el porche trasero, los iluminó de lleno la luz de la luna y acerté a ver las manazas de Schwartz moviéndose torpemente por la blusa de la mujer —Liebschen, Liebling— y oí la risa de ella más estridente que nunca —ji, ji, ji— mientras avanzaba sus pechos hacia las manos de él. De pronto ya no estaban solos. Una tercera figura llegó desde detrás del porche, pero el alemán no parecía sorprendido por su llegada pues saludó con un leve gesto al recién llegado —aunque la mujer parecía no darse cuenta de lo que pasaba— y siguió con lo que estaba haciendo mientras el otro hombre miraba, silencioso y ávido, los ojos rutilantes en la oscuridad del porche como los de un animal. Era Jean-Marie Dupré.

No se me ocurrió pensar entonces que Tomas había arreglado este encuentro. El espectáculo de la mujer a cambio de otra cosa; un favor quizá, o un paquete de café del mercado negro. No pensé que el intercambio que había presenciado entre ellos en el bar y aquello tuviese alguna conexión, de hecho ni siquiera estaba segura de qué era aquello, estaba lejos del precario conocimiento que yo tenía de esas cosas. Cassis lo habría sabido pero seguía acurrucado contra el muro junto a Reinette. Hice frenéticos gestos, creyendo que había llegado el momento de escapar mientras los tres protagonistas seguían absortos en lo suyo. Asintiendo, él empezó a desplazarse hacia mí a través de los matorrales, dejando a Reinette en la sombra del muro, sola con su blusa de seda de paracaídas blanca, visible desde donde nosotros estábamos, esperando.

—Maldita sea. ¿Por qué no me ha seguido? —siseó Cassis.

El alemán y la mujer se habían acercado más al muro, de manera que apenas podíamos ver lo que estaba pasando. Jean-Marie estaba cerca de ellos, «lo suficiente para mirar», pensé, sintiendo una repentina punzada de culpabilidad y asco al mismo tiempo; podía oír su respiración, la respiración pesada y glotona del alemán y la aguda y excitada respiración del mirón con un grito penetrante y sofocado de la mujer situada entre los dos, y de pronto me sentí agradecida por no poder ver lo que estaba sucediendo, agradecida por ser demasiado joven para entenderlo, pues aquel acto parecía imposiblemente feo, imposiblemente sucio y, aun así, parecían estar disfrutando con él, los ojos en blanco hacia la luz de la luna y las bocas jadeando como peces y de pronto el alemán estaba sacudiendo a la mujer contra la pared con movimientos breves y rítmicos y oía cómo la cabeza de ella y su trasero golpeaban los ladrillos y su voz chillona, «¡ah, ah, ah!», y el gruñido de él «Liebschen, ja, Liebling, Ach ja» y deseé levantarme y echar a correr en aquel mismo instante; entonces sentí que toda mi entereza me abandonaba con una oleada de pánico desbordante. Estaba a punto de seguir mi instinto, medio erguida, volviéndome hacia la carretera, midiendo la distancia entre mi posición y mi escapada, cuando los ruidos cesaron bruscamente y una voz masculina, muy alta en el silencio repentino, profirió:

Wie ist das?

Justamente entonces le entró pánico a Reinette, que se había acercado poco a poco a nosotros con cuidado. En lugar de quedarse quieta como habíamos hecho antes cuando el viejo Gustave había desafiado a la oscuridad, ella debió de pensar que la habían descubierto porque se levantó y echó a correr, con el reflejo de la luna iluminando su blusa blanca y fue a caer entre los matorrales con un grito, torciéndose el tobillo y con el rostro pálido vuelto vanamente hacia nosotros y la boca moviéndose con desespero y sin palabras.

Cassis se movió deprisa. Blasfemando por lo bajo, fue corriendo hasta los matorrales que quedaban enfrente; las ramas más viejas le azotaban el rostro mientras corría y las espinas de las zarzas se le clavaban en la carne de los tobillos. Sin mirar atrás a ninguna de las dos, volteó el muro y desapareció por la carretera.

Verdammt! —Era Schwartz. Había visto su cara pálida y lunar por encima del muro y me hice invisible entre los matorrales—. Wer war das?

Hauer había llegado desde la parte trasera y movió la cabeza negativamente.

Wei nicht. Etwas über da! —dijo señalando. Tres rostros aparecieron por encima del muro. Sólo pude ocultarme detrás del oscuro follaje y esperé a que Reinette tuviera el suficiente sentido común para huir hasta él en cuanto le fuera posible. Al menos yo no había huido como Cassis, pensé con desdén. Vagamente me percaté de que en La Rép había cesado la música.

—Esperad, sigue habiendo alguien ahí —exclamó Jean-Marie, atisbando sobe el muro. La mujer de la ciudad llegó hasta él, el rostro tan pálido como la harina a la luz de la luna. Su boca parecía negruzca y cruel en contraste con aquella palidez antinatural.

—Bueno, pequeña puta —dijo agudamente—. ¡Sí, tú! ¡Levántate ahora mismo! ¡Sí, , la que se esconde detrás del muro! ¡Espiándonos! —La voz era chillona e indignada, quizá un poco culpable. Obedientemente, Reine se levantó despacio. Una chica tan buena, mi hermana. Siempre tan presta a responder a la voz de la autoridad. Menudo bien le hizo. Oía su respiración, el silbido rápido y asustado en su garganta mientras se volvía hacia ellos. Se le había salido la blusa de la falda al caer y el cabello se le había soltado y le caía sobre la cara.

Hauer musitó algo a Schwartz en alemán y este último saltó el muro para llevar a Reinette a su lado.

Durante unos segundos ella dejó que la levantaran en vilo sin protestar. Nunca fue muy rápida pensando y, de nosotros tres, era con mucho la más dócil. Una orden de un adulto y su primera reacción era obedecer sin chistar.

Luego pareció entender. Quizá fueron las manos de Schwartz sobre ella o quizá entendió lo que Hauer había murmurado porque empezó a forcejear. Demasiado tarde, Hauer la sujetaba mientras Schwartz le desgarraba la blusa, que salió volando por encima de la pared como una bandera blanca a la luz de la luna. Luego otra voz —Heinemann, creo— exclamó algo en alemán y entonces mi hermana se puso a gritar, unos gritos fuertes y jadeantes de aversión y terror —¡Ah, ah, ah!—. Por un breve instante vi su rostro por encima del muro, el cabello envolviéndola, los brazos abrazando la noche y el de Schwartz, un rostro de cerveza con una mueca burlona, vuelta hacia ella, luego desapareció aunque los sonidos continuaron, los sonidos glotones de los hombres y de la mujer de la ciudad gritando por lo que debía considerar su triunfo.

—¡Se lo merece, la pequeña puta! ¡Se lo merece!

Y ante todo risas, aquel gruñido de cerdos que aún ahora desgarra mi sueño algunas noches, eso y el sonido del saxofón, tan parecido a una voz humana, tan parecido a su voz…

Vacilé unos treinta segundos. No más, aunque me parecieron más mientras me mordía los nudillos para ayudar a la concentración y me aplastaba contra el suelo. Cassis ya se había escapado. Yo sólo tenía nueve años, ¿qué podía hacer?, me dije a mí misma. Pero aunque entendía vagamente lo que estaba sucediendo seguía sin poder abandonarla. Me levanté, abrí la boca para gritar —dentro de mí sabía que Tomas estaba cerca y él detendría todo aquello— sólo que alguien estaba escalando torpemente el muro, alguien con un bastón que descargó sobre los mirones con más rabia que acierto, alguien que bramó con voz colérica y cavernosa:

—¡Boche asqueroso! ¡Boche asqueroso!

Era Gustave Beauchamp.

Volví a agacharme contra el suelo. Ahora podía ver bien poco de lo que estaba sucediendo pero vislumbré a Reinette cogiendo lo que quedaba de su blusa y corriendo entre gemidos por el muro en dirección a la carretera. Podría haberme unido a ella entonces pero la curiosidad y una repentina euforia me inundaron al oír la voz familiar alzándose entre el pandemonio.

—¡Está bien! ¡Está bien!

El corazón me dio un vuelco.

Lo oí abrirse paso entre la pequeña congregación. Otros se habían sumado a la pelea ahora y el ruido del bastón de Gustave se produjo dos veces más como si alguien estuviera golpeando coles. Palabras de calma —la voz de Tomas— en francés y en alemán: «Ya está bien, calmaos, verdammt, cálmate quieres, Fränzl, ya has hecho bastante por un día», seguido de la voz airada de Hauer y las confusas protestas de Schwartz.

Hauer, con la voz trémula por la rabia, gritó a Gustave:

—Es la segunda vez que lo intentas conmigo esta noche, viejo arschloch

Tomas exclamó algo incomprensible, seguido de un grito agudo de Gustave abortado de pronto por un ruido como el de un saco de harina golpeando el suelo de piedra del granero, un ¡bum! terrible contra la piedra, luego un silencio tan inesperado como una ducha helada.

Duró unos treinta segundos o más. Luego, nadie habló. Nadie se movió.

Y enseguida la voz de Tomas, alegremente despreocupada: «Ya está bien. Volved al bar. Id a acabaros las bebidas. El vino debe de haberlo vencido al fin».

Hubo un murmullo inquieto, un susurro, un silbido de protestas. La voz de una mujer, Colette, creo. «Sus ojos…».

—Es sólo la bebida —la voz de Tomas era risueña y liviana—. Un viejo como él… Nunca sabe cuándo terminar. —Su risa fue absolutamente convincente y aun así yo sabía que estaba mintiendo—. Fränzl, quédate y ayúdame a llevarlo a casa. Udi, llévate a los demás para adentro.

Tan pronto como los otros hubieron regresado al bar volví a oír la música del piano, una voz femenina elevándose con un nervioso gorjeo entonando la melodía de una canción popular. Solos, Tomas y Hauer empezaron a hablar en tonos rápidos y urgentes.

—«Leibniz, was mu…» —decía Hauer.

Halt’s Maul! —lo cortó Tomas bruscamente. Dirigiéndose al lugar donde me pareció que había caído el cuerpo del anciano, se arrodilló. Oí cómo movía a Gustave, luego le habló con suavidad un par de veces en francés.

—Viejo. Despierta, viejo.

Hauer dijo algo rápido y enfadado en alemán que no conseguí captar. Luego Tomas habló, pausada y claramente, y el tono que empleó, más que las palabras mismas, fue lo que me hizo entender. Lenta y deliberadamente, las palabras eran casi divertidas con su frío desprecio.

Sehr gut, Fränzl —dijo Tomas secamente—. Er ist tot.