Como dije, no ha cambiado gran cosa. Algunas luces más, algunas máquinas, más gente pero sigue siendo la misma Mauvaise Réputation, la misma gente con peinados distintos, las mismas caras. Al entrar allí hoy, casi se puede volver al pasado, con los viejos borrachines y los jóvenes con sus chicas a remolque y por todas partes el olor a cerveza, perfume y cigarrillos.
Estuve allí, ¿sabéis?, cuando llegó el puesto de snacks. Paul y yo nos escondimos en el aparcamiento igual que lo hiciéramos Cassis, Reine y yo la noche del baile. Por supuesto, ahora había coches. Esa noche hacía frío también y estaba lloviendo. Los saúcos y las zarzas han desaparecido y ahora sólo hay asfalto y un muro nuevo por la parte de atrás, donde suelen ir los amantes, o los borrachos a orinar. Estábamos espiando a Dessanges, nuestro Luc, con su rostro afilado y atractivo, pero mientras estaba allí, esperando en la oscuridad, con el nuevo letrero de neón parpadeando contra el pavimento mojado, me pareció haber retrocedido a mis nueve años mientras Tomas entraba en el cuarto interior con una chica en cada brazo… Curiosas bromas que gasta el tiempo. Había una doble fila de motos en el aparcamiento que brillaban por el agua.
Eran las once. De pronto me sentí estúpida, apoyada en la nueva pared de hormigón como una chiquilla tonta espiando a los adultos, la niña de nueve años más vieja del mundo con Paul junto a mí y su viejo perro atado con la misma correa de cuerda de siempre. Estúpidos y vencidos. Dos viejos espiando un bar en la oscuridad. ¿Para qué? Un estallido de música procedente del tocadiscos, nada que pudiese identificar. Incluso los instrumentos me suenan extraños ahora, cosas electrónicas que no precisan de bocas ni de dedos que los toquen. La risa de una chica, aguda y desagradable. Por un momento las puertas se abrieron de par en par y pudimos verlo claramente, una chica en cada brazo. Llevaba puesta una chaqueta de cuero que debía de haberle costado dos mil francos o más en una tienda de París. Las chicas eran sedosas y con las bocas carmesíes y muy jóvenes enfundadas en sus vestidos de tirantes. Sentí un repentino y frío desespero.
—Míranos. —Me di cuenta de que tenía el pelo mojado, los dedos agarrotados como palos—. James Bond y Mata Hari. Anda, vámonos a casa.
Paul me miró a su manera reflexiva como siempre hace. Cualquier otra persona habría pasado por alto la inteligencia en sus ojos, pero yo la vi. En silencio, tomó mi mano entre las suyas. Tenía las manos agradablemente calientes y sentí la hilera de callosidades en las palmas.
—No te des por vencida —dijo.
—No estamos haciendo nada aquí —repliqué encogiéndome de hombros—. Sólo nos estamos poniendo en ridículo. Acéptalo Paul no vamos a conseguir sacarle nada a Dessanges, así que será mejor que nos lo vayamos metiendo en estas tozudas cabezotas nuestras. Quiero decir que…
—No, nunca lo haces. —Su voz era lenta y casi divertida—. Jamás te das por vencida, Framboise. Nunca lo hiciste.
Paciencia. Su paciencia, suficientemente amable y tozuda para esperar toda una vida.
—Eso era entonces —le dije sin mirarlo a los ojos.
—No has cambiado tanto Framboise…
Quizá era verdad. Todavía había algo en mí, algo duro y no necesariamente bueno. Aún lo siento de vez en cuando, algo frío y duro como una piedra en un puño cerrado. Siempre lo tuve, aun en los viejos tiempos, algo mezquino, obstinado y lo suficientemente astuto para mantenerme firme el tiempo que hiciese falta con tal de ganar… Como si de alguna forma la Gran Madre se hubiese metido dentro de mí aquel día y, mientras iba en busca de mi corazón hubiese sido engullida por la boca de mi interior. Un pez fosilizado dentro de un puño de piedra —una vez vi una foto de uno en uno de los libros de dinosaurios de Ricot—, devorándose a sí mismo por su obstinado despecho.
—Quizá debería cambiar —dije quedamente—. Quizá debería…
Creo que por un momento sentí de veras lo que decía. Estaba cansada, ¿comprendéis? Cansada más allá de lo indecible. Habían pasado dos meses y, bien lo sabía Dios, lo habíamos intentado todo. Observábamos a Luc. Intentábamos razonar con él. Ideamos elaboradas fantasías: una bomba debajo de su remolque, un matón de París, la bala perdida de un francotirador desde el puesto de vigilancia. Oh sí, habría podido matarlo. Mi rabia me agotaba pero el miedo me mantenía despierta durante la noche, de manera que mis días eran cristales rotos y me dolía la cabeza lodo el tiempo. Era mucho más que el simple miedo a ser descubierta; después de todo, era la hija de Mirabelle Dartigen. Tenía su espíritu. Me importaba el restaurante pero aunque los Dessanges me arruinasen el negocio, aunque todo el pueblo de Les Laveuses no me dirigiera la palabra nunca más, era capaz de luchar contra eso. No, mi verdadero temor, no revelado a Paul y oculto casi hasta para mí misma, era algo más oscuro, más complejo. Acechaba desde las profundidades de mi mente como la Gran Madre en un lecho viscoso, y rezaba por que ningún cebo la tentara a subir a la superficie.
Había recibido dos cartas más; una de Yannick y la otra dirigida a mí con la letra de Laure. Leí la primera con desasosiego creciente. En ella, Yannick adoptaba un tono quejumbroso y zalamero: estaba pasando una racha muy mala. Laure no lo comprendía, aseguraba; constantemente utilizaba su dependencia económica como un arma en su contra. Llevaban tres años intentando tener hijos sin éxito; ella lo culpaba también de eso y había llegado a mencionar el divorcio.
Según Yannick, el préstamo del álbum de mi madre cambiaría todo eso. Lo que Laure necesitaba era algo en lo que ocupar su mente; un proyecto nuevo. Su carrera necesitaba un empujón. Yannick estaba seguro de que yo no sería tan despiadada como para negarme…
Quemé la segunda carta sin abrirla. Quizá fue por el recuerdo de las cartas lacónicas y objetivas de Noisette que me llegaban desde Canadá, pero el caso es que las confidencias de mi sobrino me parecieron penosas y violentas. No quería saber nada más. Impertérritos, Paul y yo nos preparamos para el asedio final.
Era nuestra última esperanza. No sabía exactamente qué era lo que esperábamos y si no sería pura obstinación la que nos mantenía en pie. Quizá todavía necesitaba ganar, al igual que aquel último verano en Les Laveuses. Quizás era el espíritu duro e irrazonable de mi madre en mí, negándose a ser derrotado. Si cedo ahora, su sacrificio habrá sido inútil. Estaba luchando por nosotras dos y pensé que hasta mi madre se habría sentido orgullosa.
Jamás habría imaginado que Paul demostraría ser un ayudante tan valioso. Observar el café había sido idea suya; también fue él quien descubrió la dirección de los Dessanges en la parte trasera del puesto de snacks. En aquellos meses me había acostumbrado a contar mucho con Paul y a confiar en su juicio. A menudo hacíamos guardia juntos, con una manta arropándonos los pies si las noches eran frías, una cafetera y un par de vasos de Cointreau entre los dos. Se hacía indispensable en pequeños detalles. Pelaba las verduras para la cena. Traía leña y limpiaba el pescado. A pesar de que escaseaban las visitas a Crêpe Framboise —dejé de abrir entre semana e incluso los fines de semana; la presencia del puesto de snacks desanimaba a todos salvo a los clientes más resueltos— él seguía haciendo guardia en el restaurante, fregaba los platos, barría el suelo. Y casi siempre en silencio, el silencio confortable de una larga intimidad, el sencillo silencio de la amistad.
—No cambies —dijo por fin.
Me había dado la vuelta para irme pero él me mantuvo cogida la mano y no pude soltarme. Veía las gotas de lluvia brillando en su boina y en el bigote.
—Creo que quizá haya dado con algo —anunció Paul.
—¿Qué? —Mi voz era áspera por el cansancio. Lo único que quería era tumbarme y dormir—. Por el amor de Dios, ¿qué hay ahora?
—Quizá no sea nada —dijo con cuidado, con la lentitud que me hacía querer gritar de frustración—. Espera aquí. Sólo quiero… ya sabes… comprobar una cosa.
—¿Cómo? ¿Aquí? —le espeté casi gritando—. Paul espera un…
Pero ya se había marchado, moviéndose con la rapidez y el sigilo de un cazador furtivo en dirección al bodegón. Otro segundo y había desaparecido.
—¡Paul! —mascullé furiosa—. ¡Paul! ¡No creas que me voy a quedar aquí afuera esperándote! ¡Maldito seas, Paul!
Pero lo hice. Mientras la lluvia empapaba el cuello de mi abrigo bueno de otoño, reptando lentamente por el pelo y haciendo gotear fríos regueros entre mis pechos, tuve mucho tiempo para darme cuenta de que en realidad y después de todo no había cambiado mucho.