El café de La Mauvaise Réputation, «La Rép», para sus clientes habituales; suelo de madera, una barra con un viejo piano a su lado. Naturalmente, ahora le faltan la mitad de las teclas y hay un plantador de geranios donde solía estar lo principal, una hilera de botellas —por aquel entonces no había sifones—, y los vasos colgando de ganchos debajo y alrededor del bar. Hoy el letrero ha sido reemplazado por una cosa de neón azul y hay máquinas y un tocadiscos automático, pero entonces no había nada más que un piano y algunas mesas que podían retirarse contra la pared si a alguien le entraban ganas de bailar.
Raphaël sabía tocar el piano cuando quería y a veces había alguien —una de las mujeres, Colette Gaudin o Agnès Petit— que cantaba. Nadie tenía tocadiscos en aquella época y la radio estaba prohibida, pero se decía que el café era un lugar animado por las noches y en ocasiones, cuando el viento soplaba en la dirección correcta, nos llegaba el murmullo de la música a través de los campos. Allí, Julien Lecoz perdió sus tierras del sur en una partida de cartas —se rumoreó que había apostado hasta a su mujer pero no hubo nadie que aceptara la apuesta— y era el segundo hogar de los borrachos locales que se sentaban en la terraza a fumar o a jugar a la petanca junto a la escalera. El padre de Paul frecuentaba el lugar, demasiado, para desagrado de su madre, y aunque nunca lo vi borracho tampoco estaba nunca totalmente sobrio; sonreía vagamente a los transeúntes y mostraba su dentadura grande y amarillenta. Era un lugar que nunca pisábamos. Éramos criaturas territoriales y contemplábamos ciertos lugares como si fuesen de nuestra propiedad, los otros pertenecían al pueblo, a los adultos, lugares de misterio o indiferencia, la iglesia, la estafeta de correos donde Michelle Hourias distribuía las cartas y chismorreaba apoyado en el mostrador, la pequeña escuela donde habíamos pasado nuestros primeros años pero que ahora estaba cerrada.
La Mauvaise Réputation.
Nos manteníamos alejados de allí, en parte porque nuestra madre nos lo decía. Sentía un odio especial por la embriaguez, la suciedad y la vida alegre y el lugar era un compendio de todo aquello. Aunque no iba nunca a la iglesia, tenía una visión de la vida casi puritana, creía en el trabajo duro, en una casa limpia, en niños educados y con buenos modales. Cuando pasaba delante del lugar lo hacía inclinando la cabeza a modo de protección, con un mantón sobre su exiguo pecho, la boca fruncida en una fina línea ante el ruido de la música y las risas procedentes del interior. Resultaba extraño que una mujer así —una mujer tan auto controlada y con tal devoción por el orden— hubiese acabado víctima de la drogadicción.
«Como el reloj —escribe en su álbum—, estoy dividida. Cuando sale la luna ya no soy yo misma». Se iba a su habitación para que no pudiésemos ver su transformación.
Fue una sorpresa para mí descubrir, después de leer los pasajes secretos, que iba regularmente a La Mauvaise Réputation. Una vez por semana, cuando no más, iba allí después de anochecer, en secreto, odiando cada instante y odiándose a sí misma por su necesidad. No bebía, no. ¿Por qué iba a hacerlo, teniendo como teníamos en la bodega docenas de botellas de sidra o prunelle o incluso de calvados de su Bretaña nativa? La embriaguez, nos dijo en un extraño momento de confianza, es un pecado contra la fruta, el árbol, el vino mismo. Es un escándalo, un abuso, como una violación lo es del acto del amor. Entonces se sonrojó, volviéndose bruscamente —«¡Reine-Claude, el aceite y un poco de albahaca, rápido!»— pero aquel pensamiento no me abandonó. El vino, destilado y criado de un brote hasta el fruto y luego a lo largo de todo el proceso que lo hace ser como es, se merece algo mejor que ser engullido por un borrachín con la cabeza llena de pájaros. Merece reverencia. Alegría. Gentileza.
Sí, mi madre entendía bien el vino. Entendía el proceso de dulcificación, la fermentación, la cocción y maduración de la vida en la botella, el oscurecimiento, la lenta transformación, el nacimiento de una nueva cosecha en una mezcla de aromas como el abanico de papeles floreados de un prestidigitador. Si hubiese tenido tiempo y paciencia suficientes para nosotros… Un niño no es como un árbol. Se dio cuenta demasiado tarde. No existe ninguna receta para hacer que un niño se convierta en un adulto dulce y seguro. Debería haberlo sabido.
Naturalmente todavía se siguen vendiendo drogas en La Mauvaise Réputation. Hasta yo sé eso y no soy tan vieja para no reconocer el olor dulzón y chillón de la marihuana entre el vaho de la cerveza y las frituras. Dios sabe que lo percibí infinitas veces desde el otro lado de la carretera procedente del puesto de snacks —tengo nariz aunque ese idiota de Ramondin carezca de ella—, y el aire se tornaba pajizo por el humo algunas de las noches que venían los motoristas. Drogas recreativas, las llaman hoy en día, y les ponen nombres caprichosos. En aquellos días no había nada de eso en Les Laveuses. Aún faltaba una década para que llegaran los clubes de jazz de St. Germain-des-Prés, y, además, nunca llegaron a alcanzarnos, ni siquiera en los sesenta. No, mi madre iba a La Mauvaise Réputation por necesidad, por simple necesidad, porque allí se llevaba a cabo la mayor parte de los intercambios. Mercado negro, ropa y calzado y cosas menos inocuas como cuchillos, pistolas, munición… Todo tenía un lugar en La Rép, cigarrillos y brandy, fotografías de mujeres desnudas, medias de nailon y ropa interior de encaje para Colette y Agnès que llevaban el pelo suelto y se coloreaban las mejillas de un tono bermejo pasado de moda, de manera que parecían muñecas holandesas, una mancha carmesí en cada mejilla y un capullo redondeado en los labios como Lillian Gish.
Al fondo, las sociedades secretas, los comunistas, los descontentos, los héroes en ciernes hacían sus planes. En el bar los parlanchines daban audiencias e intercambiaban pequeños paquetes o hablaban en susurros y brindaban por futuras empresas. En el bosque, algunos se embadurnaban la cara con hollín y se dirigían a encuentros secretos en Angers, desafiando el toque de queda. A veces —muy de cuando en cuando— nos llegaba el ruido de disparos desde el otro lado del río.
Cómo debía de odiarlo madre.
Pero allí conseguía sus pastillas. Lo escribió en el álbum: pastillas para la migraña, morfina del hospital, de tres en tres al principio, luego seis, diez, doce, veinte. Sus proveedores variaban. Al principio era Philippe Hourias. Julien Lecoz conocía a alguien, un trabajador voluntario. Agnès Petit tenía un primo, un amigo de un amigo en París… A Guilherm Ramondin, el de la pierna de madera, se le podía convencer para que le cediese algo de su medicación a cambio de vino o de dinero. Pequeños paquetes, un par de tabletas en un papel liado, una ampolla y una jeringa, un frasco de pastillas. Cualquier cosa que tuviese una base de morfina. Por supuesto no había manera de conseguir nada a través del médico. El más cercano vivía en Angers y todas las provisiones estaban destinadas para atender a nuestros soldados. Después de que sus propias provisiones se agotaran, gorroneó, vendió, canjeó. Lo anotó todo en su álbum.
Dos de marzo de 1942 Guilherm Ramondin. Cuatro tabletas de morfina a cambio de doce huevos.
Dieciséis de marzo de 1942 Françoise Petit. Tres tabletas de morfina a cambio de una botella de calvados.
Vendió sus joyas en Angers el collar de perlas que lucía en la fotografía de su boda, sus anillos, los pendientes de diamantes que había heredado de su madre. Era ingeniosa a su manera. Casi tanto como Tomas, aunque siempre era justa en los tratos. Se las iba arreglando con un poco de ingenuidad.
Luego llegaron los alemanes.
Al principio uno o dos. Algunos en uniforme, otros no. El bar se quedaba en silencio cuando entraban, pero ellos compensaban con su alborozo, sus risas, las rondas que bebían de pie, tambaleantes, dirigiéndoles algunas sonrisas a Colette o Agnès y un puñado de monedas tiradas descuidadamente sobre el mostrador a la hora de cerrar. A veces traían mujeres consigo. Nunca las reconocíamos, chicas de la ciudad con boas de pieles, medias de nailon y vestidos atrevidos, con el cabello recogido imitando a las artistas de cine, brillante por las agujas y los pasadores, con las cejas depiladas y los labios pintados de un rojo intenso, los dientes blancos y las manos de largos dedos sosteniendo con languidez una copa de vino. Sólo iban por las noches. Sólo acompañadas de los alemanes, en el asiento trasero de sus motos, chillando con estridente placer mientras se adentraban velozmente en la noche con el cabello flotando. Cuatro mujeres. Cuatro alemanes. De cuando en cuando las mujeres cambiaban, pero los alemanes eran los mismos.
Escribe sobre ellos en el álbum, su primera impresión.
Asquerosos boches y sus putas. Me miraron de arriba abajo, yo con el guardapolvos, y se sonreían por lo bajo. Me habría gustado matarlos. Les miré mientras me miraban y me sentí vieja y fea. Uno de ellos tiene ojos amables. La chica que lo acompañaba lo aburría, lo pude ver. Una chica chabacana y estúpida, con la costura de las medias pintada con un rotulador brillante. Casi sentí lástima por ella. Pero él me dirigió una sonrisa. Tuve que morderme la lengua para no sonreírle también.
Por supuesto no tengo ninguna prueba de que se refiera a Tomas. Pudo ser cualquiera por lo que dice en esas pocas líneas. No hay ninguna descripción, nada que pueda sugerir que fuera él y aun así, de algún modo, estoy segura de que lo era. Sólo Tomas podía hacerle sentirse así. Sólo Tomas podía hacerme sentir así.
Todo está en el álbum. Podéis leerlo si así lo deseáis, si sabéis dónde buscar. No hay ninguna secuencia de los hechos. Aparte de los detalles de sus transacciones secretas apenas si contiene ninguna fecha. Pero madre es meticulosa a su manera. Describía La Rép como era, con tal precisión, que ahora, años después aún siento un nudo en la garganta. El ruido, la música, el humo, la cerveza, las voces que se alzaban en risas o las peleas de borrachos. No me extraña que no nos dejara acercarnos a aquel lugar. Se avergonzaba demasiado de su propia relación con él y le preocupaba lo que pudiésemos aprender de la gente que lo frecuentaba.
La noche que nos deslizamos furtivamente hasta allí, íbamos a sufrir una decepción. Habíamos imaginado una guarida secreta de vicios de adultos. Esperábamos ver bailarinas desnudas, mujeres con rubíes en el ombligo y el cabello suelto hasta la cintura. Cassis, aparentando aún indiferencia, se había imaginado peleas con la Resistencia, guerrilleros vestidos de negro con los ojos endurecidos bajo el camuflaje de la noche. Reinette se había imaginado a sí misma, maquillada y encremada, con una estola de piel cubriéndole los hombros, dando sorbitos a un martini. Pero aquella noche, atisbando entre las ventanas lóbregas, parecía no haber nada de interés. Sólo algunos viejos sentados a las mesas, una tabla de backgammon, una baraja de cartas, el viejo piano y Agnès Petit con su blusa de seda de paracaídas desabrochada hasta el tercer botón, reclinándose sobre él y cantando… Todavía era temprano. Tomas aún no había llegado.
Nueve de mayo. Un soldado alemán (bávaro). 12 tabletas con un alto contenido en morfina a cambio de un pollo, un saco de azúcar y una loncha de tocino. Veinticinco de mayo. Soldado alemán (cuello ancho). 16 tabletas con un alto contenido en morfina a cambio de una botella de calvados, un saco de harina, un paquete de café, seis tarros de conservas. —Por fin, la última entrada, la fecha deliberadamente vaga—: Septiembre. T. L. Una botella con treinta tabletas de morfina.
Por primera vez se olvida de apuntar su contribución al intercambio. Quizá fuese sólo descuido, la letra es apenas legible, garabateada con precipitación. Quizá esa vez pagara más de lo que se atrevía a anotar. ¿Cuál era el precio? Treinta tabletas debían parecer un premio de riquezas casi inimaginables. No había necesidad de regresar a La Rép durante un tiempo. No tendría que hacer negocios con patanes como Julien Lécoz. Se me ocurrió que debió de pagar mucho por la escasa paz mental que aquellas treinta tabletas le proporcionaban. ¿Qué fue exactamente lo que pagó por su paz mental? ¿Información? ¿Otra cosa?
Esperamos en lo que habría de convertirse en un aparcamiento. En aquellos días no era más que una zona para basuras, donde estaban los bidones y donde se servían algunas de las entregas: barriles de cerveza u otras mercancías de índole más ilícita. Había un muro por detrás del edificio que desaparecía en una maraña de saúcos y zarzas. La puerta trasera estaba abierta, incluso en pleno octubre hacía un calor sofocante, y la fulgurante luz ambarina se desparramaba por el suelo del bar. Estábamos sentados sobre el muro, listos para saltar al otro lado si alguien se acercaba demasiado, y esperábamos.