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Paul y yo íbamos leyendo el álbum poco a poco durante aquellas largas noches. Yo descifraba el código mientras él escribía y anotaba las referencias en pequeñas tarjetas para intentar ordenar los acontecimientos en secuencias. Jamás hacía comentarios, ni siquiera cuando yo me saltaba algunos pasajes sin explicarle el porqué. Cubríamos una media de dos o tres páginas por noche, no era gran cosa, pero cuando llegó octubre ya habíamos leído casi la mitad del álbum. Por alguna razón parecía una tarea menos ardua que cuando lo había intentado yo sola y, a menudo, permanecíamos sentados hasta bien entrada la noche recordando los viejos tiempos en el puesto de vigilancia y los rituales en las piedras alzadas: los buenos tiempos antes de que apareciera Tomas. En un par de ocasiones estuve casi a punto de contarle la verdad pero siempre me contuve a tiempo.

No. Paul no debía saberlo.

El álbum de mi madre sólo era una historia que a él le resultaba parcialmente familiar. Pero la historia de detrás del álbum… Lo miré mientras estábamos sentados juntos, la botella de Cointreau entre los dos y, detrás, una cafetera de cobre humeando en el hornillo. La luz rojiza del fuego le iluminaba el rostro y perfilaba su viejo y amarillento bigote en llamas. Me sorprendió mirándole —parece que es algo que hace cada vez con más frecuencia— y sonrió.

No fue tanto la sonrisa como lo que había detrás de ella —una mirada, una especie de mirada irónica y escrutadora— lo que hizo que el corazón me latiera más deprisa y que el rostro se me encendiera por algo más que el calor del fuego. Si se lo dijera, pensé entre mí, esa mirada desaparecería de su rostro. No podía decírselo. Jamás.