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—¡Ey, backfisch, casi se me olvidaba! —Dándose la vuelta me la lanzó despreocupadamente como si fuese un muchacho que está pasando una pelota, para ver si yo la cogía. Él era así, hacía ver que se le había olvidado, se burlaba de mí, se arriesgaba a que el premio fuese a parar al Loira enlodado si yo era lenta o patosa—. Tu favorita.

La cogí con facilidad, con la mano izquierda. Sonreí.

—Dile a los otros que vengan a La Mauvaise Réputation esta noche —me hizo un guiño, los ojos verdes le brillaban maliciosos como los de un gato—. Puede que haya diversión.

Naturalmente, madre jamás nos habría permitido salir por la noche. A pesar de que el toque de queda no solía aplicarse en los pueblos pequeños y remotos como el nuestro, existían otros peligros. La noche ocultaba más correrías ilícitas de las que podíamos imaginarnos, y por entonces a un grupo de alemanes sin uniforme les había dado por frecuentar el café para tomar algo. Al parecer les gustaba salir de Angers, lejos de la mirada recelosa de las SS. En nuestros encuentros, Tomas solía aludir a esto y a veces yo oía el ruido de motos en la carretera distante y me lo imaginaba a él yendo a casa. Su imagen se me aparecía con nitidez en la mente, el pelo hacia atrás a causa del viento, la luz de la luna iluminándole el rostro y la fría y blanquecina extensión del Loira. Por supuesto, el conductor de la motocicleta podía ser cualquiera. Pero yo siempre pensaba en Tomas.

Aquel día, sin embargo, era distinto. Envalentonada quizá por el tiempo secreto que habíamos pasado juntos, todo me parecía posible. Colgándose la chaqueta del uniforme sobre los hombros, Tomas me saludó indolente mientras se iba, levantando una nube del polvo amarillento del Loira con las ruedas y de pronto mi corazón se ensanchó de manera insoportable. La pérdida me inundó como un baño de agua fría y caliente y eché a correr detrás de él, probando el polvo, haciendo señas con los brazos, incluso mucho después de que su moto hubiese desaparecido por la carretera de Angers y las lágrimas empezaron a cavar surcos rosados en la máscara polvorienta de mi rostro.

No era suficiente.

Había tenido mi día, mi día perfecto y aun así, mi corazón hervía de rabia e insatisfacción. Estudié el sol para saber la hora. Cuatro horas. Un tiempo imposible, toda una tarde y aun así no era suficiente. Quería más. Más. El descubrimiento de aquel nuevo apetito en mi interior hizo que me mordiese el labio en señal de desesperación; el recuerdo del breve contacto entre los dos me quemaba la mano como una brasa. Varias veces me llevé la palma a los labios y besé la quemadura que su piel había dejado. Evoqué sus palabras como si fuesen poesía. Reviví todos y cada uno de aquellos preciosos instantes con incredulidad creciente, como en los días de invierno al recordar el verano. Pero era un apetito que ninguna dosis de comida podía satisfacer. Quería verlo de nuevo, aquel día, en aquel mismo instante. Me venían a la cabeza locos pensamientos de los dos huyendo juntos, viviendo en el bosque lejos de la gente; pensamientos de mí misma construyendo una cabaña en un árbol para él y de los dos alimentándonos de setas, fresas silvestres y castañas hasta que la guerra terminase…

Me hallaron en el puesto de vigilancia, con la naranja en una mano, tumbada de espaldas y mirando la cúpula otoñal.

—O-os di-di-je que es-estaría aquí —anunció Paul (siempre tartamudeaba mucho en presencia de Reine)—. La vi ca-ca-caminando hacia el bo-bosque mientras pe-pe-pescaba.

Parecía tímido y violento junto a Cassis, consciente de su mono azul desaliñado (hecho de uno de los monos de su tío) y los pies sin calcetines en los zuecos de madera. Su viejo perro, Malabar, estaba con él, atado a un trozo de cuerda verde de jardinería. Cassis y Reine llevaban puestas sus ropas de colegio y ella llevaba el pelo recogido con un lazo de seda amarillo. Siempre me preguntaba por qué Paul iba tan mal vestido teniendo una madre costurera.

—¿Estás bien? —La voz de Cassis sonaba brusca por la ansiedad—. Al ver que no volvías a casa pensé… —Le dirigió a Paul una mirada rápida y sombría y luego otra de advertencia hacia mí—. Sabes quién no ha estado aquí, ¿no? —musitó, deseando claramente que Paul se fuese.

Asentí. Cassis hizo un gesto de disgusto.

—¿Qué te tengo dicho? —dijo en voz baja y furiosa—. ¿Qué te tengo dicho de no estar a solas con…? —Otra mirada a Paul—. Bueno, será mejor que nos vayamos a casa ahora —dijo subiendo el tono—. Madre empezará a preocuparse, está preparando pavé. Será mejor que te des prisa y…

Pero Paul estaba mirando la naranja que yo sostenía en la mano.

—Has has con-conseguido otra —dijo con aquella curiosa y pausada forma suya.

Cassis me dirigió una mirada de disgusto.

—¿Por qué no se te habrá ocurrido esconderla, estúpida? Ahora tendremos que compartirla con él.

Dudé. Compartir no entraba dentro de mis planes. Necesitaba la naranja para aquella noche. Y aun así, podía ver que Paul seguía sintiendo curiosidad. Estaba dispuesto a hablar.

—Te daré un poco si no dices nada —le dije por fin.

—¿De dónde la has sacado?

—La canjeé en el mercado por un poco de azúcar y seda de paracaídas —dije con facilidad sospechosa—. Madre no lo sabe.

Paul asintió, luego miró tímidamente a Reine.

—Podríamos compartirla ahora —dijo cautelosamente—. Tengo una navaja.

—Dámela —le ordené.

—Yo lo haré —dijo Cassis al instante.

—No, es mía —repliqué—. Déjame a mí.

Estaba pensando aceleradamente. Naturalmente podría arreglármelas para guardar parte de la piel de naranja, pero no quería que Cassis sospechase.

Me volví de espaldas a ellos para partir la naranja, con cuidado para evitar cortarme la mano. Dividirla en cuartos habría sido fácil: cortar por el centro y luego volver a dividirla en dos, pero en esta ocasión necesitaba una parte extra que fuese lo bastante grande para satisfacer mi propósito pero lo bastante insignificante para que no se notase, un trozo que pudiese deslizarme en el bolsillo para utilizarlo luego… Mientras estaba partiendo la naranja noté que el regalo de Tomas era una naranja de Sevilla, una sanguina, y por un breve instante me quedé paralizada ante el jugo encarnado que goteaba entre mis dedos.

—Date prisa, torpe —dijo Cassis impaciente—. ¿Cuánto tiempo necesitas para cortar una naranja a cuartos?

—Lo estoy intentando —repliqué—. La piel es muy dura.

—De-déjame a mí —Paul hizo ademán de acercarse a mí y por un segundo estuve segura de que me había visto, el quinto cuarto, no más grande que una raja, antes de que lo deslizara bajo la manga y fuera de la vista.

—Ya está —anuncié—. Ya lo he hecho.

Las partes eran desiguales. Lo había hecho lo mejor que había podido, pero aún había un cuarto que era perceptiblemente más grande que el resto y otro que era muy pequeño. Yo tomé el pequeño y me di cuenta de que Paul le dio el más grande a Reine.

Cassis miró con repugnancia.

—Te dije que me dejaras hacerlo a mí —se quejó—. El mío no es un cuarto decente. Eres muy torpe, Boise.

Chupé mi trozo de naranja en silencio. Al cabo de un rato Cassis paró de refunfuñar y se comió el suyo. Vi que Paul me observaba con una expresión extraña pero no dijo nada.

Lanzamos al río las pieles. Yo me las compuse para guardar un trozo de piel en la boca pero el resto lo tiré, incómodamente consciente de los ojos de Cassis puestos en mí, y sentí cierto alivio al ver que se relajaba un poco. Me pregunté qué habría sospechado. Deslicé el trozo de piel mordida al bolsillo junto con el ilícito quinto cuarto, complacida conmigo misma.

Esperaba que bastase con eso.

Les enseñé a los otros cómo lavarse las manos y la boca con menta e hinojo y cómo restregarse las uñas con barro para ocultar el color de la naranja; luego regresamos a casa campo a través, donde madre, cantando de forma monótona para sí, estaba preparando la cena.

Se rehoga la cebolla y las cebolletas en aceite de oliva con un poco de romero fresco, las setas y un puerro pequeño. Se añade un puñado de tomates secos, perejil y tomillo. Se cortan cuatro anchoas a lo largo y se ponen en la sartén unos cinco minutos.

—Boise, trae algunas anchoas del barril. Cuatro de las grandes.

Fui a la bodega con un plato y las pinzas de madera para que la sal no me agrietara la piel de las palmas. Saqué el pescado, luego la bolsa de naranja dentro de su tarro protector. Añadí a ella el nuevo trozo de naranja estrujando el aceite y el jugo para reavivar la vieja piel, luego corté el resto con mi navaja y lo até dentro de la bolsita. En seguida el aroma se hizo penetrante. Volví a poner la bolsita en el tarro, limpié el cristal de sal y lo metí en el bolsillo de mi delantal para que no se desperdiciara más del preciado aroma. Me froté fugazmente las palmas contra el pescado salado para engañar a madre.

Se agrega una copita de vino blanco y las patatas sancochadas y harinosas. Se añaden sobras de comida —unas tiras de tocino, sobras de pescado o carne— y una cucharada de aceite. Se deja cocer a fuego lento durante diez minutos sin remover ni levantar la tapa.

Podía oírla canturreando para sí en la cocina. Tenía una voz monótona y un tanto áspera, que se alzaba y decaía a intervalos.

Se añade el mijo crudo y colado —humm— y se retira del fuego. Se deja tapado durante —humm— diez minutos sin remover o —humm— hasta que se haya embebido el caldo. Se pone en un plato llano —humm— se pincela con aceite y se deja cocer hasta que se tueste.

Con un ojo en lo que estaba sucediendo en la cocina puse por última vez la bolsita de naranja debajo del tubo de la calefacción.

Esperé.

Durante un rato pareció que no iba a funcionar. Madre seguía en la cocina, murmurando para sí de aquella forma átona y obstinada. Además del pavé había un pastel oscurecido con bayas y cuencos con ensalada y tomates. Parecía casi una cena de celebración, aunque no tenía ni idea de qué era lo que celebrábamos. Madre era así a veces; en sus días buenos había un banquete, en los malos teníamos que apañárnoslas con crêpes frías y trozos de rillettes. Hoy tenía un aspecto casi espiritual, con el cabello cayéndole en zarcillos de su habitual estilo recogido severamente hacia atrás, el rostro húmedo y sonrosado por el calor del fuego. Había una cualidad casi febril en ella, en su forma de hablarnos, el rápido y contenido abrazo que le dio a Reine al entrar, una rareza casi tan inusual como sus escasos episodios de violencia, el tono de su voz, la forma de mover las manos en el cuenco, en la tabla de cortar, con la rápida y nerviosa oscilación de los dedos.

Sin pastillas.

Una arruga entre los ojos, arrugas alrededor de la boca, su sonrisa tensa y forzada. Me miró cuando le di las anchoas y me sonrió con una dulzura peculiar, una sonrisa que un mes antes, un día antes, incluso podría haber enternecido mi corazón.

—Boise.

Pensé en Tomas sentado en la orilla del río. Pensé en la cosa que había visto, la resbaladiza y monstruosa belleza de su flanco contra el agua. Deseo. Deseo. Que él esté allí esta noche, me dije a mí misma, en La Mauvaise Réputation. Con la chaqueta colgada descuidadamente del respaldo de la silla. Me imaginé a mí misma, transformada repentinamente en una belleza como las artistas de cine, refinada con un vestido de seda ondeando detrás de mí, todo el mundo observándome. Deseo. Deseo. Si hubiera tenido la caña a mano…

Mi madre me observaba con una expresión de vulnerabilidad extraña, casi embarazosa.

—¿Boise? —repitió—. ¿Te encuentras bien? ¿Estás enferma?

Negué con la cabeza en silencio. La oleada de odio que me invadió fue como un latigazo, una revelación. Deseo… Deseo… Puse un gesto hosco. Tomas, sólo tú. Para siempre.

—Tengo que ir a comprobar mis trampas —anuncié con voz apagada—. No tardaré mucho.

—¡Boise! —la oí llamarme, pero no hice caso. Corrí hasta el río, comprobé todas las trampas dos veces, segura de que aquella ocasión, aquella ocasión, cuando tanto necesitaba el deseo… Todas vacías. Volví a lanzar al río los peces pequeños: percas, gobios, anguilas de hocicos pequeños y aplastados con una rabia repentina y punzante.

—¿Dónde estás? —escruté el agua silenciosa—. ¿Dónde estás, vieja y astuta zorra?

Debajo de mis pies el Loira sombrío fluía inmóvil, pardo y burlón. Deseo. Deseo. Cogí una piedra de la orilla y la arrojé tan lejos como pude, haciéndome daño en el hombro.

—¿Dónde estás? ¿Dónde te escondes? —mi voz sonaba ronca y estridente como la de mi madre. El aire estaba crispado con mi furia—. Sal de ahí y déjame verte. ¡Atrévete! ¡Atrévete!

Nada. Nada salvo el río serpenteante y pardusco y los bancos de arena medio sumergidos en la luz crepuscular. Sentía la garganta tosca y rasposa. Las lágrimas se agolpaban en el borde de mis ojos como avispas.

—Sé que puedes oírme —le dije en voz baja—. Sé que estás ahí.

El río parecía darme la razón. Podía percibir los sedosos sonidos del agua contra la orilla a mis pies.

—Sé que estás ahí —repetí, casi acariciante. Ahora parecía que todo me estaba escuchando, los árboles con las hojas cambiando de color, el agua, la abrasada hierba otoñal.

—Sabes lo que deseo ¿verdad? —De nuevo aquella voz que parecía pertenecer a otra persona, una voz adulta y seductora—. Lo sabes.

Entonces pensé en Jeannette Gaudin y en la serpiente de agua, en los largos cuerpos de color marrón colgados en las piedras alzadas y la sensación que había tenido, ya a principio de aquel verano hace un millón de años, la convicción… Era una abominación. Un monstruo. Nadie podía pactar con un monstruo.

Deseo. Deseo.

Me pregunté si Jeannette había estado allí, de pie donde estaba yo ahora, descalza y mirando el agua. ¿Qué deseó ella? ¿Un vestido nuevo? ¿Una muñeca para jugar? ¿Otra cosa?

Una cruz blanca. «Querida hija». De pronto no me pareció algo tan terrible estar muerta y ser querida, un ángel de escayola en la cabeza y silencio…

Deseo. Deseo.

—Te devolvería al agua —le susurré furtivamente—. Sabes que lo haría.

Por un instante me pareció ver algo. Un lomo erizado en el agua, un algo resplandeciente y silencioso como una mina, todo dientes y metal. Pero era sólo mi imaginación.

—Lo haría —repetí suavemente—. Te devolvería al agua.

Pero aun en el caso de que realmente hubiera estado allí, ahora no estaba. Junto a mí una rana croó repentina y absurdamente. Hacía más frío. Me volví y regresé por los mismos campos donde había venido, cogiendo algunas espigas de trigo como excusa por mi tardanza.

Al cabo de un rato empecé a oler el pavé y apresuré el paso.