Limpia y destripa las anchoas y sálalas por dentro y por fuera. Rellénalas generosamente con sal gema y ramitas de salicor. Ponlas en un barril con la cabeza apuntando hacia arriba, y ve echándole capas de sal hasta cubrirlas por completo.
Otra afectación. Al abrir el barril estarían allí, de pie, erguidas sobre sus colas en la sal reluciente y grisácea, mirando fijamente con su muda llamada de pez. Saca las que necesites para prepararlas ese mismo día y vuelve a poner el resto en su lugar, añadiendo más sal y salicor. En la penumbra de la bodega parecen desesperadas, como niños ahogándose en un pozo.
Corta de raíz este pensamiento como si fuese el tallo de una flor.
Mi madre escribe en tinta azul, la letra pulida y ligeramente sesgada. Debajo añade algo más, en una letra un poco más descuidada, pero está en blini enverlini, un exótico garabato con un lápiz de color rojo brillante como si fuese una barra de labios: nisi nisallitsapi.
Sin pastillas.
Las tenía desde que estallara la guerra; las había racionado con sumo cuidado al principio, a razón de una por mes o menos; luego con menor prudencia a medida que iba avanzando aquel extraño verano y estaba oliendo a naranjas continuamente.
Y hace todo lo que puede para ayudar —escribe con estilo desigual—, nos da un cierto respiro a ambos. Consigue las pastillas en La Rép de un hombre a quien conoce Hourias. Otros consuelos también. Me supongo. Ya me cuidaré bien de preguntárselo. Al fin y al cabo, no es de piedra. No es como yo. Intento no darle importancia. No tiene sentido hacerlo. Es discreto. Debería estarle agradecida. Me cuida a su manera, pero no sirve de nada. Estamos divididos. Él vive en la luz. El mero pensamiento de mi sufrimiento lo deja consternado. Lo sé y aun así lo odio por ser lo que es.
Luego, más adelante, después de la muerte de mi padre:
Sin pastillas. El alemán dice que puede conseguirme algunas pero no viene. Es una locura. Vendería a mis hijos por una noche de descanso.
Esta última entrada, en contra de lo acostumbrado, está fechada. Así es como lo sé. Era muy celosa con las pastillas, y escondía la botella en su habitación, en el fondo de un cajón. A veces sacaba la botella y la abocaba. Era de vidrio, de color caoba, la etiqueta aún traslucía algunas palabras en alemán, apenas legibles.
Sin pastillas.
Fue la noche del baile, la noche de la última naranja.