13

Aquel mes nuestra madre arbitraria e imprevisible dispuso de una nueva gama de caprichos. Un día alegre, tarareando para sí en el huerto mientras supervisaba la última parte de la recolección, al siguiente echándonos la bronca cada vez que nos acercábamos a ella. Hubo regalos inesperados: terrones de azúcar, una valiosa jícara de chocolate, una blusa para Reine hecha con la famosa tela de paracaídas de Madame Petit y con pequeños botones de perlas. También debió de hacerla en secreto, como el vestido del corpiño, pues no la vi cortando la tela ni probándosela ni siquiera una sola vez, pero era bonita. Como solía ser costumbre, ni una sola palabra acompañaba el regalo, simplemente un gesto, un silencio brusco durante el cual toda manifestación de agradecimiento hubiera resultado impropia.

«Está muy guapa —escribió en el álbum—. Ya es casi una mujer, con los ojos de su padre. Si no estuviese muerto casi me sentiría celosa. Quizá Boise lo note, con su simpática carita de rana, como la mía. Ya encontraré algo para complacerla. No es demasiado tarde».

Si hubiese dicho algo en vez de anotarlo todo en aquella caligrafía diminuta y jeroglífica suya… Tal y como sucedió, aquellos pequeños actos de generosidad (si eso es lo que eran) conseguían irritarme aún más si cabe y me sorprendía a mí misma maquinando nuevas formas de herirla, como había sucedido en aquella ocasión en la cocina.

No me disculpo. Quería herirla. El viejo cliché es cierto; los niños son crueles. Cuando cortan, llegan al hueso con una intención más certera que la de los adultos y nosotros éramos pequeñas fieras, sin piedad cuando percibíamos debilidad. Aquel momento de acercamiento en la cocina había sido fatal para ella y quizá lo sabía, pero era demasiado tarde. Había percibido debilidad en ella y desde aquel momento fui implacable. Dentro de mí, mi soledad abría una boca insaciable, dando paso a galerías más profundas y más oscuras en mi corazón y, aunque también había momentos en los que la quería con dolorosa y punzante desesperación, desterraba tales pensamientos con recuerdos de su ausencia, su frialdad y su rabia. Mi lógica era maravillosamente absurda; haría que se arrepintiese, me dije. Conseguiría que me odiase.

Soñaba a menudo con Jeannette Gaudin, con su blanca lápida con un ángel, lirios blancos en un jarrón. «Querida hija». A veces me despertaba con la cara llena de lágrimas, con la mandíbula dolorida después de haberme pasado horas haciendo rechinar los dientes. Otras veces me levantaba confusa, convencida de que me estaba muriendo. Después de todo, la serpiente de agua me había mordido, me decía a mí misma aturdida. A pesar de todas mis precauciones. Me había mordido, pero en vez de morirme rápidamente —flores blancas, mármol, lágrimas— me estaba convirtiendo en mi madre. Gemía en mi duermevela, cogiéndome la cabeza pelada entre las manos.

Había veces en las que utilizaba la bolsita de naranja por puro despecho, una venganza secreta por mis sueños. La oía paseando por la habitación, hablando consigo misma en ocasiones. La jarra de morfina estaba casi vacía. En una ocasión arrojó contra la pared algo pesado que se rompió, luego encontré los trozos del reloj de su madre en la basura, la cubierta de cristal estaba hecha pedazos, la esfera partida por la mitad. No sentí pena. Lo habría hecho yo misma de haberme atrevido.

Había dos cosas que me mantuvieron cuerda durante aquel septiembre. En primer lugar la captura del lucio. Pesqué varios siguiendo el consejo de Tomas de utilizar cebos vivos. Las piedras alzadas hedían con sus cadáveres y el aire era un reflejo púrpura crujiente por las moscas, y, aunque la Gran Madre seguía eludiéndome, estaba segura de que me estaba acercando a ella. Me imaginaba que cada vez que pescaba un lucio ella me estaba observando, su ira crecía a la par que su imprudencia. El deseo de venganza la haría perderse al final, me dije. No podía pasar por alto un ataque semejante contra su especie. Por muy paciente, por muy impasible que fuera, llegaría el momento en que no podría pararse. Saldría y lucharía y yo la cogería. Persistí y aplacaba mi ira con los cadáveres de las víctimas con creciente ingenuidad, usando en ocasiones lo que quedaba como cebo para mis trampas de cangrejos.

Mi segunda fuente de consuelo era Tomas. Lo veíamos cada semana cuando podía escaparse, casi siempre los jueves, que era su día libre. Venía con la moto (que escondía junto con el uniforme entre los arbustos de detrás del puesto de vigilancia), a menudo con un paquete de objetos del mercado negro para compartirlos con nosotros. Por extraño que parezca, nos habíamos acostumbrado tanto a sus visitas que su mera presencia nos habría bastado, pero todos ocultábamos este hecho, cada uno a su modo. En su presencia nos transformábamos; Cassis se volvía más temerario, presumiendo con bravatas desesperadas —mirad cómo cruzo el Loira por aquí, donde la corriente es más fuerte, mirad cómo desafío a las abejas robándoles la miel—, Reine se mostraba coqueta y tímida, observándolo con sus ojos oscuros y poniendo morritos con su bonita boca pintada. Yo despreciaba su actitud. Como no podía competir con mi hermana en su juego me dediqué a desafiar a Cassis en todos y cada uno de sus actos. Nadaba en las partes del río aún más profundas y peligrosas. Permanecía bajo el agua durante más rato que él. Me balanceaba desde las ramas más altas del puesto de vigilancia y cuando Cassis se atrevía a imitarme me colgaba boca abajo conociendo su secreto temor por las alturas, riendo y gritando a los otros que estaban abajo como si fuese un mono. Con el pelo corto parecía más chico que cualquier chico, incluso Cassis empezaba a dar muestras de la debilidad que lo sorprendería en su madurez. Yo era más dura y fuerte que él. También era demasiado joven para entender el miedo como él, por lo que arriesgaba mi vida alegremente para hacerle sombra. Fui yo quien inventó el juego de las raíces que habría de convertirse en uno de nuestros favoritos y me pasaba horas practicando, de modo que casi siempre resultaba vencedora.

Las reglas del juego eran sencillas. Por las orillas del Loira, desde el final de las lluvias, abundaban las raíces de los árboles que habían quedado al descubierto por el paso del río. Algunas eran gruesas como el talle de una muchacha, otras eran meras hebras que colgaban lánguidamente en la corriente, volviéndose a arraigar con frecuencia en el suelo ocre un metro o más bajo el agua, de manera que formaban bucles de materia leñosa en el agua turbia. El propósito del juego era bucear entre aquellos bucles —algunos de ellos muy estrechos— haciendo oscilar el cuerpo bruscamente por debajo, entre el bucle y retrocediendo de nuevo. Si no encontrabas el bucle en el agua turbia a la primera o volvías a la superficie sin haberlo cruzado o si rehusabas el desafío estabas eliminado. La persona que cruzaba más bucles sin fallar ganaba.

Era un juego peligroso. Los bucles de raíces siempre se encontraban en los tramos más rápidos del río donde el banco de arena solía estar más erosionado por el paso del agua. Las serpientes habitaban en los agujeros que había debajo de las raíces y en el caso de que el banco se hundiera era posible quedar atrapado bajo el suelo derrumbado. El camino por debajo era prácticamente invisible y había que andar a tientas entre los raigones para hallar la salida. Siempre cabía la posibilidad de que alguien se quedase atrapado, inmovilizado por la salvaje corriente, hasta ahogarse, pero eso, por supuesto, era precisamente lo que hacía que el juego fuese hermoso y atractivo.

Yo lo hacía muy bien. Reine no jugaba casi nunca y con frecuencia le daba un ataque de histeria cada vez que nosotros competíamos para impresionar, pero Cassis nunca fue capaz de resistirse a un desafío. Seguía siendo más fuerte que yo, pero yo tenía la ventaja de ser más ligera y de tener una columna más flexible. Era una anguila, y cuanto más me jactaba y alardeaba más rígido se ponía él. No recuerdo haber perdido nunca.

Las únicas veces que veía a Tomas a solas era cuando Cassis y Reine se portaban mal en el colegio. Sólo entonces los obligaban a quedarse los jueves después de que los demás se hubiesen marchado, sentados en sus pupitres en la sala de castigos, conjugando verbos o copiando frases. Por regla general no sucedía casi nunca, pero eran tiempos difíciles para todo el mundo. El colegio seguía estando ocupado. Había pocos maestros y en las clases se apiñaban cincuenta o sesenta alumnos. La paciencia se agotaba; cualquier cosa era una excusa. Una palabra dicha a destiempo, un mal resultado en un examen, una pelea en el patio, una lección olvidada. Yo rezaba para que eso sucediese.

El día en que sucedió fue único. Lo recuerdo tan nítidamente como algunos de mis sueños, un recuerdo más colorido y claro que el resto, de una transparencia perfecta entre los acontecimientos borrosos e inciertos de aquel verano. Durante un día todo sucedió con perfecta sincronía y por primera vez experimenté una especie de tranquilidad, una paz conmigo misma y con mi mundo, el sentimiento de que, de haber podido elegir, habría querido que aquel día perfecto durase eternamente. Es un sentimiento que jamás he vuelto a experimentar del todo, aunque creo haber sentido algo parecido en los días de los respectivos nacimientos de mis hijas y quizás en un par de ocasiones con Hervé o cuando el plato que estaba preparando salía perfecto; pero aquello fue auténtico, memorable, un elixir.

Madre había estado enferma la tarde anterior. Esta vez no fue cosa mía; la piel de naranja ya no servía de nada, pues la había calentado tantas veces el mes anterior que la piel estaba ennegrecida y chamuscada y su olor apenas era perceptible. No, en esta ocasión era uno de sus delirios habituales, de modo que al cabo de un rato se tomó las pastillas y se fue a la cama dejándome tranquila. Me levanté temprano y salí hacia el río antes incluso de que Cassis y Reine se hubiesen levantado. Era uno de esos días de un dorado púrpura de principios de octubre; el aire vivificante y seco y tan embriagador como el aguardiente de manzana. A las cinco el cielo ya estaba despejado y de ese azul carmesí que sólo traen los mejores días de otoño. Sólo hay unos tres días al año así y aquel era uno de ellos. Iba cantando mientras revisaba las trampas y mi voz resonaba en las brumosas orillas del Loira como un reto. Era la temporada de las setas, así que después de haber llevado la pesca a la granja y haberla limpiado cogí algo de pan y queso para desayunar y partí hacia los bosques en busca de setas. Era algo que siempre se me había dado bien. A decir verdad, aún soy bastante experta, pero en aquellos días tenía un olfato como el de un cerdo adiestrado para encontrar trufas. Las encontraba por su olor, el mízcalo y el robellón blanco, con su aroma de albaricoque, el hongo moscado y el gurumelo, el bejín pequeño, que es comestible y el champiñón garzo y el normal. Madre siempre nos decía que lleváramos las setas que cogíamos al farmacéutico para asegurarnos de que ninguna era venenosa, pero yo jamás cometía un error. Sabía distinguir el aroma carnoso del hongo moscado y el aroma seco y terroso del champiñón. Conocía sus lugares predilectos y dónde solían crecer. Era una recolectora paciente.

Era casi mediodía cuando regresé a casa; Cassis y Reinette deberían haber vuelto de la escuela para entonces pero todavía no había ni rastro de ellos. Limpié las setas y las puse en un tarro con aceite de oliva, añadiendo un poco de tomillo y de romero para adobarlas. Podía oír la respiración profunda y narcotizada de mi madre procedente del otro lado de la puerta de su habitación.

Llegó el mediodía y pasó. Deberían haber regresado ya. Tomas solía venir alrededor de las dos como muy tarde. Empecé a sentir una punzada de excitación aguijoneándome el vientre. Fui a nuestra habitación y me miré en el espejo de Reinette. El pelo había empezado a crecer pero por detrás seguía llevándolo corto como el de un chico. Me puse mi sombrero de paja a pesar de que hacía tiempo que habíamos dejado atrás los días de pleno verano y me pareció que tenía mejor aspecto.

La una. Llegaban una hora tarde. Me los imaginé en la sala de castigo con el sol entrando oblicuamente por los altos ventanales y el olor a cera y a libros viejos impregnando sus nances. Cassis estaría malhumorado y Reinette gimotearía furtivamente. Sonreí. Cogí la preciada barra de labios de Reinette de su escondite debajo del colchón y me embadurné la boca. Me miré críticamente. Luego me puse un poco en los párpados y repetí la acción. Tenía un aspecto distinto, pensé entre mí con un gesto de aprobación. Estaba casi hermosa. No de la misma forma que Reinette o que sus retratos de actrices, pero aquel día no me importaba. Aquel día Reinette no estaba allí.

A la una y media partí hacia el río, al lugar donde solíamos quedar. Lo esperé observando desde el puesto de vigilancia, medio convencida de que no aparecería —tanta suerte parecía estar destinada a otra persona, desde luego no a mí—, y oliendo el aroma dulzón y jugoso de las crujientes hojas encarnadas que poblaban las ramas de alrededor. Una semana más y el puesto de vigilancia quedaría inservible durante los próximos seis meses, la cabaña del árbol estaría desnuda como una casa en lo alto de una colina, pero aquel día aún había suficiente follaje para mantenerme oculta a la vista. Temblores deliciosos me recorrían como si alguien estuviera tocando el xilófono con mis huesos justo encima de la pelvis y mi cabeza resonaba con una sensación de ligereza indescriptible. Hoy cualquier cosa es posible, me dije mareada. Cualquier cosa.

Veinte minutos después oí el ruido de una motocicleta por la carretera y de un brinco salí del árbol en dirección al río tan rápido como me fue posible. La sensación de vértigo era aún más fuerte y me sentía ligeramente desorientada, andando por un suelo que parecía no estar allí. Me asaltó una sensación de poder casi tan grande como mi alegría. Hoy Tomas era mi secreto, mi posesión. Lo que nos dijéramos el uno al otro sería nuestro y de nadie más. Lo que yo le dijera a él… Se había detenido en el borde de la carretera y echó una mirada rápida hacia atrás para ver si alguien lo había visto; luego arrastró la moto hacia abajo por los tamariscos junto a la larga orilla arenosa. Lo observé, extrañamente renuente a dejarme ver ahora que había llegado el momento, repentinamente tímida por nuestra soledad, por nuestra nueva intimidad. Esperé a que se quitara la chaqueta del uniforme y la escondiera. Luego miró a su alrededor. Llevaba un paquete liado con una cuerda y tenía un cigarrillo en la comisura de la boca.

—Los otros no han venido. —Intenté que mi voz sonara adulta para igualar su mirada, consciente de pronto del carmín en la boca y los ojos, preguntándome si haría algún comentario al respecto. Si se atrevía a reírse, pensé con fiereza, si se atrevía a reírse, entonces… Pero Tomas se limitó a sonreír.

—Bien —dijo en tono casual—. Entonces tú y yo solos.