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Me lo explicó después mientras me daba una sábana limpia. Inmutable salvo por la mirada de apreciación que siempre llevaba puesta en mi presencia; sus labios eran una delgada línea casi invisible y sus ojos como púas de alambres de espino en su palidez.

—La maldición ha venido pronto —dijo—. Será mejor que uses esto. —Y me dio un fajo de paños cuadrados que parecían pañales de bebé. No me dijo cómo usarlos.

—¿La maldición? —me había pasado todo el santo día en la cabaña del árbol esperando morir. Su falta de afecto me enfureció y me confundió. Siempre me gustó el dramatismo. Me había imaginado a mí misma muerta a sus pies, con flores en la cabeza. Una lápida de mármol: «Querida hija». Me dije a mí misma que debía de haber visto a la Gran Madre sin saberlo y ahora estaba maldita.

—Es la maldición de la madre —dijo como si corroborara lo que yo pensaba—. Ahora serás como yo.

No dijo nada más. Tuve miedo durante un día o dos pero no le dije nada al respecto. Lavaba los paños en el Loira y, después de eso, la maldición se terminó por algún tiempo y me olvidé del episodio.

Excepto por el resentimiento. Ahora estaba enfocado, acentuado de algún modo por mi miedo y su negativa a darme consuelo. Sus palabras me perseguían —ahora serás como yo— y empecé a imaginarme a mí misma cambiando imperceptiblemente, pareciéndome más a ella en su forma de ser furtiva e insidiosa. Me pellizcaba los brazos y las piernas flacuchas porque eran suyos. Me abofeteaba las mejillas para darles color. Un día me corté el cabello —tan corto que me dejé rodales casi pelados en algunas partes— porque se negaba a rizarse. Intenté depilarme las cejas pero no tenía práctica en esas cosas y cuando Reinette me encontró ya me había quitado casi todos los pelos, entornando los ojos en el espejo con las pinzas y con una profunda arruga de rabia entre los ojos.

Madre apenas se dio cuenta. Pareció satisfecha con mi historia: que me había chamuscado el pelo y las cejas intentando encender el fuego de la cocina. Sólo en una ocasión —debió de ser en uno de sus días buenos— mientras estábamos en la cocina haciendo terrines de lapin se volvió hacia mí con una mirada extrañamente impulsiva en el rostro.

—¿Quieres ir al cine hoy, Boise? —me preguntó bruscamente—. Podríamos ir juntas. Tú y yo.

La propuesta era tan atípica de mi madre que me sorprendió. Nunca dejaba la granja salvo por trabajo. Nunca gastaba dinero en entretenimientos. De pronto me di cuenta de que llevaba puesto un vestido nuevo —en cualquier caso, tan nuevo como lo permitían aquellos días rigurosos— con un atrevido corpiño de color rojo. Debía de haberlo hecho con retales en su habitación durante las noches de insomnio, porque jamás se lo había visto antes. Tenía el rostro ligeramente ruborizado, casi juvenil y había sangre de conejo en sus manos alargadas.

Me arredré. Había sido un gesto amistoso. Lo sabía. Rechazarlo era impensable. Y aun así quedaban demasiadas cosas por decir entre nosotras para que aquello fuese posible. Por un instante me imaginé yendo con ella, permitiéndole que me abrazara, contándoselo todo…

El pensamiento se atemperó al instante.

¿Contarle qué?, me pregunté a mí misma severamente. Había demasiadas cosas que contar. No había nada que contar. Me miró interrogante.

—¿Boise? ¿Qué te parece? —su voz era excepcionalmente suave, casi acariciadora. Me vino a la mente una imagen repentina y espantosa de ella en la cama con mi padre, los brazos extendidos con la misma mirada de seducción…—. No hacemos otra cosa que trabajar —dijo pausadamente—. Nunca tenemos tiempo para nada más. Estoy cansada.

Era la primera vez que recuerdo que se quejase. Volví a experimentar la necesidad de acercarme a ella, sentir su calor, pero era imposible. No estábamos acostumbradas a esas cosas. Apenas nos tocábamos. La idea se me antojó casi indecente.

Murmuré algo desabrido sobre haber visto antes la película.

Por un momento las manos manchadas de sangre permanecieron haciendo señas. Luego su rostro se cerró y sentí una repentina punzada de alegría feroz. Por fin, en nuestro largo y amargo juego, yo había marcado un punto.

—Claro —musitó impávida. Nunca más habló de ir al cine y no hizo ningún comentario cuando aquel jueves fui a Angers con Cassis y Reine a ver la misma película que había declinado ver con ella. Quizá lo había olvidado.