Había visto muy poco a Paul aquel verano; cuando Cassis y Reinette no iban a la escuela mantenía las distancias. Pero en septiembre el nuevo curso estaba a punto de empezar y Paul empezó a venir con más frecuencia. A pesar de que me gustaba Paul, me inquietaba la idea de que conociera a Tomas, así que a menudo lo evitaba: me ocultaba entre los matorrales que había junto al río hasta que se iba, no hacía caso de sus llamadas o hacía ver que no lo veía cuando me saludaba. Al cabo de un tiempo debió de captar el mensaje porque dejó de venir.
Justamente a partir de aquel momento madre empezó a comportarse de forma extraña. Desde el incidente con Reinette la habíamos observado con recelosa desconfianza, como seres primitivos a los pies de su dios, y, en verdad, ella era para nosotros una especie de ídolo, un ente de favores y castigos arbitrarios, y sus sonrisas y entrecejos eran la veleta que marcaba el giro de nuestro viento emocional. Ahora, con septiembre a la vuelta de la esquina y la escuela a punto de empezar para sus dos hijos mayores, madre se transformó en una parodia de sí misma; se enfurecía por la menudencia más insignificante: una servilleta dejada junto al fregadero, un plato sobre la tabla de secar, una mota de polvo en el cristal del marco de una fotografía. Sus dolores de cabeza la torturaban casi a diario. Casi envidiaba a Cassis y a Reine, que podían pasar largos días en el colegio, pero la escuela primaria había sido clausurada y yo hasta el año siguiente no tendría edad suficiente para acompañarlos a Angers.
Utilizaba a menudo la bolsita con la naranja. Me sentía aterrorizada ante la idea de que mi madre llegase a descubrir el truco pero no podía evitarlo. Sólo se tranquilizaba cuando se tomaba las pastillas y sólo se las tomaba cuando olía a naranjas. Ocultaba mi provisión de piel de naranja en el fondo del barril de anchoas y lo sacaba cada vez que lo necesitaba. Era arriesgado, pero a veces me proporcionaba cinco o seis horas de una paz muy necesitada.
La guerra continuaba pese a aquellos breves lapsos de tregua. Yo crecía muy deprisa; ya era tan alta como Cassis y había pasado a Reinette. Tenía el mismo rostro aquilino de mi madre, sus ojos oscuros y recelosos. Me sentía más ofendida por aquel parecido que por su nuevo comportamiento y mientras el verano se enranciaba en el otoño sentía cómo crecía mi resentimiento hacia ella hasta casi ahogarme en él. Había un espejo en nuestra habitación y me sorprendía mirándome en él en secreto. Nunca antes me había interesado mi aspecto pero ahora me volví curiosa primero y crítica después. Hacía una lista de mis defectos y me desesperaba al ver que eran tan numerosos. Me habría gustado tener el pelo rizado como Reinette, y los labios carnosos y encarnados. Miraba a hurtadillas las fotografías de cine de debajo del colchón de mi hermana y llegué a memorizarlas una a una. No con suspiros y éxtasis sino con los dientes apretados por la desesperación. Me retorcía el cabello con cuerdas para hacer que se rizase. Me pellizcaba con fiereza los capullos castaños de mis pechos para hacerlos crecer. No servía de nada. Seguía siendo la viva imagen de mi madre, hosca, inarticulada y desgarbada. Había otras cosas extrañas. Tenía sueños vividos de los que despertaba respirando con dificultad y sudando, a pesar de que las noches eran frías. Mi sentido del olfato se había aguzado tanto que algunos días podía percibir el heno quemado procedente del campo de Hourias con el viento en contra, sabía cuándo Paul había comido jamón cocido o lo que mi madre estaba cocinando incluso antes de llegar al huerto. Por primera vez fui consciente de mi propio olor: un olor salado, cálido y como a pescado que persistía aun después de haberme frotado la piel con bálsamo de limón y hierbabuena, y el aroma intenso y empalagoso de mi cabello. Tenía dolores de estómago, yo que nunca estaba enferma, y me dolía la cabeza. Empecé a preguntarme si la rareza de mi madre no era algo que yo hubiese heredado, un secreto absurdo y terrible al cual me veía abocada.
Una mañana me levanté y encontré las sábanas manchadas de sangre. Cassis y Reinette se estaban preparando para ir al colegio en bicicleta y no me prestaron demasiada atención. Instintivamente eché la cubierta por encima de la sábana manchada y me puse una falda vieja y un jersey antes de salir corriendo hacia el Loira para investigar mi aflicción. Tenía las piernas manchadas de sangre y me lavé en el río. Intenté hacerme un vendaje con pañuelos viejos pero la herida era demasiado profunda, demasiado compleja para aquello. Me sentía como si me estuviesen desgarrando nervio a nervio.
Jamás se me pasó por la cabeza contárselo a mi madre. Nunca había oído nada sobre la menstruación. Madre era obsesivamente remilgada con las funciones corporales y pensé que estaba muy grave, moribunda incluso. Una mala caída en los bosques, una seta venenosa que hacía que me desangrara por dentro, quizá un pensamiento envenenado. No íbamos nunca a la iglesia, a mi madre le disgustaba lo que ella solía llamar «la clerigalla» y se mofaba de la gente cuando iba camino de misa, y sin embargo nos había inculcado una profunda noción del pecado. Sea como fuere, la maldad acababa saliendo, solía decir, y nosotros estábamos llenos de maldad según ella, como odres llenos de una amarga vendimia, siempre debiendo ser vigilados, golpeados ligeramente; cada mirada y murmullo eran indicios de la maldad más profunda e instintiva que ocultábamos.
Yo era la peor. Lo sabía. Lo veía en mis ojos al mirarme al espejo, tan parecidos a los de ella con aquella insolencia absoluta, animal. Un solo pensamiento bastaba para atraer a la muerte, solía decir, y aquel verano todos mis pensamientos habían sido malos. La creía. Como un animal envenenado me oculté; escalé hasta lo alto del puesto de vigilancia y me acurruqué en el suelo de madera de la cabaña del árbol, aguardando que llegara la muerte. Me dolía el vientre como un diente picado. En vista de que la muerte no llegaba, me puse a hojear algunos de los cómics de Cassis y luego me quedé tendida contemplando la brillante cúpula de hojas, hasta que me dormí.