Era a principios de septiembre y el verano estaba concluyendo. Aunque todavía hacía calor había una nueva madurez en el aire, algo rico y henchido, un aroma dulzón a decadencia. Las malas lluvias de agosto habían echado a perder la mayor parte de la cosecha de frutas y lo que quedaba estaba lleno de avispas, pero aun así lo cogíamos: no podíamos permitirnos desperdiciarlo, y lo que no podía venderse como fruta fresca servía para hacer confituras o licores para el invierno. Mi madre supervisaba la operación. Nos daba gruesos guantes y pinzas de madera para coger la fruta caída, guantes que en otros tiempos habían sido utilizados para sacar la colada de los toneles de agua hirviendo en la lavandería. Recuerdo que las avispas eran especialmente agresivas aquel año, quizás intuían la llegada del otoño y su muerte cercana, pues nos picaban continuamente a pesar de los guantes mientras echábamos la fruta medio podrida en grandes sartenes para hacer la confitura. Al principio, la misma confitura era la mitad de avispas y Reine, que odiaba los insectos, estaba casi histérica por tener que sacar con la espumadera sus cuerpos medio muertos de la superficie espumosa, que iba dejando un líquido encarnado, para tirarlos con una rociada de jugo de ciruelas lejos, al camino, donde sus compañeras vivas se aprestaban a arrastrarse pegajosamente. Madre no tenía paciencia con semejante comportamiento. Se suponía que no debíamos tener miedo de cosas como las avispas y cada vez que Reine gritaba y lloraba por tener que recoger aquella masa enjambrada de ciruelas caídas, madre le hablaba en un tono más rudo del que solía emplear habitualmente.
—No seas más boba de lo que Dios te hizo, niña —la reñía—. ¿Te crees que las ciruelas se recogen solas? ¿O esperas que nosotros lo hagamos por ti?
Reine lloriqueaba con los brazos rígidamente extendidos y el rostro contraído por el asco y el miedo.
El tono de madre se hizo más peligroso. Por un momento su voz sonó incisiva, como un zumbido amenazador.
—Venga —la instó—. O te daré una razón para que llores de verdad. —Y le dio un fuerte empujón hacia el montón de ciruelas que habíamos recogido: un montón de fruta esponjosa y medio fermentada, volátil con avispas. Reine se vio inmersa en un enjambre de insectos y se puso a gritar, retrocediendo hacia mi madre con los ojos cerrados, lo que le impidió ver el repentino espasmo de rabia que cruzó el rostro de ésta. Por un instante madre pareció casi paralizada, luego agarró del brazo a Reinette, que seguía chillando presa de la histeria, y la arrastró bruscamente hacia la casa sin mediar palabra. Cassis y yo nos miramos pero no hicimos ademán de seguirlas. Sabíamos bien que más nos valía no hacerlo. Cuando Reinette empezó a gritar con más fuerza, cada lamento puntuado por un ruido semejante al chasquido de un pequeño rifle de aire, nos limitamos a encogernos de hombros y regresar al trabajo entre las avispas, utilizando las pinzas de madera para recoger los montones de ciruelas tocadas y ponerlas en los bidones que estaban alineados en el camino.
Después de lo que se me antojó un buen rato, cesó el ruido de los azotes y Reine y mi madre salieron de la casa, ésta sujetando aún el trozo de cuerda de tender la ropa que había utilizado, y se pusieron a trabajar en silencio, Reinette sorbiéndose la nariz de cuando en cuando y secándose los ojos enrojecidos. Poco después, los tics de mi madre empezaron de nuevo y se marchó a su habitación dejándonos instrucciones expresas para acabar de recoger la fruta caída y poner la confitura al fuego. Nunca volvió a mencionar el incidente después ni tampoco pareció acordarse de lo que había sucedido, aunque aquella noche oí a Reinette moviéndose desapaciblemente y gimiendo y le vi los verdugones morados en las piernas mientras se ponía el camisón.
A pesar de ser algo bastante insólito, estuvo lejos de ser la última cosa insólita que madre haría aquel verano y muy pronto todos lo olvidamos, menos Reinette, claro está. Teníamos otras cosas en las que pensar.