7

Se presentaron una semana después.

Era domingo por la tarde y llevaba tres semanas cerrando la crêperie los domingos. El puesto de snacks también estaba cerrado —él seguía mis horas de apertura casi al minuto— y Paul y yo estábamos en el jardín con el último sol de otoño caldeando nuestros rostros. Yo estaba leyendo pero Paul, a quien nunca se le dio bien leer en los viejos tiempos, parecía satisfecho estando ahí sentado, sin nada que hacer, mirándome de vez en cuando de aquella forma suya, pacífica y sin exigencias, o quizá estaba tallando un trozo de madera.

Oí un ruido en la puerta y fui a ver quién era. Era Laure, fría y práctica en su vestido azul oscuro, con Yannick con traje gris marengo detrás. Sus sonrisas eran como las teclas de un piano de cola. Laure llevaba una planta con hojas rojas y verdes. No los dejé pasar del umbral.

—¿Quién se ha muerto? —pregunté fríamente—. No seré yo, aún no, aunque no quedará por vuestros malditos intentos.

Laure hizo una mueca de dolor.

—Vamos, Mamie —empezó.

—No vuelvas a mamearme —le repliqué—. Conozco vuestros sucios juegos intimidatorios. No os va a funcionar. Me moriré antes de que me saquéis un céntimo, así que ya puedes decirle a tu hermano que coja su grasiento carro y se largue de aquí, porque ya sé qué es lo que anda buscando y como no pare ahora mismo juro que iré a la policía y le contaré lo que estáis haciendo con pelos y señales.

Yannick pareció alarmado y empezó a hacer ruidos apaciguadores, pero Laure estaba hecha de pasta más dura. La sorpresa en su rostro no duró más que diez segundos, después de los cuales se endureció en una sonrisa fría y seca.

—Desde el principio supe que lo mejor sería contártelo todo de entrada —dijo, dirigiéndole una mirada desdeñosa de soslayo a su marido—. Todo esto no nos va a ayudar en absoluto a ninguno de nosotros y estoy convencida de que una vez te lo haya explicado todo entenderás el valor de un poco de cooperación.

—Puedes explicarme lo que te dé la gana —anuncié cruzándome de brazos—, pero la herencia de mi madre nos pertenece a mí y a Reine-Claude, os contara lo que os contara Cassis, y no hay nada más que decir.

Laure me dedicó una amplia y odiosa sonrisa de desagrado.

—¿Es eso lo que crees que queremos, Mamie? ¿Tu pequeña parte de dinero? ¡Oh, de veras! Debes pensar que somos un par de indeseables.

De pronto fue como si me viese a mí misma a través de sus ojos, una mujer anciana con un delantal lleno de manchas, los ojos como endrinas y el cabello repeinado hacia atrás, tan estirado que hacía que la piel se me tensara. Me puse a gruñirles entonces, como un perro aturdido, y me aferré a la jamba de la puerta para mantenerme firme. La respiración entrecortada, cada aliento un penoso viaje.

—No es que no nos fuera a ir bien algo de dinero —anunció Yannick seriamente—. El negocio del restaurante no va demasiado bien últimamente. Y los artículos en Hôte & Cuisine no fueron de gran ayuda. Y tenemos algunos problemas…

Laure lo hizo callar con la mirada.

—Yo no quiero el dinero para nada —repitió.

—Sé lo que quieres —repuse, bruscamente, intentando no revelar mi confusión—. Las recetas de mi madre. Pero no pienso dártelas.

Laure se me quedó mirando sin dejar de sonreír. Me di cuenta que no eran sólo las recetas lo que quería y un puño frío me atenazó el corazón.

—No —musité.

—El álbum de Mirabelle Dartigen —anunció Laure dulcemente—. Su verdadero álbum. Sus pensamientos, sus recetas, sus secretos. La herencia de nuestra abuela para todos nosotros. Sería un crimen mantener para siempre en secreto algo así.

—¡No!

La palabra salió despedida de mí y sentí como si la mitad de mi corazón se fuese con ella. Laure se sobresaltó y Yannick dio un paso hacia atrás. Mi respiración era como si tuviese la garganta llena de anzuelos.

—No podrás guardar el secreto para siempre, Framboise —dijo Laure razonable—. Resulta increíble que nadie lo haya descubierto. Mirabelle Dartigen… —estaba con las mejillas arreboladas, casi hermosa en su excitación—… una de las criminales más esquivas y enigmáticas del siglo XX. De golpe asesina a un joven soldado y aguanta impertérrita mientras la mitad del pueblo es fusilado en castigo y luego se larga sin dar ni una palabra de explicación a nadie.

—¡No fue así! —protesté a pesar de mí misma.

—Entonces dime cómo fue —rogó Laure, avanzando un paso—. Te lo consultaría todo. Tenemos en nuestras manos la oportunidad de una fantástica y exclusiva investigación de todo esto, y estoy segura de que podría salir un libro fabuloso…

—¿Qué libro? —le dije estúpidamente.

—¿Cómo que qué libro? —Laure me miró impaciente—. Pensé que ya lo habías imaginado. Dijiste…

Sentí la lengua pegada al paladar. Y murmuré con dificultad:

—Pensé que te interesaba el libro de recetas. Después de lo que me dijiste…

Negó con la cabeza con impaciencia.

—No, necesito investigar para mi libro. Leíste el panfleto, ¿no? Debiste suponer que estaba interesada en el caso. Y cuando Cassis nos dijo que ella estaba emparentada con nosotros. La abuela de Yannick… —se interrumpió para cogerme la mano. Sus dedos eran largos y fríos, las uñas pintadas de color rosa como los labios—… Mamie, eres la última de sus hijos. Cassis muerto, Reine-Claude inútil…

—¿Fuiste a verla? —le dije sin comprender.

Asintió.

—No recuerda nada. Un completo vegetal —hizo una mueca—. Además nadie en Les Laveuses recuerda nada digno de importancia o, si lo hacen, no quieren hablar…

—¿Cómo lo sabes? —La rabia había cedido paso a un sentimiento de frialdad, la conclusión de que aquello era mucho peor de lo que había sospechado al principio.

—Luc, naturalmente —dijo encogiéndose de hombros—. Le pedí que viniese aquí, hiciese algunas preguntas, que invitara a algunas rondas en el viejo club de pescadores, ya sabes a lo que me refiero. —Me dirigió una mirada impaciente, burlona—. Antes dijiste que ya lo sabías todo.

Asentí en silencio, demasiado paralizada para hablar.

—Tengo que admitir que te las has arreglado muy bien para mantenerlo todo en secreto por más tiempo del que imaginé posible —continuó con un tono de admiración—. Nadie sospecha que seas más que una amable señora bretona, la veuve Simon. Eres muy respetada. Te has hecho un buen hueco aquí. Nadie alberga la menor sospecha. Ni siquiera se lo contaste a tu hija.

—¿Pistache? —Me sentí estúpida, con la boca abriéndoseme a la par que mi mente—. ¿Has hablado con ella?

—Le escribí algunas cartas. Pensé que podría saber algo de Mirabelle. Nunca se lo contaste ¿no es cierto?

¡Oh, Dios! ¡Oh, Pistache! Estaba en medio de un desprendimiento de tierras en el que cada movimiento desencadenaba un nuevo deslizamiento de montañas, causando otro colapso de un mundo que yo creía seguro.

—¿Pero qué hay de tu otra hija? ¿Cuándo fue la última vez que estuvisteis en contacto? ¿Y qué es lo que ella sabe?

—No tienes ningún derecho, ningún derecho… —las palabras eran ásperas, como si tuviese la boca llena de sal—. No entiendes lo que esto significa para mí, este lugar. Si la gente llegara a enterarse…

—Bueno, bueno, Mamie. —Me sentía demasiado débil para empujarla y me rodeó con los brazos—. Naturalmente mantendríamos tu nombre fuera de todo esto. E incluso en el caso de que se descubriera, tienes que aceptar que podría pasar algún día, entonces te encontraremos otro lugar. Un lugar mejor. De todos modos, a tu edad no deberías estar viviendo en una granja vieja y destartalada como ésta, por el amor de Dios ni siquiera tienes buenas cañerías, podríamos instalarte en un bonito apartamento en Angers, mantendríamos a la prensa alejada de ti. Nos preocupamos por ti, Mamie, a pesar de lo que puedas pensar. No somos unos monstruos. Queremos lo mejor para ti…

La empujé con más fuerza de la que creí tener.

—¡No!

Poco a poco me fui dando cuenta de la presencia de Paul, de pie detrás de mí, guardando silencio, y mi temor se transformó en una gran flor de rabia y de júbilo. No estaba sola. Paul, mi leal y viejo amigo, estaba conmigo ahora.

—Piensa en lo que podría significar para la familia, Mamie.

—¡No! —empecé a cerrar la puerta, pero Laure interpuso su tacón en la rendija.

—No puedes esconderte para siempre.

Entonces Paul se adelantó hacia el portal. Habló con una voz tranquila y ligeramente pausada, la voz de un hombre que o bien está en profunda paz consigo mismo o bien es un poco retrasado.

—Quizá no hayas oído a Framboise. —Habría dicho que su sonrisa era casi errática de no haber sido por el guiño que me hizo y en aquel momento lo quise con tal plenitud y arrebato que hizo ahuyentar mi rabia—. Si no lo he entendido mal, ella no quiere saber nada de este asunto. ¿No es eso?

—¿Quién es éste? —inquirió Laure—. ¿Qué está haciendo aquí?

Paul le dedicó una de sus sonrisas dulces y ausentes.

—Un amigo de hace muchos años —se limitó a decir.

—Framboise —me llamó Laure por encima del hombro de Paul—. Piensa en lo que te hemos dicho. Piensa en lo que significa. No te lo pediríamos si no fuera importante. Piensa en…

—Estoy seguro de que lo hará —dijo Paul amablemente y cerró la puerta. Laure empezó a llamar persistentemente y Paul echó el pestillo y puso la cadena de seguridad. Podía oír su voz, apagada por el grosor de la madera, con una nota de zumbido estridente en ella.

—¡Framboise, sé razonable! ¡Le diré a Luc que se marche! ¡Las cosas pueden volver a ser como antes! ¡FRAMBOISE!

—¿Café? —sugirió Paul, entrando en la cocina—. Te hará sentirte, ya sabes, mejor.

Le eché un vistazo a la puerta.

—Esa mujer —dije con la voz temblorosa—. Esa odiosa mujer.

Paul se encogió de hombros.

—Lo tomaremos fuera —se limitó a sugerir—. No la oiremos desde allí.

Para él era tan sencillo como aquello, y yo le seguí exhausta mientras él me traía de la cocina un café solo con crema de canela y azúcar y un trozo de far de arándanos de la alacena. Comí y bebí en silencio durante un rato hasta que sentí que me volvían las fuerzas.

—No cejará en el empeño —le dije al fin—. De un modo u otro estará encima de mí hasta que consiga echarme. Entonces no tendrá ningún sentido mantener el secreto por más tiempo —me llevé la mano a mi dolorida cabeza—. Sabe que no puedo resistir eternamente. Todo lo que tiene que hacer es esperar. En cualquier caso, no podré aguantar mucho.

—¿Vas a ceder ante ella? —la voz de Paul era tranquila y curiosa.

—No —repuse bruscamente.

—Entonces no deberías hablar como si pensaras hacerlo. Eres más lista que ella. —Por alguna razón se había sonrojado—. Y puedes vencerla si te lo propones…

—¿Cómo? —Sé que sonaba a mi madre, pero no podía evitarlo—. ¿Contra Luc Dessanges y sus amigos? ¿Contra Laure y Yannick? No han pasado ni dos meses y ya me han medio arruinado el negocio. Lo único que tienen que hacer es seguir así y para la primavera… —Hice un gesto furioso de frustración—. ¿Y qué pasará cuando empiecen a hablar? Lo único que tienen que decir… —se me atragantaron las palabras—… lo único que tienen que hacer es mencionar el nombre de mi madre…

Paul negó con la cabeza.

—No creo que lo hagan —dijo tranquilamente—. En cualquier caso, no de entrada. Quieren algo con lo que poder negociar. Saben que eso te da miedo.

—Cassis se lo dijo —confesé apagadamente.

—No importa —repuso encogiendo los hombros—. Te dejarán en paz por un tiempo. Esperan convencerte. Hacerte entrar en razón. Quieren que lo hagas por voluntad propia.

—¿Y? —empezaba a sentir mi rabia dirigiéndose hacia él—. ¿Cuánto tiempo me deja eso? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Qué puedo hacer en dos meses? Podría devanarme los sesos durante un año entero y seguiría sin…

—Eso no es cierto. —Habló terminantemente, sin resentimiento, sacando un Gauloise de su bolsillo superior y frotando una cerilla contra el pulgar para encenderlo—. Puedes hacer todo lo que te propongas. Siempre pudiste. —Me miró entonces por encima del ojo rojo del cigarrillo y me dedicó su débil y triste sonrisa—. Te acuerdas de los viejos tiempos. Capturaste a la Gran Madre, ¿no?

—No es lo mismo —le dije moviendo la cabeza.

—Sí lo es, más o menos —replicó Paul, exhalando el áspero humo—. Ya deberías saberlo. Se puede aprender mucho de la vida por la pesca. —Lo miré perpleja. Continuó—: Piensa en la Gran Madre, por ejemplo. ¿Cómo conseguiste pescarla cuando todos los demás no pudieron?

Consideré la pregunta por un instante, pensando como la niña de nueve años que entonces era.

—Estudié el río —dije por fin—. Aprendí los hábitos del viejo lucio, dónde se alimentaba y de qué. Y esperé. Tuve suerte, eso es todo.

—Humm. —El cigarrillo volvió a resplandecer y expelió el humo por la nariz—. Y si ese Dessanges fuese un pez, ¿qué harías entonces? —Sonrió de repente—. Averiguarías dónde se alimenta. Buscarías el cebo adecuado y ya es tuyo. ¿No te parece?

Me lo quedé mirando.

—¿No te parece?

Quizá. La esperanza trazó una fina línea plateada en mi corazón. Quizá.

—Soy demasiado vieja para luchar contra ellos —suspiré—. Demasiado vieja, y estoy demasiado cansada.

Paul me puso su mano morena y rugosa sobre la mía y me sonrió.

—No para mí —confesó.