6

Paul sabe escuchar. Le conté cosas que jamás habría pretendido contar a ningún ser viviente y él escuchaba en silencio, asintiendo ocasionalmente. Le hablé de Yannick y de Laure, de Pistache y de cómo la había dejado ir sin ni siquiera una palabra, de las gallinas, las noches en vela y cómo el ruido del generador me hacía sentir como si un montón de hormigas se colaran en mi cerebro. Le conté mis miedos por el negocio, por mí misma, por mi hermoso hogar y el lugar que me había hecho entre aquella gente. Le confesé mi miedo a envejecer, y mi asombro por el hecho de que los jóvenes de hoy fueran más extraños y duros de lo que fuimos nosotros, aún teniendo en cuenta lo que habíamos visto durante guerra. Le hablé de mis sueños, de la Gran Madre con un bocado de naranja y de Jeannette Gaudin y las serpientes y poco a poco noté cómo el veneno que había dentro de mí empezaba a remitir.

Cuando por fin terminé se hizo el silencio.

—No puedes pasarte todas las noches en vela —dijo Paul al fin—. Acabarías matándote.

—No tengo elección —respondí—. Esa gente podría presentarse en cualquier momento.

—Nos repartiremos las guardias —se limitó a decir Paul. Y así se hizo.

Le dejé que se instalara en la habitación de huéspedes ahora que Pistache y los niños se habían ido. No era ningún estorbo, se ocupaba de sus cosas, se hacía la cama y lo tenía todo ordenado. La mayor parte del tiempo ni siquiera me daba cuenta de su presencia y, sin embargo, estaba allí, tranquilo y discreto. Me sentía culpable por haberle considerado siempre algo lento. De hecho era más rápido que yo en muchos aspectos; efectivamente fue él quien acabó relacionando el puesto de snacks con el hijo de Cassis.

Habíamos estado dos noches vigilando a los intrusos —Paul de las dos a las seis y yo de las diez a las dos— y empezaba a sentirme más descansada y más capaz de enfrentarme a ello. El mero hecho de compartir el problema me bastaba, el saber que había alguien más… Por supuesto los vecinos empezaron a cuchichear casi al instante. No hay forma de mantener las cosas en secreto en un lugar como Les Laveuses y había demasiada gente enterada de que el viejo Paul Hourias había abandonado su cabaña junto al río para trasladarse a la casa de la viuda. La gente se callaba al verme entrar en las tiendas. El cartero me guiñó el ojo mientras estaba haciendo el reparto. También me dirigían algunas miradas recriminadoras procedentes del cura y de sus beatas del domingo, pero por lo general no hubo más que algunas risillas calladas e indulgentes. A Louis Ramondin se le oyó decir que la viuda se había comportado de forma extraña últimamente y ahora sabía el porqué. Irónicamente, muchos de mis clientes regresaron durante algunos días aunque sólo fuese para comprobar que los rumores eran ciertos.

No les hice caso.

Naturalmente, el puesto de snacks no se había movido de sitio y el ruido y la molestia procedente de la multitud congregada no disminuyó. Había desistido de intentar razonar con el hombre y con las autoridades, que tal y como estaban las cosas, parecían no mostrar el menor interés, lo que nos dejaba a Paul y a mí con una única alternativa.

Investigamos.

Cada día Paul se iba a tomar una demi a La Mauvaise Réputation, donde solían ir los motoristas y las chicas de la ciudad. Interrogó al cartero. Lise, mi camarera, también nos ayudó, a pesar de que no pude contratarla durante el invierno, y metió en el caso a su hermano pequeño, Viannet, lo que sin duda hizo de Luc el hombre más observado de Les Laveuses. Descubrimos algunas cosas.

Era de París. Hacía seis meses que se había trasladado a Angers. Tenía dinero y bastante, y lo gastaba despreocupadamente. Nadie parecía conocer su apellido aunque llevaba un anillo con las iniciales L. D. Y tenía buen ojo para las chicas. Conducía un Porsche blanco que aparcaba en la parte trasera de La Mauvaise Réputation. En general parecía tener buena prensa, lo que significaba que probablemente invitaba a muchas rondas.

No era mucho para todo el esfuerzo que habíamos invertido.

Entonces fue cuando a Paul se le ocurrió inspeccionar el puesto de snacks. Naturalmente yo ya lo había hecho antes pero Paul esperó a que estuviera cerrado y su propietario estuviese a salvo en La Mauvaise Réputation. Estaba cerrado a cal y canto pero en la parte trasera del remolque encontró una pequeña placa de metal con un registro y un número de contacto inscrito en él. Comprobamos el número de teléfono y lo localizamos…

Pertenecía al restaurante Aux Délices Dessanges, Rue des Romarins, Angers.

Debería haberlo imaginado desde el principio.

Yannick y Laure no habían renunciado con tanta facilidad a una fuente potencial de ingresos. Y sabiendo lo que ahora sabía era fácil de entender dónde lo había visto antes. La misma nariz ligeramente aquilina, los ojos astutos y brillantes, los pómulos pronunciados… Luc Dessanges. El hermano de Laure.

Mi primera reacción fue ir directamente a la policía. No a nuestro Louis sino a la policía de Angers para contarles que estaba siendo víctima de un acoso. Pero Paul me convenció de lo contrario.

No había pruebas, me dijo amablemente. Sin pruebas nadie podía hacer nada. Luc no había hecho nada abiertamente ilegal. En el caso de que pudiéramos pillarlo, bueno, eso sería otra cosa, pero era demasiado cuidadoso, demasiado astuto para eso. Estaban esperando a que me derrumbase, esperando el momento oportuno para venir y exponerme sus exigencias… «Si pudiésemos ayudarte, Mamie. Déjanos intentarlo. Sin guardar rencores».

Estaba por coger el autobús hacia Angers en aquel mismo instante. Ir a buscarlos a su guarida. Ponerlos en evidencia delante de sus amigos y clientes. Gritarles a todos y a cada uno de los presentes que me estaban acosando, extorsionando. Pero Paul dijo que debíamos esperar. La impaciencia y la agresividad me habían hecho perder a la mitad de mis clientes. Por primera vez en mi vida esperé.