No pasó mucho tiempo antes de que la falta de sueño me pasara factura. Empecé a perder la concentración durante el día. Olvidaba las recetas. No conseguía recordar si ya le había echado sal a la tortilla y le echaba dos veces o la dejaba sosa. Me hice un corte bastante grave mientras estaba picando cebollas. Descubrí que me había quedado dormida de pie y al despertar me vi la mano ensangrentada y una brecha en el dedo. Actuaba secamente con los clientes que me quedaban, y a pesar de que el ruido de la música y las motos parecía haber disminuido un poco, la noticia debía de haber pasado de boca en boca porque los clientes que había perdido no regresaban. Oh, no estaba totalmente sola. Tenía algunos amigos que estaban de mi parte, pero también yo debía de llevar en la sangre la profunda reserva y la continua sensación de sospecha que hicieran de Mirabelle Dartigen una extraña entre la gente del pueblo. Me negaba a que me compadecieran. Mi rabia alejaba a mis amigos y asustaba a mis clientes. Y yo vivía enteramente de rabia y de adrenalina.
Curiosamente fue Paul quien puso fin a todo aquello. Algunos días de entre semana era mi único cliente a la hora de comer. Era tan puntual como el reloj de la iglesia, se quedaba exactamente una hora, con su perro tumbado obedientemente debajo de la silla y él mirando por la ventana mientras comía. Cualquiera diría que estaba sordo por el caso que le hacía al puesto de snacks, y apenas intercambiábamos dos palabras salvo para decir hola y adiós.
Un día se presentó pero no se sentó en su mesa habitual y supe que algo iba mal. Ocurrió la semana después del incidente del zorro en el gallinero y yo estaba rendida. Llevaba un grueso vendaje en la mano izquierda después de haberme lesionado y le había pedido a Lisa que cortara ella las verduras para la sopa. Me empeñé en hacer la pasta yo misma y resultó ser una tarea harto difícil: imaginaos tener que hacer la pasta con la mano enfundada en una bolsa de plástico. De pie, medio dormida en la puerta de la cocina, apenas le devolví el saludo a Paul. Me miró por el rabillo del ojo, quitándose la boina y apagando su pequeño cigarrillo oscuro en la puerta.
—Bonjour, madame Simon.
Hice un gesto de asentimiento e intenté sonreír. La fatiga era como una manta grisácea y reluciente que lo cubría todo. Sus palabras eran un bostezo de vocales en un túnel. El perro fue a tumbarse bajo la mesa junto a la ventana, pero Paul permaneció de pie, la boina en una mano.
—No tiene buen aspecto —observó con su modo cansino.
—Estoy bien —respondí secamente—. No he dormido demasiado bien esta noche. Eso es todo.
—Ni ninguna otra noche en todo este mes, diría yo —añadió—. ¿Qué es, insomnio?
Le dirigí una mirada severa.
—Tiene la comida en la mesa —respondí—. Pollo fricassée con guisantes. Y no pienso calentárselo si se le enfría.
Me devolvió una sonrisa soñolienta.
—Empieza a hablarme como si fuese usted mi mujer, madame Simon. ¿Qué dirá la gente?
Pensé que se trataba de otra de sus bromas y la pasé por alto.
—Quizás yo podría ayudarle —insistió Paul—. No tiene derecho a tratarla de este modo. Alguien debería hacer algo al respecto.
—Por favor no se preocupe, monsieur. —Después de tantas noches interrumpidas podía sentir las lágrimas aflorar a la superficie durante el día e incluso aquella simple y amable charla hacía que me escocieran los ojos. Puse una voz seca y sarcástica para compensar y miré a propósito hacia el otro lado—. Puedo arreglármelas yo sola perfectamente.
Paul permaneció inalterable.
—Ya sabe que puede confiar en mí —dijo dulcemente—. A estas alturas ya debería saberlo. Todo este tiempo… —Y entonces lo miré y de pronto lo supe—. Por favor, Boise…
Me puse rígida.
—No pasa nada. No se lo he dicho a nadie ¿no es cierto?
Silencio. La verdad se extendió entre nosotros como si fuera goma de mascar.
—¿No es cierto?
—No, no lo has hecho —dije negando con la cabeza.
—Bien, entonces —dio un paso hacia mí—. Siempre te negabas a aceptar ayuda cuando la necesitabas, aún en los viejos tiempos. —Pausa—. No has cambiado tanto, Framboise.
Es curioso. Pensé que sí lo había hecho.
—¿Cuándo lo supiste? —pregunté al fin.
—No tardé mucho tiempo —me contestó lacónicamente, encogiéndose de hombros—. Es probable que fuera la primera vez que probé el kouign amann de tu madre. O quizá fuese el lucio. Jamás olvido una receta. —Y volvió a sonreír bajo su bigote lacio, una expresión que era a la vez dulce y amable, indeciblemente triste al mismo tiempo.
—Debió de ser duro —comentó.
El escozor en los ojos era ahora casi insoportable.
—No quiero hablar de eso ahora —le dije.
Asintió.
—No soy muy hablador —se limitó a responder.
Se sentó para comer su fricassée, deteniéndose ocasionalmente para mirarme y sonreír y al cabo de un rato fui a sentarme junto a él —después de todo, estábamos solos en el restaurante— y me serví un vaso de mi Gros-Plant. Permanecimos en silencio durante un rato. Después de algunos minutos apoyé la cabeza en la mesa y me eché a llorar calladamente. Los únicos ruidos procedían de mis sollozos y de los cubiertos de Paul mientras comía pensativamente, sin mirarme, sin reaccionar. Pero sabía que su silencio era amable.
Cuando hube terminado me limpié el rostro cuidadosamente con el delantal.
—Ahora me gustaría hablar —empecé.