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Así pasaron las semanas. Volví a hablar con Luc en diversas ocasiones pero no saqué nada salvo su irónica amabilidad. No podía quitarme de la cabeza la sensación de que me era familiar pero no lograba situarlo. Intenté averiguar su apellido con la esperanza de que eso me diera una pista pero pagaba en efectivo en La Mauvaise Réputation y cuando fui allí, el café parecía estar lleno de la misma gente foránea que solía frecuentar el puesto de snacks. También había gente del pueblo: Murielle Dupré y los dos muchachos Lelac con Julien Lecoz, pero la mayoría era gente de fuera, chicas impertinentes con vaqueros de diseño y camisetas de tirantes, hombres jóvenes con las chaquetas de cuero típicas de los motoristas o con pantalones cortos de licra. Reparé en que el viejo Brassaud había añadido un tocadiscos automático y una mesa de billar a su colección de desvencijadas máquinas tragaperras; al parecer, no todos los negocios de Les Laveuses habían salido perjudicados.

Quizá fue ése el motivo de que mi campaña recibiera un apoyo tan poco entusiasta. Crêpe Framboise queda a un extremo del pueblo, en la carretera a Angers. La granja había permanecido siempre aislada de las otras y no había ninguna otra casa en medio kilómetro en dirección al pueblo. Sólo la iglesia y la oficina de correos están lo bastante cerca como para oír el alboroto. Pero ni que decir tiene que Luc se cuidaba mucho de permanecer en silencio cuando había misa. Incluso Lise lo excusaba, sabiendo como sabía el daño que estaba causando a nuestro negocio. Volví a quejarme a Louis Ramondin en dos ocasiones más, pero para el caso que me hizo fue como si me hubiera dirigido al gato.

El hombre no le hacía daño a nadie, aseguró con firmeza. Si infringía la ley, entonces quizá habría algo que hacer. En caso contrario, yo debía permitir que siguiera con su negocio. ¿Estaba claro?

Justamente entonces empezó el otro asunto. Al principio fueron pequeñas cosas. Una noche tiraron petardos en la calle. Luego fueron las motos haciendo ruido en la puerta de mi casa a las dos de la madrugada. Basura acumulada en mi portal durante la noche. Uno de los cristales de mi puerta roto. Una noche un tipo se metió con la moto en mis cultivos y se dedicó a hacer ochos, frenazos y vueltas absurdas sobre las mieses ya maduras. Menudencias. Molestias. Nada que pudiese relacionarse con él, ni siquiera con la gente de fuera que él había traído consigo. En otra ocasión alguien abrió la puerta del gallinero, un zorro entró y mató a todas mis preciosas polacas castañas. Diez gallinas se llevó. Todas ellas buenas ponedoras, todas en una sola noche. Se lo dije a Louis, en teoría él debía hacerse cargo de los ladrones e intrusos, pero prácticamente me acusó de haber dejado la puerta abierta.

—¿No cree que quizá se abrió de pronto durante la noche? —me dirigió una de esas amplias y amigables sonrisas campestres, casi como si pudiese resucitar a mis gallinas sonriendo. Le devolví una mirada cortante.

—Las puertas cerradas con llave no suelen abrirse así como así —repliqué—. Y tiene que ser un zorro muy listo para romper un candado. Alguien mezquino lo hizo a propósito, Louis Ramondin, y a ti te pagan para averiguarlo.

Louis me miró furtivamente y murmuró algo en voz baja.

—¿Qué has dicho? —inquirí bruscamente—. No tengo ningún problema en los oídos, joven Louis, y más te vale creerlo. Aún recuerdo cuando… —acabé el resto de la frase precipitadamente. Había estado a punto de decirle que recordaba cómo su viejo abuelo roncaba en la iglesia, borracho como una cuba y con los pantalones manchados de orín, escondido en el confesionario durante la misa de Pascua, pero eso era algo que la veuve Simon jamás habría podido saber y sentí un escalofrío al pensar que podría haberme delatado por un estúpido chismorreo. Ahora entendéis por qué no quería tener nada que ver con las Familias si podía evitarlo.

Sea como fuere, Louis acabó accediendo a ir a echar un vistazo a la granja pero no encontró nada y yo seguí aguantando lo mejor que pude. La pérdida de las gallinas fue un duro golpe. No podía permitirme reemplazarlas y, además, nadie me aseguraba que no fuese a suceder lo mismo otra vez. Así que tenía que comprar los huevos a la granja de Hourias, que ahora pertenecía a una pareja llamada Pommeau que cultivaban maíz tierno y girasoles que vendían río arriba a la planta depuradora.

Sabía que Luc estaba detrás de todo aquello. Lo sabía pero no podía probarlo, y eso me estaba volviendo loca. Peor aún, no sabía por qué lo estaba haciendo y mi rabia crecía hasta convertirse en un lagar que exprimía mi vieja cabeza como si hubiese sido una manzana madura y a punto de reventar. El día después de que el zorro entrara en el gallinero me aposté junto a la ventana en penumbra con la escopeta colgada al hombro; debía de tener una pinta extraña para cualquiera que me viera: con mi camisón y el abrigo de otoño haciendo guardia en mi jardín. Compré algunos candados para las puertas y para el corral y noche tras noche hacía guardia esperando que alguien viniera, pero nadie vino. El bastardo debía saber lo que hacía yo, como si de algún modo hubiese podido adivinarlo. Empezaba a pensar que podía leerme el pensamiento.