Pocos días después del asunto con Yannick y Laure llegó el puesto de snacks. Lo trajeron con un gran camión que descargó su contenido en el borde de la carretera, justo enfrente de Crêpe Framboise. Un hombre joven con un sombrero de papel rojo y amarillo bajó del camión. En aquel momento me encontraba muy atareada con los clientes y no le presté demasiada atención, y cuando volví a mirar por la tarde me sorprendí al ver que el furgón se había ido, dejando un remolque en el que aparecían pintadas las palabras Super Snack en letras mayúsculas de color rojo vivo. Salí de la tienda para echarle un vistazo con más detenimiento. El remolque parecía abandonado, si bien los postigos estaban asegurados con gruesas cadenas y cerrados con candados. Llamé a la puerta. No hubo respuesta.
Al día siguiente, el puesto de snacks abrió al público. Me percaté de ello alrededor de las once y media, cuando mis primeros clientes solían empezar a llegar. Los postigos se abrieron para dejar al descubierto un mostrador encima del cual se extendía un toldo rojo y amarillo. Había colgada una cuerda con banderas multicolores, en cada una de las cuales aparecía anotado el nombre de un plato y el precio —bistec con patatas fritas 17 francos, salchicha con patatas fritas 14 francos y, finalmente unos pósters de colores vivos anunciando los super snacks o las hamburguesas gigantes y una lista de refrescos.
—Parece que tienes competencia —dijo Paul Hourias, puntual como siempre a las doce y cuarto.
No le pregunté lo que iba a tomar, siempre pedía el plato especial y una mediana; con él se podía poner el reloj en hora. Nunca hablaba mucho: se sentaba en su sitio habitual junto a la ventana, comía y miraba la carretera. Pensé que aquella no era sino otra de sus bromas raras.
—Competencia —repetí burlonamente—. Monsieur Hourias, el día que Crêpe Framboise tenga que competir con un grasiento vendedor ambulante en una caravana empezaré a empaquetar mis ollas y sartenes para siempre.
Paul soltó una risita. El especial del día eran sardinas a la plancha, uno de sus platos favoritos, con una ración de mi pan de nueces; comió pensativamente, mirando la carretera, como siempre solía hacer. La presencia del puesto de snacks no parecía afectar al número de los clientes de la crêperie, y las dos horas siguientes estuve muy ocupada supervisando la cocina mientras Lisa, mi ayudante, anotaba los pedidos. Cuando volví a mirar, había un par de personas en el puesto pero eran adolescentes, no eran clientes míos, una chica y un chico con paquetes de patatas fritas en las manos. Me encogí de hombros. Podía vivir con aquello.
Al día siguiente había una docena de ellos, todos jovencitos, y una radio de la que salía música estridente a todo volumen. A pesar del calor que hacía cerré la puerta de la crêperie, pero aun así, espectros diminutos de guitarras y percusión marchaban a través los cristales y Marie Fenouil y Charlotte Dupré, ambas clientas regulares, se quejaron del calor y del ruido.
Al día siguiente el gentío era aún mayor, la música estaba aún más alta y fui a quejarme. Encaminándome hacia el puesto de snacks a las once y cuarenta me vi rodeada de adolescentes, algunos de los cuales reconocí, pero también había muchos que no eran del pueblo, muchachas con camisetas de tirantes y faldas veraniegas o pantalones vaqueros, chicos con los cuellos de la camisa levantados y botas de motociclismo con hebillas tintineantes. Vi algunas motos aparcadas contra los lados del puesto y había un olor a gasolina mezclado con el de la fritura y la cerveza. Una chica con el pelo cortado a cepillo y un pendiente en la nariz me miró con insolencia mientras me dirigía hacia el mostrador y lanzó el codo delante de mí, no dándome por los pelos.
—¡Eh, espera tu turno, Mémère! —masculló con la boca llena de chicle—. ¿Es que no ves que hay gente esperando?
—¡Oh! ¿Es eso lo que estás haciendo, querida? —le repliqué—. Pensé que estabas buscando clientela.
La chica se me quedó mirando boquiabierta y yo me abrí paso a codazos sin volver a mirar. Mirabelle Dartigen, cualquier cosa que hiciera no crió a sus hijos para que tuviesen pelos en la lengua.
El mostrador era alto y me encontré mirando cara a cara a un joven de unos veinticinco años, guapo, con el pelo largo hasta los hombros de color rubio sucio, las facciones angulosas y un pendiente de oro bailándole, una cruz, creo. Ojos que quizá me hubiesen hecho sentir algo cuarenta años atrás; pero ahora soy demasiado vieja y demasiado especial. Creo que aquel viejo reloj se paró en el mismo tiempo en que los hombres dejaron de llevar sombrero. Hubo algo en él al mirarlo que me resultó familiar; pero en aquel momento no estaba pensando en eso.
Naturalmente, sabía quién era.
—Buenos días, Madame Simon —me saludó con voz educada e irónica—, ¿qué puedo hacer por usted? Tengo una estupenda burger américain que quizá le gustaría probar.
Estaba enfadada pero intenté disimularlo. Su sonrisa anticipaba que estaba esperando problemas y estaba seguro de poder enfrentarse a ellos. Le respondí con toda la dulzura de la que fui capaz.
—No, gracias, otro día. Pero le estaría muy agradecida si pudiera bajar el volumen de esa radio suya. Mis clientes…
—Faltaría más —su voz era suave y cultivada, los ojos brillantes de color azul porcelana—. No tenía ni idea de que estuviera molestando a alguien.
A mi lado, la chica con el pendiente en la nariz emitió un ruido de incredulidad. La oí dirigirse a su amiga, otra chica enfundada en un top y unos pantalones cortos tan estrechos que dejaban al descubierto carnosas medias lunas.
—¿Has oído lo que me ha dicho? ¿Lo has oído?
El joven rubio sonrió y a mi pesar vi que ahí había encanto, inteligencia y algo tan familiar que me fastidiaba y me corroía. Se inclinó para apagar la música. Una cadena de oro colgada al cuello. Manchas de sudor en la camiseta gris. Las manos demasiado finas para ser las de un cocinero. ¡Oh!, había algo malo en él, en todo aquello y por primera vez no sentí enfado sino miedo…
—¿Le parece bien así Madame Simon? —dijo solícito.
Asentí.
—Me disgustaría mucho que se me considerara un vecino intruso.
Las palabras eran las correctas pero no podía quitarme la sensación de que algo iba mal, una nota burlona en aquel tono frío y cortés que se me escapó y aunque había obtenido lo que deseaba me fui rápidamente del lugar, a punto de torcerme el tobillo en el borde de la carretera, sintiendo contra mí la presión de cuerpos jóvenes: debía de haber unos cuarenta, quizá más, y el ruido de sus voces me asfixiaba. Salí apresuradamente, nunca me ha gustado que me toquen, y al regresar a Crêpe Framboise escuché el ruido de una risa estridente, como si hubiese estado aguardando a que yo me fuese para hacer algún comentario. Me volví bruscamente, pero estaba de espaldas hacia mí, dándole la vuelta con soltura a una hilera de hamburguesas.
Sin embargo, no pude desprenderme de aquella sensación de que algo iba mal. Me sorprendía a mí misma mirando por la ventana con más frecuencia de la habitual y cuando, al día siguiente, Marie Fenouil y Charlotte Dupré, las clientas que se habían quejado por el ruido el día anterior, no aparecieron a su hora acostumbrada empecé a inquietarme. «Puede que no sea nada —me dije a mí misma—, al fin y al cabo, sólo es una mesa vacía. La mayoría de mis clientes estaban allí como siempre». Y, aun así, observaba el puesto de snacks con renuente fascinación, observándolo a él mientras trabajaba, mirando a la gente que estaba junto a la carretera, jóvenes comiendo de cucuruchos de papel y cajas de poliestireno mientras él estaba ligando… Parecía tener muy buenas relaciones con todo el mundo. Media docena de chicas —entre ellas la del pendiente en la nariz— estaban apoyadas en el mostrador con latas de refrescos en la mano. Otras andaban por ahí en actitud lánguida y abundaba un estudiado lucimiento de pechos y movimientos de caderas. Al parecer aquellos ojos habían llegado a corazones más blandos que el mío.
A las doce y media oí el ruido de motocicletas desde la cocina. Un ruido terrible, como el chirrido de neumáticos al unísono y dejé caer la sartén con la que estaba friendo una ración de bolets farcis para salir corriendo a la carretera. El ruido era insoportable. Me tapé los oídos con las manos y aun así sentí un dolor agudo lacerándome los tímpanos, sensibles a causa de tantos años sumergiéndome en el viejo Loira. Cinco motocicletas que había visto por última vez arrimadas contra el puesto de snacks estaban ahora aparcadas al otro lado de la carretera y sus propietarios, tres de los cuales llevaban a chicas delicadamente sentadas detrás de ellos, estaban acelerando para marcharse, cada uno intentando superar a los demás en volumen y chulería. Les grité pero no pude oír nada salvo el chirrido torturante de las máquinas. Algunos de los clientes jóvenes del puesto se echaron a reír y aplaudieron. Gesticulé furiosamente con los brazos, incapaz de hacerme oír en medio de aquel estrépito y los motoristas me devolvieron el saludo burlonamente, uno de ellos levantando las ruedas de delante como un caballo encabritado con una oleada de ruido redoblado.
Toda la exhibición duró unos cinco minutos durante los cuales se me quemaron mis bolets, los oídos me pitaban dolorosamente y sentí que mi mal humor aumentaba hasta alcanzar un punto álgido. No tenía tiempo de quejarme al propietario del puesto de snacks, pero me prometí a mí misma que tan pronto como mis clientes se hubiesen ido lo haría. Sin embargo, para entonces el puesto estaba cerrado y aunque golpeé furiosamente los postigos nadie respondió.
Al día siguiente volvió la música.
Hice caso omiso tanto tiempo como pude y luego salí a quejarme. Había aún más gente que antes; algunos de ellos me reconocieron e hicieron comentarios insolentes mientras me abría camino entre el grupo. Demasiado enfadada hoy para mostrarme educada, me encaré con el propietario del remolque y solté:
—Creí que teníamos un acuerdo.
Me dedicó una sonrisa, tan amplia y radiante como la puerta de un granero, y respondió interrogativamente: «¿Madame?».
Pero no estaba de humor para que me camelaran.
—No intente disimular que no sabe de lo que le estoy hablando. ¡Quiero que pare esa música ahora mismo!
Educado como siempre, aparentemente dolido por mi feroz ataque, apagó la música.
—Por supuesto, madame. No era mi intención ofenderla. En vista de que vamos a ser vecinos tan próximos debemos intentar acomodarnos el uno al otro.
Durante algunos segundos estaba demasiado enfadada para oír incluso las voces de alarma.
—¿A qué se refiere con eso de vecinos próximos? —conseguí musitar al fin—. ¿Cuánto tiempo cree que va a quedarse aquí?
—¿Quién sabe? —dijo encogiéndose de hombros. Su voz era sedosa—. Ya sabe usted cómo es el negocio de la hostelería, madame. Imprevisible. Un día está a tope y al siguiente está medio vacío. ¿Quién sabe lo que puede suceder?
Las voces de alarma en mi interior se habían convertido en un griterío y empezaba a sentir frío.
—Su remolque está en la vía pública —le dije secamente—. Me imagino que la policía lo hará trasladarse en cuanto lo descubran.
Movió negativamente la cabeza.
—Tengo permiso para estar aquí, a un lado del camino —anunció amablemente—. Todos mis papeles están en regla. —Luego me miró con aquella insolente amabilidad suya—. Me pregunto si los suyos también lo están, madame.
Mantuve el rostro inescrutable mientras se me desbocaba el corazón como si fuese un pez agonizante. Sabía algo. La idea me daba vueltas vertiginosamente por la cabeza. ¡Oh, Dios! Sabía algo. Pasé por alto su pregunta.
—Otra cosa más. —Estaba satisfecha con el tono de mi voz, bajo y seco. La voz de una mujer que no tiene miedo. Debajo de las costillas sentía que el corazón me latía más aprisa—. Ayer se produjo un escándalo con las motocicletas. Si vuelve a permitir que sus amigos molesten a mis clientes lo denunciaré por perjuicio público. Estoy segura de que la policía…
—Estoy seguro de que la policía le dirá que los responsables son los motoristas y no yo —parecía divertido—. Realmente, madame estoy intentando ser razonable pero las amenazas y las acusaciones no van a resolver nada.
Me marché sintiéndome extrañamente culpable, como si fuese yo y no él quien hiciese las amenazas. Aquella noche dormí a intervalos y por la mañana le reñí a Prune por derramar la leche y a Ricot por jugar a fútbol demasiado cerca del huerto de la cocina. Pistache me miró con extrañeza; apenas habíamos vuelto a hablar desde la visita de Yannick y me preguntó si me sentía bien.
—No es nada —le dije secamente y regresé en silencio a la cocina.