Habían pasado cinco meses desde la muerte de Cassis —tres años desde el asunto de Mamie Framboise—, cuando Yannick y Laure regresaron a Les Laveuses. Era verano y mi hija Pistache estaba de visita con sus dos hijos, Prune y Ricot, y hasta aquel momento había sido un tiempo de felicidad. Los niños crecían con rapidez y era tan dulces como su madre; Prune, con los ojos del color del chocolate y el cabello rizado y Ricot, alto y con las mejillas aterciopeladas; ambos tan risueños y traviesos que casi se me parte el corazón al verlos, tanto me recuerdan al pasado. Juro que rejuvenezco cuarenta años cada vez que vienen a verme y aquel verano les había estado enseñando a pescar, a poner trampas, a hacer macarrones de caramelo y confitura de higos verdes. Ricot y yo leíamos juntos Robinson Crusoe y Veinte mil leguas de viaje submarino y a Prune le contaba mentiras increíbles sobre los peces que una vez atrapé y nos echábamos a temblar por las historias del terrible don de la Gran Madre.
—Se decía que si lograbas capturarla y la dejabas en libertad te concedería el deseo que anhelaba tu corazón pero si la veías, aunque fuera por el rabillo del ojo, y no la pescabas, algo terrible te sucedería.
Prune me miró con sus ojos del color de los pensamientos, el pulgar colgando cómodamente de la boca.
—¿Cómo de terrible? —murmuró con una nota de temor.
—Que te morías, cariño —le dije en voz baja y amenazadora—. Tú u otra persona. Alguien a quien amaras. O algo incluso peor. Y aunque lograras sobrevivir, la maldición de la Gran Madre te perseguiría hasta la tumba.
Pistache me dirigió una mirada de reprobación.
—Maman, no sé por qué le cuentas esas cosas —dijo en tono de reproche—. ¿Quieres que luego tenga pesadillas y moje la cama?
—Yo no mojo la cama —protestó Prune. Me miró expectante, tirándome de la mano—. Mémée, ¿llegaste a ver a la Gran Madre? ¿La viste? ¿La viste?
De pronto sentí frío, y deseé haberle contado otra historia. Pistache me dirigió una mirada penetrante e hizo ademán de coger a Prune, que estaba sentada en mi rodilla.
—Prunette, deja en paz a Mémée. Es hora de irse a la cama y aún no te has lavado los dientes ni…
—Por favor, Mémée, dímelo. ¿La viste?
Abracé a mi nieta y sentí que el frío cedía un poco.
—Cariño, me pasé un verano entero intentando pescarla. Durante todo ese tiempo intenté atraparla con redes, sedales y trampas. Cada día los preparaba e iba a revisarlos dos veces al día o más si podía.
Prune me miraba con ojos solemnes.
—Debías de querer mucho ese deseo ¿no?
—Supongo que sí —asentí.
—¿Y la capturaste?
Su rostro se iluminó como una peonía. Olía a galletas y a hierba recién cortada, el maravilloso y dulce aroma de la juventud. La gente mayor necesita tener a los jóvenes a su alrededor, para recordar.
—La capturé —le dije sonriendo.
Sus ojos se agrandaron por la excitación. Bajó la voz hasta convertirla apenas un susurro.
—¿Y cuál fue tu deseo?
—No formulé ningún deseo, cariño —le dije serenamente.
—¿Quieres decir que se te escapó?
—No, conseguí atraparla.
Pistache me miraba ahora, su rostro en las sombras. Prune me puso su mano regordeta en la cara.
—Entonces ¿qué pasó?
Me la quedé mirando un instante.
—No la devolví al río —confesé—. Acabé pescándola, pero no la dejé marchar.
Sólo que eso no era del todo cierto, me dije entonces. No era toda la verdad. Y luego, besé a mi nieta y le dije que le contaría el resto otro día, que no sabía por qué le estaba contando aquellas viejas historias de pesca, y a pesar de todas sus protestas, entre mimos y tonterías, conseguimos llevarla a la cama. Aquella noche medité sobre aquello, mucho después de que los demás estuviesen durmiendo. Nunca había tenido demasiados problemas para dormir pero aquella vez me pareció que pasaba una eternidad antes de que consiguiera encontrar la paz, e incluso entonces soñé con la Gran Madre en el agua oscura, yo tirando de ella y ella de mí, y yo tirando más fuerte, como si ninguna de las dos pudiese soportar la idea de verse libre de la otra…
Sea como fuere, se presentaron poco después de aquel incidente. De entrada fueron al restaurante, casi con humildad, como clientes normales. Pidieron brochet angevin y el tourteau fromage. Los observé a escondidas desde mi puesto en la cocina, pero se comportaron bien y no causaron problemas. Hablaban entre ellos en susurros, no pidieron nada extravagante de la bodega y, por una vez, evitaron llamarme Mamie. Laure estaba encantadora, Yannick animado; ambos se mostraban ansiosos por complacer y ser complacidos. De algún modo me sentí aliviada al ver que ya no se tocaban ni se besaban en público con tanta frecuencia e incluso consentí en charlar con ellos un rato mientras tomaban el café y los petits fours.
Laure había envejecido en aquellos tres años. Había perdido peso —quizás era la moda, pero no le sentaba bien— y llevaba el cabello cortado como si fuese un casco liso y cobrizo. Parecía inquieta, con esa manía suya de tocarse el abdomen como si sintiese dolor. No me pareció que Yannick hubiese cambiado en absoluto.
El restaurante les iba bien, declaró alegremente. Mucho dinero en el banco. Estaban planeando irse de viaje a las Bahamas en la primavera; no habían ido de vacaciones juntos desde hacía muchos años. Hablaban de Cassis con afecto y sincero pesar, me pareció.
Empecé a pensar que los había juzgado con demasiada dureza.
Me equivocaba.
Aquella misma semana se presentaron en la granja justo cuando Pistache iba a poner a los niños a dormir. Trajeron regalos para todos, dulces para Prune y Ricot, flores para Pistache. Mi hija los miró con aquella expresión de dulzura simplona que yo sé que significa aversión y que sin duda ellos tomaron por estupidez. Laure miraba a los niños con una curiosa insistencia que me resultaba inquietante; los ojos se desviaban constantemente hacia Prune, que estaba jugando en el suelo con unas piñas.
Yannick se instaló en el sillón que había junto al fuego. Y vi claramente que Pistache se sentaba calladamente a un lado y deseé que mis intempestivos huéspedes se marchasen pronto. Sin embargo, ninguno de los dos hacía ademán de irse.
—La comida fue sencillamente magnífica —observó Yannick con indolencia—. Aquella brochet, no sé lo que hiciste con ella, pero quedó absolutamente maravillosa.
—Aguas residuales —comenté plácidamente—. Hay tantos residuos vertidos en el río que los peces casi se alimentan exclusivamente de ellos. Caviar del Loira, le llamamos. Muy rico en minerales.
Laure me miró anonadada. Luego Yannick soltó aquella risilla suya, je, je, je, y ella se rió también.
—A Mamie le encanta bromear. Ja, ja. Caviar del Loira. Querida mía, eres realmente muy chistosa.
Pero noté que después de aquello jamás volvieron a pedir lucio.
Al cabo de un rato se pusieron a charlar de Cassis. Comentarios inofensivos al principio: «¡Cómo le habría gustado a papá conocer a su sobrina y a sus pequeños!».
—Siempre estaba diciendo lo mucho que le gustaría que tuviésemos hijos —comentó Yannick—. Pero en aquel momento de la carrera de Laure…
—Queda mucho tiempo para eso —lo interrumpió Laure casi con brusquedad—. No soy tan vieja aún ¿no te parece?
—Por supuesto que no —negué con la cabeza.
—Y claro está, en aquel momento también estaba el gasto extra de tener que cuidar a papá. Apenas tenía nada, Mamie —dijo Yannick mordiendo una de mis sablés—. Todo lo que tenía era nuestro. Incluso la casa donde vivía.
No me costaba creerlo. Cassis nunca fue de los que acumulan riqueza. El dinero se le escurría entre los dedos como si fuese humo, y las más de las veces iba a parar a su estómago. Durante la temporada que vivió en París, Cassis fue siempre su mejor cliente.
—Naturalmente, nunca se nos pasó por la cabeza escatimarle nada —la voz de Laure era dulce—. Le teníamos mucho cariño al pobre papá, ¿no es verdad, chéri?
Yannick asintió con más entusiasmo que sinceridad.
—¡Oh, sí, mucho cariño! Y además era un hombre tan generoso… Nunca sintió el menor resentimiento por lo de esta casa, o la herencia ni nada. Extraordinario. —Me miró entonces, una mirada penetrante y afilada.
—¿Qué quieres decir con eso? —exclamé poniéndome de pie de un salto y derramando casi el café, muy consciente sin embargo de que Pistache, sentada junto a mí, estaba escuchando. Jamás les había hablado de Reinette o de Cassis a mis hijas. Nunca los habían llegado a conocer. Por lo que ellas sabían, yo era hija única. Jamás les había dicho ni una sola palabra acerca de mi madre.
Yannick me miró tímidamente.
—Bueno, Mamie, ya sabes que en realidad esta casa debía heredarla él.
—No es que te culpemos.
—Pero él era el mayor y según el testamento de vuestra madre…
—¡Esperad un minuto! —intenté evitar que mi voz sonara estridente pero por un instante hablé igual que mi madre. Vi que Pistache se estremecía—. Le pagué a Cassis un buen dinero por esta casa —dije moderando el tono—. Después del incendio no quedó más que el esqueleto, todo estaba calcinado con las vigas asomándose entre las tejas. Él jamás habría podido vivir aquí, ni tampoco lo habría querido. Le pagué bien, más de lo que me podía permitir y…
—Shhh. Está bien. —Laure miró a su marido—. Nadie está sugiriendo que el acuerdo fuera impropio en ningún sentido.
Impropio.
Era una palabra típica de Laure, remilgada, autosatisfecha y con la dosis justa de escepticismo. Sentí como mi mano se aferraba con más fuerza a la taza de café, lo que me dejó impresos puntitos brillantes de quemazón en las yemas de los dedos.
—Pero ponte en nuestro lugar. —Ese era Yannick, con su rostro ancho e iluminado—. La herencia de nuestra abuela.
No me gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Muy en especial me molestaba la presencia de Pistache, cuyos ojos redondos lo asimilaban todo.
—Ninguno de vosotros llegó a conocer a mi madre —les interrumpí bruscamente.
—No se trata de eso, Mamie —se apresuró a decir Yannick—. De lo que se trata es de que erais tres. Y la herencia fue dividida entre tres. ¿No es cierto?
Asentí cautelosamente.
—Pero como el pobre papá ha fallecido, no nos queda más que preguntarnos si el acuerdo informal al que vosotros dos llegasteis es justo para los restantes miembros de la familia. —Su tono era casual pero advertí el brillo de sus ojos y me eché a gritar, repentinamente furiosa.
—¿A qué acuerdo informal te estás refiriendo? Ya te he dicho que le pagué bastante dinero —firmé los papeles…
—Yannick no pretendía molestarte, Mamie —dijo Laure poniéndome la mano en el brazo.
—Nadie me está molestando —repliqué fríamente.
Yannick pasó por alto el comentario y continuó.
—Es sólo que alguien podría pensar que el acuerdo al que llegaste con el pobre papá, un hombre enfermo y desesperado por conseguir algo de dinero…
Vi que Laure escrutaba a Pistache y maldije por lo bajo.
—Además de la tercera parte no reclamada que debería haberle pertenecido a Tante Reine, «la fortuna enterrada bajo el suelo de la bodega», las diez cajas de Burdeos escondidas allí el año en que ella nació, ocultas y emparedadas para evitar que los alemanes y lo que viniese después las descubriesen, por un valor de mil francos o más por botella, me atrevería a asegurar, todo ello en espera de que lo recojan.
¡Maldición! Cassis jamás había sido capaz de mantener la boca cerrada cuando debía.
—Eso sigue ahí para ella. Yo no he tocado nada —lo interrumpí bruscamente.
—Pues claro que no, Mamie. Aun así… —Yannick sonrió tristemente, pareciéndose tanto a mi hermano que casi me causó dolor. Le eché una rápida mirada a Pistache, sentada muy erguida en la silla, con el rostro inescrutable—… Aun así, tienes que admitir que Tante Reine no está en situación de reclamarlas ahora y, ¿no te parece justo para todos los implicados…?
—No tocaré nada de lo que pertenezca a Reine —aseguré impávida—, no tocaré nada. Ni tampoco os lo daré a vosotros. ¿Responde eso a tu pregunta?
Laure se volvió entonces hacia mí. Con aquel vestido negro y con la luz de la lámpara reflejada en su rostro se me ocurrió pensar que estaba gravemente enferma.
—Lo siento —dijo lanzándole una mirada significativa a Yannick—. El propósito de esta conversación no era el dinero. Es evidente que no esperamos que dejes tu hogar ni que nos des ninguna parte de la herencia de Tante Reine. Si alguno de los dos hemos dado la impresión…
Meneé la cabeza asombrada.
—Entonces ¿de qué diablos se trata?
—Había un libro… —me interrumpió Laure con los ojos resplandecientes.
—¿Un libro? —repetí.
—Papá nos lo contó —dijo Yannick asintiendo con la cabeza—. Tú se lo dejaste ver.
—Un libro de recetas —puntualizó Laure con extraña serenidad—. Debes de conocer de memoria todas las recetas. Si nos pudieses dejar que le echásemos un vistazo, prestárnoslo…
—Por supuesto pagaríamos por todo lo que utilizásemos —se apresuró a añadir Yannick—. Míralo como una forma de mantener vivo el apellido Dartigen.
Debió ser eso lo que lo desencadenó: el nombre. Por unos breves instantes, la confusión, el miedo y la incredulidad se habían debatido en mi interior, pero la mención de aquel nombre fue como si un gran clavo de terror me hubiese atravesado por dentro. De un manotazo derribé todas las tazas de café que había sobre la mesa y que fueron a estrellarse contra las baldosas de terracota de mi madre. Acerté a ver a Pistache mirándome extrañada, pero no podía hacer nada salvo seguir el cauce de mi rabia.
—¡No, nunca! —Mi voz se alzó como lo haría una cometa roja en una pequeña habitación y por un segundo abandoné mi cuerpo y me observé desde arriba, impávida, una mujer triste de rasgos angulosos con un vestido gris y con el cabello fieramente recogido atrás en un moño. Vi una extraña mirada de comprensión en los ojos de mi hija y una hostilidad velada en los rostros de mi sobrino y mi sobrina, luego la rabia se apoderó de mí y me perdí a mí misma durante un rato—. ¡Sé lo que queréis! —gruñí—. Si no podéis tener a Mamie Framboise, entonces os conformaréis con Mamie Mirabelle. ¿No es eso? —La respiración me rasgaba como si hubiese sido un alambre de púas—. Bueno, no sé qué fue lo que Cassis os contó, pero no era asunto suyo, ni vuestro tampoco. ¡Esa vieja historia ha muerto! ¡Ella está muerta y no sacaréis nada de mí, ni aunque paséis cincuenta años esperando! —Estaba sin aliento y me dolía la garganta de gritar. Cogí el regalo más reciente, una caja de pañuelos qué estaba encima de la mesa de la cocina envuelta en su papel plateado y se la devolví ferozmente a Laure—. Y ya os podéis llevar vuestros sobornos y os los podéis meter en vuestro fino culo junto con vuestros menús de París y el coulis picante de albaricoque y vuestro pobre papá —bramé en voz ronca.
Nuestras miradas se cruzaron por un segundo y por fin vi caer el velo de la suya, revelándose de verdad, llena de odio.
—Podría hablar con mi abogado —empezó.
—¡Eso es! —aullé echándome a reír—. ¡Tu abogado! Al final siempre se acaba ahí ¿no? —Volví a lanzar una carcajada salvaje—. ¡Tu abogado!
Yannick intentó calmarla, con los ojos brillándole por la alarma.
—Bueno chérie, ya sabes cómo…
Laure se volvió hacia él ferozmente.
—¡Quítame de encima tus asquerosas manos!
Seguí riéndome a carcajadas, inclinándome sobre mí misma. Puntos de oscuridad danzaban ante mis ojos. Laure me lanzó una mirada cargada de odio y luego recobró la compostura.
—Lo siento —su voz era glacial—. No te imaginas lo importante que esto es para mí. Mi carrera…
Yannick intentaba llevarla hacia la puerta, mirándome con recelo.
—Nadie pretende molestarte Mamie —se apresuró a decir—. Volveremos cuando estés más razonable. No pretendemos quedarnos con el libro.
Las palabras iban cayendo como cartas resbaladizas. Reí más fuerte. Sentía cómo el terror iba creciendo dentro de mí, pero no podía controlar la risa, y aún después de que se hubieran ido —el chirrido de los neumáticos del Mercedes extrañamente furtivo en la noche—, seguía presa de espasmos ocasionales, que se transformaban en amargos sollozos a medida que la adrenalina me abandonaba, dejándome turbada y vieja.
Muy vieja.
Pistache seguía mirándome, el rostro indescifrable. La carita de Prune asomó por detrás de la puerta del dormitorio.
—¿Mémée? ¿Qué pasa?
—Vuelve a la cama, cariño —le dijo rápidamente Pistache—. Todo va bien. No pasa nada.
Prune parecía dudosa.
—¿Por qué gritaba Mémée?
—Por nada —su voz era más seca ahora, ansiosa—. Vuelve a la cama.
Prune se fue a desgana. Pistache cerró la puerta.
Nos sentamos en silencio.
Sabía que hablaría cuando estuviese preparada, como también sabía que más me vaha no meterle prisas. Parece muy dulce pero tiene una vena de tozudez. La conozco bien, yo también la tengo. Así que me puse a fregar los platos y las tazas, los sequé y los coloqué. Después cogí un libro e hice como que leía.
Al cabo de un rato Pistache habló.
—¿A qué se referían con lo de la herencia?
Me encogí de hombros.
—Nada. Cassis les hizo creer que era un hombre rico para que lo cuidasen en su vejez. Deberían haberse dado cuenta. Eso es todo. —Esperé que dejara la conversación ahí pero había una arruga de terquedad entre los ojos que vaticinaba problemas.
—Ni siquiera sabía que tuviera un tío —dijo lacónica.
—No teníamos demasiada relación.
Silencio. Casi podía ver cómo le daba vueltas a aquello en la mente y hubiera deseado poder detener la rueda de sus pensamientos, pero sabía que era imposible.
—Yannick se parece mucho a él —comenté, intentando que mi voz sonara despreocupada—. Guapo e irreflexivo. Y su mujer lo tiene dominado como a un oso bailarín —dije afectadamente, esperando que esbozase una sonrisa, pero en su lugar su mirada se hizo aún más pensativa.
—Parecen creer que lo engañaste —comentó—. Que lo convenciste cuando estaba enfermo.
Me obligué a mí misma a comedirme. A estas alturas la rabia no iba a ayudar a nadie.
—Pistache —empecé pacientemente—. No debes creer todo lo que te digan ese par. Cassis no estaba enfermo, al menos, no de la manera que pareces pensar. Se arruinó bebiendo, abandonó a su mujer y a su hijo y vendió la granja para pagar sus deudas.
Me miró con curiosidad y tuve que hacer un esfuerzo para mantener el tono de mi voz.
—Mira, todo eso pasó hace mucho tiempo. Se ha acabado. Mi hermano está muerto.
—Laure dijo que tenías una hermana.
—Reine-Claude —dije asintiendo.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No teníamos…
—… mucho contacto. Ya me lo imagino.
Habló en voz queda y monocorde. Volví a sentir una punzada de miedo y añadí en un tono más brusco de lo que habría querido.
—¿Bueno? Tú ya lo entiendes ¿no? Al fin y al cabo Noisette y tú nunca… —Me mordí la lengua pero era tarde. Vi cómo se arredraba y me maldije por ello.
—No, pero yo al menos lo intenté. Por ti.
Maldita sea. Había olvidado lo sensible que era. Durante todos estos años la había considerado la más tranquila, viendo a mi otra hija crecer cada día más rebelde y testaruda… Sí, Noisette siempre fue mi favorita. Pero hasta ahora pensé que lo había disimulado mejor. Si hubiese sido Prune la habría estrechado entre mis brazos pero al mirarla ahora, a aquella mujer de treinta años, tranquila y de rostro impávido, esbozando una sonrisa tenue y dolida y con aquellos ojos soñolientos de gato… Pensé en Noisette y en cómo la había convertido en una extraña para mí por el orgullo y la terquedad. Intenté explicárselo.
—Nos separamos hace mucho tiempo. Después… de la guerra. Mi madre estaba… enferma y… fuimos a vivir con parientes distintos. No teníamos contacto. —Aquello era parcialmente verdad, o, al menos era tan cercano a la verdad como me era posible contarle—. Reine se fue a… trabajar… a París. Cayó… enferma. Está en un hospital privado en las afueras de París. Fui a visitarla una vez pero…
¿Cómo podía explicárselo? El tufo a institución que flotaba en el lugar, a col hervida, a ropa sucia y a enfermedad; los televisores ululando en habitaciones llenas de gentes perdidas, que se echaban a llorar por el mero hecho de que no les gustaran las manzanas asadas o que a veces se ponían a gritar unos contra otros con inesperada violencia, alzando los puños indecisos y empujándose mutuamente contra las paredes de color verde pálido. Había un hombre en una silla de ruedas, un hombre bastante joven con el rostro lleno de cicatrices y los ojos en blanco, desesperado. Durante todo el rato que duró mi visita no paró de gritar: «¡No me gusta estar aquí! ¡No me gusta estar aquí!», hasta que su voz fue apagándose en un zumbido e incluso yo misma me sorprendí olvidando su sufrimiento. Había una mujer en un rincón con el rostro vuelto hacia la pared, llorando quedamente sin que nadie le prestase la menor atención. Y la mujer echada en la cama; aquella cosa enorme e hinchada con el pelo teñido, los muslos redondos y pálidos y los brazos fríos y suaves como pasta fresca, sonriendo para sí, serenamente, y murmurando… Sólo la voz era la misma, y sin ella jamás lo habría creído, una voz de muchacha farfullando sílabas incomprensibles, los ojos tan inexpresivos y redondos como los de un búho. Me obligué a tocarla.
—Reine. Reinette.
De nuevo aquella sonrisa insípida, un ligero movimiento de cabeza, como si en sus sueños ella fuese la reina y yo la súbdita. Había olvidado su nombre, me dijo tranquilamente la enfermera pero era bastante feliz; tenía sus «días buenos» y le encantaba ver la televisión, sobre todo los dibujos animados, también le gustaba que le cepillaran el cabello mientras escuchaba la radio…
—Por supuesto seguimos teniendo nuestros delirios —comentó la enfermera y me paralicé al oír las palabras, sintiendo que algo se encogía en mi estómago y se convertía en un fuerte nudo de terror—. Nos despertamos en mitad de la noche —extraño pronombre, como si al tomar parte de la identidad de la mujer fuese capaz de compartir parte de la experiencia de ser vieja y loca—, y a veces también tenemos nuestras rabietas ¿verdad? —me sonrió radiante, una mujer joven y rubia de veintitantos años, y en aquel instante la odié tanto por su juventud y su alegre ignorancia que a punto estuve de devolverle la sonrisa.
Ahora sentía la misma sonrisa congelada en mi rostro al mirar a mi hija y me odié por ello. Intenté que mi voz sonara desenfadada.
—Ya sabes que no soporto las residencias de ancianos, los hospitales… —confesé en tono de disculpa—. Le envío algo de dinero.
Metí la pata. Hay días en los cada vez que una abre la boca es para meter la pata. Mi madre lo sabía bien.
—Dinero —repitió Pistache desdeñosamente—. ¿Acaso es eso lo único que le importa a la gente?
Se fue a dormir poco después y nada volvió a ir bien entre nosotras aquel verano. Dos semanas después se marchó, un poco antes de lo que solía, alegando cansancio y la proximidad del inicio del curso escolar, pero me di cuenta de que algo iba mal. Intenté hablar con ella en un par de ocasiones pero no sirvió de nada. Se mantenía distante, con ojos cautos. Me di cuenta de que recibía mucho correo pero no pensé en ello hasta mucho después. Tenía la mente puesta en otro sitio.