Volvimos a encontrarnos en el mismo lugar una semana después. Cassis le contó un rumor de que había juego a altas horas de la noche en Le Chat Rouget y algunas palabras que había oído decir al cura Traquet fuera del cementerio sobre un escondite secreto para la plata de la iglesia.
Pero Leibniz parecía preocupado.
—He tenido que esconder esto a los demás —me dijo—. Probablemente no les habría gustado que te lo diera. —De debajo de la chaqueta del uniforme que yacía tirada descuidadamente en la orilla del río sacó una bolsa fina de lona verde que medía más de un metro y que emitió un ligero ruido al entregármela—. Es para ti —dijo, y al ver que yo dudaba—: Vamos.
La bolsa contenía una caña de pescar. No era nueva pero incluso yo podía apreciar que se trataba de una pieza de gran calidad, de bambú oscuro ennegrecido por el tiempo y un carrete de metal brillante que se tensó bajo mis dedos con la misma suavidad que si se tratase de un rodamiento de bolas. Emití un largo y profundo suspiro de asombro.
—¿Es… para mí? —pregunté, sin atreverme a creerlo.
Leibniz se echó a reír, un sonido alegre y sin matices.
—Por supuesto —dijo—. Nosotros los pescadores tenemos que ayudarnos los unos a los otros ¿no te parece?
Toqué la caña con dedos indecisos y ansiosos. El carrete estaba frío y ligeramente aceitoso, como si hubiese sido engrasado.
—Pero deberás guardarlo bien, ¿eh, backfisch? —me dijo—. No se lo vayas contando a tus padres y a tus amigos. Sabes cómo guardar un secreto ¿no es así?
—Por supuesto —asentí.
Sonrió. Tenía los ojos grises, oscuros y despejados.
—Pesca a ese lucio del que me habías hablado, ¿eh?
Asentí de nuevo.
—Créeme —dijo sonriendo—, con esa caña podrías pescar hasta un submarino alemán.
Le eché una mirada crítica para ver si se estaba burlando de mí. Era evidente que se estaba divirtiendo, pero era una burla amable, pensé, y había cumplido su parte del trato. Sólo había una cosa que me preocupaba.
—Madame Petit… —empecé vacilante—. No le habrá pasado nada, ¿no?
Leibniz apagó el cigarrillo y tiró la colilla al agua.
—Yo diría que no —dijo en tono indiferente—. No si mantiene la boca cerrada. —De pronto me lanzó una mirada penetrante que incluyó a Cassis y a Reinette—. Y vosotros tres también. No digáis nada sobre esto ¿de acuerdo?
Asentimos.
—Ah, una cosa más —se metió la mano en el bolsillo—. Me temo que tendréis que compartirla. Sólo pude encontrar una. —Y sacó una naranja.
Era encantador. Nos había cautivado a todos, a Cassis menos que a Reine y a mí, quizá porque era el mayor y entendía más de los peligros que corríamos, Reinette, tímida y con las mejillas arreboladas y yo… Bueno, quizá fuese sobre todo yo. Empezó con la caña de pescar pero fueron muchas cosas más, su acento, sus maneras despreocupadas, aquella mirada indolente suya y su forma de reír… Oh, era un hombre realmente encantador, no como intentaba serlo Yannick, el hijo de Cassis, con sus maneras toscas y sus ojos de comadreja. No, Tomas Leibniz tenía un encanto natural, incluso para una chiquilla solitaria con la cabeza llena de tonterías.
No sabría decir bien qué era. Reine habría dicho que era la forma con la que miraba a una o la forma en que sus ojos cambiaban de color —a veces gris verdoso, a veces gris pardusco como el río—, o cómo caminaba con la gorra inclinada a un lado y las manos en los bolsillos, como un muchacho haciendo novillos del colegio… Cassis habría dicho que era su naturaleza inquieta, su forma de cruzar a nado el Loira en su tramo más ancho o colgarse boca abajo desde el puesto de vigilancia como si fuera un chaval de catorce años, con el mismo desprecio juvenil por el miedo. Sabía todo acerca de Les Laveuses antes incluso de haber puesto un pie ahí; era un muchacho del campo de la Selva Negra y estaba lleno de anécdotas sobre su familia, sus hermanas, sus hermanos, sus planes. Siempre estaba haciendo planes. Había días en los que todo lo que decía parecía empezar con las mismas palabras —«Cuando sea rico y la guerra haya terminado…»— oh, sus planes no conocían límite. Era el primer adulto que habíamos conocido que seguía pensando como un muchacho y quizá fuera eso, al fin y al cabo, lo que nos atrajo de él. Era uno de nosotros, eso era todo. Jugaba con nuestras mismas reglas.
Había matado a un inglés y a dos franceses en lo que llevaba de guerra. No lo ocultaba, pero por la forma en que nos contaba lo sucedido habríamos jurado que no tenía ninguna otra opción. Podría haber sido nuestro padre, pensé después. Pero aun así lo habría perdonado. Le habría perdonado cualquier cosa.
Al principio estaba en guardia, claro está. Volvimos a verlo en tres ocasiones más, dos veces solo en el río, otra en el cine con los demás, Hauer, Heinemann —robusto y pelirrojo— y el lento y gordinflón de Schwartz. Dos veces le enviamos mensajes a través del chico del puesto de periódicos, otras dos veces recibimos cigarrillos, revistas, libros, chocolate y un paquete de medias de nylon para Reinette. Por lo general la gente suele ser menos precavida con los niños. Miden menos sus palabras. Recogíamos más información de lo que podría imaginarse y se la pasábamos a Hauer, Heinemann, Schwartz y Leibniz. Los demás soldados apenas nos dirigían la palabra. Schwartz, que casi no sabía francés, sonreía impúdicamente a Reinette y le susurraba cosas en su alemán gutural y grasiento. Hauer era rígido y poco amable, y Heinemann parecía preso de una nerviosa energía, rascándose incesantemente su barba rojiza de tres días que parecía una parte indeleble de su rostro… Los otros me incomodaban.
Pero no Tomas. Tomas era uno de los nuestros. Fue capaz de llegar a nosotros como nadie lo había hecho. No se trataba de algo tan evidente como la indiferencia de nuestra madre o la pérdida de nuestro padre, ni siquiera la falta de compañeros de juegos o las privaciones de la guerra. Apenas éramos conscientes de todas esas cosas, viviendo como vivíamos en nuestro pequeño y salvaje mundo imaginario. Realmente nos sorprendimos de lo mucho que llegamos a necesitar a Tomas. No por lo que nos daba; el chocolate, la goma de mascar, el maquillaje o las revistas. Necesitábamos a alguien a quien contarle nuestras hazañas, alguien a quien impresionar, un amigo conspirador que poseyera la energía de la juventud y la urbanidad que da la experiencia, alguien que supiera contar historias tan buenas que Cassis apenas no podía ni soñarlas. Naturalmente, eso no sucedió de un día para otro. Éramos animales salvajes, como madre decía, y necesitábamos que nos domasen. Él debió de darse cuenta desde el principio, por la manera tan astuta con la que nos fue camelando uno a uno, haciéndonos sentir especiales… Incluso ahora, que Dios me perdone, llego a creérmelo. Incluso ahora.
Escondí la caña en el cofre del tesoro para mayor seguridad. Debía tener mucho cuidado cuando la utilizaba, pues todo el mundo en Les Laveuses estaba dispuesto a ocuparse de los asuntos ajenos si uno no sabía ocuparse de ellos él mismo, y bastaba un comentario casual para alertar a madre. Naturalmente, Paul lo sabía pero le dije que la caña había sido de mi padre y, con su tartamudeo, no era de los que iban contando chismes. En cualquier caso, si alguna vez llegó a sospechar algo jamás lo dijo y yo le estaba agradecida por ello.
Julio se volvió caluroso y poco afable, con tormentas día sí día no y el cielo reventando enloquecido y grisáceo sobre el río. Al final de mes el Loira se desbordó arrastrando corriente abajo todas mis trampas y redes y desbordándose hasta los campos de Hourias, con el maíz ya amarillento a tres semanas de su completa maduración. Llovió casi cada noche aquel mes y los relámpagos se esparcían como crujientes rollos de papel de plata haciendo que Reinette gritara y fuese a esconderse debajo de la cama mientras Cassis y yo nos poníamos delante de la ventana abierta de par en par, con la boca abierta para ver si podíamos captar las señales de radio en nuestros dientes. Madre tenía más dolores de cabeza que nunca y sólo utilicé la bolsita con la naranja, revitalizada ahora con la piel de la naranja que me había dado Tomas, dos veces aquel mes y a lo largo del mes siguiente. El resto era problema suyo; a menudo dormía mal y se levantaba con la boca llena de alambre y sin ningún pensamiento amable en la cabeza. En aquellos días pensaba en Tomas como un hombre hambriento piensa en la comida. Creo que a los demás les sucedía lo mismo.
La lluvia causó también muchos daños en nuestra fruta. Las manzanas, las peras y las ciruelas se inflaron grotescamente y luego reventaron y se pudrieron en los árboles, y las avispas se apretujaban en las grietas de modo que los árboles estaban marrones por su presencia y zumbaban lentamente. Mi madre hizo todo lo que pudo. Cubrió algunos de sus árboles favoritos con tela alquitranada para protegerlos de la lluvia pero incluso eso no fue de gran ayuda. El suelo, resecado y emblanquecido por el sol de junio estaba enfangado y los árboles estaban en medio de charcos de agua, ahora con las raíces expuestas pudriéndose. Madre echaba serrín y tierra alrededor de la base para protegerlos de la putrefacción pero no sirvió de nada. La fruta caía al suelo y hacía una sopa dulzona de barro. Salvamos lo que pudimos recoger y con ello hicimos confitura de frutas verdes, pero todos sabíamos que la cosecha se había echado a perder antes siquiera de haber llegado su hora. Madre dejó de hablarnos. Durante aquellas semanas tenía la boca continuamente apretada en una fina línea blanca y los ojos hundidos. El tic precursor de sus dolores de cabeza era casi permanente y el nivel de las pastillas en la jarra del cuarto de baño disminuía más rápido que nunca.
Los días de mercado eran especialmente silenciosos y sombríos. Vendíamos lo que podíamos —todas las cosechas de la región habían sido malas y no había ni un solo agricultor a lo largo del Loira que no hubiera sufrido— pero las judías blancas, las patatas, las zanahorias, los calabacines e incluso los tomates habían enfermado con el calor y la lluvia y había muy poco para vender. En su lugar, nos pusimos a vender nuestras provisiones para el invierno, las confituras y los embutidos, las terrinas y las conservas de carne que madre había hecho la última vez que habíamos matado un cerdo; en su desespero, le parecía que cada venta era la última. Algunos días su mirada era tan negra y amarga que los clientes se daban media vuelta y huían antes que comprarle algo, y yo me retorcía por dentro de vergüenza por ella y por nosotros mientras ella permanecía con el rostro impávido y la mirada perdida, y un dedo en la sien como si fuese el cañón de una pistola.
Una semana llegamos al mercado y descubrimos que la tienda de Madame Petit había sido clausurada. Monsieur Loup, el pescadero, me dijo que la mujer había recogido sus cosas un buen día y se había marchado sin dar ninguna explicación ni otra dirección.
—¿Fueron los alemanes? —pregunté con cierto desasosiego—. ¿Por ser judía, me refiero?
Monsieur Loup me dirigió una extraña mirada.
—No sé nada de eso. Sólo sé que se largó un día sin más. No he oído nada de lo otro y si tienes algo de sentido común no irás por ahí contándoselo a nadie.
Había tal frialdad y desaprobación en su expresión que me disculpé, avergonzada, y me fui, olvidándome casi del paquete con los restos de pescado.
El alivio que sentí porque Madame Petit no hubiese sido arrestada fue atemperado por un sentimiento de decepción. Durante algún tiempo medité tristemente en silencio y luego empecé a hacer discretas averiguaciones en Angers acerca de las personas sobre las que habíamos pasado información. Madame Petit, Monsieur Toupet o Toubon, el profesor de latín, el barbero de enfrente de Le Chat Rouget que recibía tantos paquetes, los dos hombres a quienes habíamos oído hablar fuera del Palais-Doré un jueves después de la película… Por extraño que parezca, la idea de haber estado pasando información inútil —quizá para el divertimiento y la sorna de Tomas y de los otros— me preocupaba más que la posibilidad de causar algún daño a la gente que denunciábamos.
Creo que Cassis y Reinette sabían la verdad. Pero los nueve años son un continente diferente a los doce y los trece. Poco a poco empecé a darme cuenta de que ni una sola persona de las que habíamos denunciado había sido arrestada o interrogada siquiera, ni habían hecho ninguna redada en cualquiera de los lugares que habíamos mencionado como sospechosos. Incluso la misteriosa desaparición de Monsieur Toubon o Toupet, el malhumorado profesor de latín, resultaba fácilmente explicable.
—¡Oh, se fue a Rennes a la boda de su hija! —dijo Monsieur Doux sin darle importancia—. No hay nada de misterioso, pequeña. Yo mismo le entregué la invitación.
Ese pensamiento me estuvo corroyendo durante un mes hasta que sentí que tenía un nido de avispas en la cabeza, zumbando todas al mismo tiempo. Pensaba en ello mientras salía a pescar, ponía trampas, jugaba con Paul a las pistolas o excavaba cuevas en el bosque. Perdí peso. Mi madre me observaba con mirada crítica y decía que estaba creciendo tan aprisa que eso estaba afectando a mi salud. Me llevó al doctor Lemaître, que me mandó tomar un vaso de vino al día, pero ni siquiera eso causó algún cambio. Empecé a imaginar que la gente me seguía, que hablaban de mí. Perdí el apetito. Pensaba que Tomas y los otros eran miembros secretos de la Resistencia y que maquinaban eliminarme. Al final le acabé confesando mis preocupaciones a Cassis.
Estábamos solos en el puesto de vigilancia. Había estado lloviendo otra vez y Reinette estaba en casa con un resfriado. No era mi intención contárselo todo, pero una vez que hube empezado las palabras se desparramaron como los granos de un saco que ha reventado. No había manera de pararlas. En la mano llevaba la bolsa verdosa con la caña de pescar y en un instante de rabia la arrojé desde el árbol hasta los matojos y se quedó enredada entre las zarzas.
—No somos ningunos críos —grité furiosa—. ¿Acaso no se creen las cosas que les contamos? ¿Por qué me dio Tomas eso —señalé hacia la distante bolsa de pesca— si no me lo había ganado?
Cassis me miró asombrado.
—Cualquiera diría que esperabas que fusilara a alguien —dijo incómodo.
—Por supuesto que no —mi voz era hosca—, sólo pensé que…
—Tú no pensaste nada. —El tono era el del viejo y superior Cassis, impaciente y desdeñoso—. ¿De verdad piensas que ayudamos a que encierren a la gente o a que los maten? ¿Crees que haríamos algo así? —Parecía consternado pero en el fondo sabía que se sentía adulado.
«Eso es exactamente lo que pensaba —pensé para mí—. Y si a ti te conviniera, Cassis, estoy convencida de que tú harías exactamente lo mismo». Me encogí de hombros.
—Eres tan ilusa, Framboise… —dijo mi grandilocuente hermano—. En realidad eres demasiado pequeña para estar metida en una cosa así.
Justamente entonces supe que ni siquiera él lo había entendido al principio. Había sido más rápido que yo, pero al principio tampoco él lo había sabido. Aquel primer día en el cine estaba realmente asustado, desabrido con sudor y nerviosismo. Y luego, hablando con Tomas… había visto el miedo en sus ojos. Más tarde, sólo más tarde entendió la verdad.
Cassis hizo un gesto de impaciencia y desvió la mirada.
—Chantaje —me escupió furiosamente en la cara bañándome en saliva—. ¿Lo captas? ¡De eso es de lo que se trata! ¿Crees que ellos lo tienen fácil en Alemania? ¿Crees que están mucho mejor de lo que lo estamos nosotros? ¿Crees que sus hijos tienen zapatos o chocolate o cosas de ésas? ¿No se te ha ocurrido pensar que también ellos pueden querer esas cosas de vez en cuando?
Lo miré boquiabierta.
—Tú no pensaste nada. —Sabía que estaba furioso, no por mi ignorancia sino por la suya—. Allí sucede lo mismo también, estúpida —gritó—. Están recogiendo cosas para mandar a casa. Averiguando cosas de gente y luego haciéndoles pagar por mantener la boca cerrada. ¿No oíste lo que dijo de Madame Petit? «Está metida hasta el cuello en el mercado negro». ¿Crees que la hubieran dejado marchar si él se lo hubiera contado a alguien? —Ahora resollaba, al borde de la risa—. ¡Por nada del mundo! ¿Acaso no has oído lo que les hacen a los judíos en París? ¿No has oído hablar de los campos de exterminio?
Encogí los hombros sintiéndome estúpida. Por supuesto que había oído hablar de esas cosas. Lo que ocurría es que en Les Laveuses todo era diferente. Todos sabíamos lo de los campos de exterminio nazis, pero en mi mente aparecían asociados con el Rayo de la Muerte de La guerra de los mundos. La imagen de Hitler se confundía con las películas de Charlie Chaplin que aparecían en las revistas de cine de Reinette; los hechos se mezclaban con el folclore, los rumores y la ficción; los noticieros se convertían en seriales de guerreros de más allá del planeta Marte y los vuelos nocturnos por el Rin en pistoleros y pelotones de ejecución, los submarinos alemanes en el Nautilus a veinte mil leguas de viaje submarino.
—¿Chantaje? —repetí sin comprender.
—Negocio —corrigió Cassis cortante—. ¿Te parece justo que algunos tengan chocolate, café y buenos zapatos, revistas y libros mientras otros tienen que pasar sin todo eso? ¿No crees que deben pagar por esos privilegios? ¿Compartir algo de lo que tienen? ¿Y los hipócritas como Monsieur Toubon y los mentirosos? ¿No crees que deben pagar también? No es que no puedan permitírselo. No es que le hagan daño a nadie.
Podría haber sido Tomas el que estuviera hablando. Y eso hacía que sus palabras fuesen difíciles de olvidar.
Lentamente asentí.
Me pareció que Cassis parecía aliviado.
—No es lo mismo que robar —continuó impaciente—. Lo del mercado negro es de todos. Yo sólo me aseguro de que recibimos lo que nos corresponde.
—Como Robin Hood.
—Exacto.
Volví a asentir. Visto así era perfectamente justo y razonable.
Satisfecha, fui a recoger la bolsa de pesca de donde la había tirado entre las zarzas, contenta, al fin y al cabo, por la información que acababa de recibir.