No les conté nada a Cassis o Reinette de lo que había sucedido entre Leibniz y yo. Haberles dicho algo habría significado restarle autoridad. Por contra me guardé el secreto, acariciándolo en mi mente como un tesoro robado. Me daba un sentimiento de poder extrañamente adulto.
Ahora pensaba en las revistas de cine de Cassis y en la barra de labios de Reinette con cierto desdén. Se creían muy listos. Pero ¿qué habían hecho en realidad? Se habían comportado como niños contando chismes en la escuela. Los alemanes los trataban como niños, sobornándolos con chucherías. Leibniz no había intentado sobornarme. Me había tratado como a una igual, con respeto.
La granja de Hourias fue duramente expoliada. Los huevos de una semana, parte de la leche, dos mitades enteras de cerdo salado, siete libras de mantequilla, un barril de aceite, veinticuatro botellas de vino que estaban mal escondidas detrás de un tabique de la bodega más un montón de terrinas y conservas, todo requisado. Paul me lo contó. Sentí un ligera punzada de dolor por él —su tío era el que en mayor medida aprovisionaba a la familia— y me hice la firme promesa de compartir con él mi comida siempre que pudiese. Por otra parte, la temporada no había hecho más que empezar. Philippe Hourias no tardaría en recuperarse de sus pérdidas. Y yo tenía otras cosas en que pensar.
La bolsita de naranja seguía escondida donde la dejé. No debajo del colchón, aunque Reinette seguía insistiendo en mantener el mismo lugar para guardar sus chismes de belleza creyendo que era secreto. No; mi escondite era mucho más imaginativo. Había puesto la bolsita en un tarro de cristal de boca estrecha y lo había dejado caer en el barril de las anchoas saladas que mi madre guardaba en la bodega, atado con un trozo de cuerda, lo que me permitía localizarlo cuando lo necesitara. Era poco probable que me descubrieran, pues a mi madre le desagradaba el fuerte olor de las anchoas y siempre me enviaba a mí a buscarlas cuando las necesitaba.
Sabía que volvería a funcionar.
Esperé a la noche del miércoles. Esta vez oculté la bolsa bajo la rejilla de la cocina, donde el calor haría que el vapor saliera despedido más rápidamente. Como era de esperar, madre no tardó en empezar a frotarse las sienes en cuanto se puso a trabajar en la cocina, hablándome bruscamente si me retrasaba en traerle la harina o la madera, regañándome —«¡Que no se te ocurra desportillarme mis platos buenos!»— y husmeando el aire con aquella mirada animal de confusión y desespero. Cerré la puerta de la cocina para que el efecto fuera mayor; el aroma a piel de naranja invadió la estancia una vez más. Oculté la bolsita en su almohada como hiciera la vez anterior, cosiéndola en la funda rayada debajo de la almohada; los trozos de piel estaban duros y ennegrecidos por el calor de la cocina, y estaba segura de que sería la última vez que podría usarla.
La comida se quemó.
Nadie se atrevió a mencionarlo; mi madre tocaba el oscuro y frágil encaje negro de las crêpes chamuscadas y luego se palpaba la sien una y otra vez hasta que estaba segura de que iba a ponerme a gritar. Esta vez no preguntó si habíamos traído naranjas a casa aunque podía advertir que deseaba hacerlo. Se limitaba a tocar, desmigar, palpar y agitarse, rompiendo a veces el silencio con una fiera exclamación de rabia a la menor infracción de las normas de casa.
—¡Reine-Claude, el pan encima de la mesa! ¡No quiero que vayas echando migas en mi suelo limpio!
Su voz era punzante, exasperada. Corté una rebanada de pan, volviendo a poner la barra sobre la mesa deliberadamente boca abajo. Por algún motivo eso solía irritar a madre, igual que mi manía de cortar las puntas de ambos lados y desechar la parte central.
—¡Framboise! ¡Pon el pan boca arriba! —Volvió a tocarse la cabeza, fugazmente, como si estuviese comprobando que aún estaba allí—. ¿Cuántas veces tengo que decirte…?
Se quedó paralizada a media frase, con la cabeza a un lado y la boca abierta.
Permaneció así unos treinta segundos o más, con la mirada perdida en la nada, con el rostro de un escolar intentando recordar el teorema de Pitágoras o la declinación del ablativo absoluto. Tenía los ojos de color verde botella y negro como el hielo invernal. Nos miramos en silencio, observándola a medida que iban pasando los segundos. Luego volvió a moverse, el típico gesto brusco de irritación, y empezó a recoger la mesa, a pesar de que aún no habíamos acabado de comer. Tampoco lo mencionó nadie.
Al día siguiente, tal como había previsto, se quedó en la cama y nosotros fuimos a Angers como la vez anterior. En esta ocasión, sin embargo, no fuimos al cine; vagamos por las calles. Cassis fumaba ostentosamente uno de sus cigarrillos y nos instalamos en la terraza del café del centro, Le Chat Rouget. Reinette y yo pedimos un diabolo-menthe y Cassis hizo ademán de pedir pastis, aunque cambió dócilmente a panaché ante la mirada desdeñosa del camarero.
Reine bebía con mucho tiento para evitar que se le corriera el carmín. Parecía nerviosa; movía la cabeza de un lado a otro como si esperara a alguien.
—¿A quién estás esperando? —inquirí curiosa—. ¿A tus alemanes?
Cassis se me quedó mirando.
—Anda, díselo a todo el mundo, idiota —espetó. Bajó la voz—. A veces quedamos aquí —me explicó—. Puedes pasar mensajes sin que nadie se entere. Intercambiamos información.
—¿Qué tipo de información?
Cassis hizo un sonido de irrisión.
—Cualquier cosa —dijo en tono impaciente—. Gente con radios. Mercado negro. Traficantes. Resistencia. —Esta última palabra la pronunció con especial hincapié, bajando aún más la voz.
—Resistencia —repetí.
Intentad imaginaros lo que aquello significaba para nosotros. Éramos unos críos. Teníamos nuestras propias leyes. El mundo de los adultos era un planeta lejano habitado por seres extraños. Entendíamos muy pocas cosas de él. Y aún menos de la Resistencia, aquella cuasiorganización fabulosa. Años después los libros y la televisión la hacían parecer muy especializada; pero no es la imagen que yo guardo de ella. Al contrario, recuerdo una absurda amalgama en la que los rumores se veían desmentidos por otros rumores, los borrachos en los cafés hablaban a voz en grito en contra del nuevo régimen, y la gente huía a casa de sus parientes que vivían en el campo, fuera del alcance del ejército invasor que se expandía más allá de los límites de la tolerancia en las ciudades. La verdadera Resistencia, o sea, el ejército secreto tal y como lo veía la gente, no era sino un mito. Había numerosos grupos, comunistas, humanistas, socialistas, mártires, fanfarrones, borrachos, oportunistas y santos, todos santificados por el tiempo, pero en aquellos días no se parecía en nada a un ejército y menos aún secreto. Madre hablaba de ellos con desprecio. Decía que todos saldríamos mejor librados si la gente mantuviera la cabeza gacha.
Aun así, el murmullo de Cassis me infundió temor. Resistencia. Era una palabra que apelaba a mi sentido de aventura, de drama. Me devolvía imágenes de bandas rivales luchando por el poder, de fugas nocturnas, encuentros secretos, tesoros, peligros desafiados.
En cierto modo era bastante parecido a los juegos a los que solíamos jugar años atrás Reine, Cassis, Paul y yo; las pistolas de patata, las contraseñas y rituales. El juego se había ampliado un poco, eso era todo. Las apuestas estaban más altas.
—Tú no sabes nada de la Resistencia —le dije cínicamente, intentando no parecer impresionada.
—Quizás aún no —confesó Cassis—. Pero podríamos enterarnos. Hasta ahora hemos descubierto un montón de cosas.
—Todo va bien —continuó Reinette—. No hablamos de nadie de Les Laveuses. No se nos ocurriría chivarnos de nuestros vecinos.
Asentí. Eso no sería justo.
—En cualquier caso, en Angers es distinto. Aquí lo hace todo el mundo.
—Yo también podría enterarme de cosas —dije pensándolo un momento.
—¿Qué ibas a hacer tú? —dijo Cassis desdeñosamente.
Estuve a punto de decirle lo que le había dicho a Leibniz de Madame Petit y el paracaídas de seda, pero decidí callarme. En su lugar le hice la pregunta que me había estado preocupando desde que Cassis mencionara por primera vez su trato con los alemanes.
—¿Qué es lo que hacen ellos cuando les contáis cosas? ¿Matan a la gente? ¿Los mandan al frente?
—Pues claro que no. No seas tonta.
—¿Entonces qué?
Pero Cassis ya no me estaba escuchando. Sus ojos estaban fijos en el puesto de periódicos que había junto a la iglesia enfrente de nosotros, en el que había un chico moreno más o menos de su edad que nos miraba con insistencia y luego nos hizo un gesto impaciente.
Cassis pagó las bebidas y se levantó.
—Vamos —anunció.
Reinette y yo lo seguimos. Cassis parecía tener amistad con el otro muchacho, supongo que lo conocía del colegio. Me pareció oír algunas palabras de un trabajo de vacaciones y una risa apagada y nerviosa. Luego lo vi deslizar un papel doblado en la mano de Cassis.
—Hasta luego —dijo Cassis, apartándose de él despreocupadamente.
La nota era de Hauer.
Sólo Hauer y Leibniz hablaban bien francés, me explicó Cassis mientras nos turnábamos para leer la nota. Los demás —Heinemann y Schwartz— apenas si chapurreaban un poco, pero Leibniz podría haber sido francés, alguien de Alsacia o Lorena quizá, con ese dialecto gutural de la región. Por alguna razón noté que eso le gustaba a Cassis, como si el hecho de pasar información a alguien casi francés fuese menos censurable.
«Nos vemos a las doce en el patio del colegio —decía brevemente la nota—. Tengo algo para ti».
Reinette tocó el papel con la punta de los dedos. Se había sonrojado por el nerviosismo.
—¿Qué hora es ya? —dijo—. ¿Llegaremos tarde?
Cassis negó con la cabeza.
—No con las bicicletas —dijo, intentando mantener un tono lacónico—. Vamos a ver lo que tienen para nosotros.
Mientras cogíamos las bicicletas de su habitual escondite en el callejón noté que Reinette sacaba una polvera del bolsillo de su vestido y se miraba fugazmente. Frunció el ceño; echó mano de la barra de labios dorado que guardaba en el bolsillo y se retocó los labios de color escarlata; sonreía, se retocaba y volvía a sonreír. Cerró la polvera. Desde el primer viaje me había quedado claro que tenía algo en mente aparte del cine. El esmero con que se vestía, la atención con que se peinaba, el carmín y el perfume… Todo aquello era por alguien. A decir verdad no era algo que me interesase especialmente. Estaba acostumbrada a Reine y su forma de ser. A los doce ya parecía una chica de dieciséis. Con el cabello ensortijado de aquella manera tan sofisticada y los labios carmesíes, aún parecía mayor. Ya había reparado en las miradas que le dedicaban en el pueblo. A Paul Hourias parecía que se le hubiera comido la lengua el gato cada vez que ella estaba cerca. Incluso Jean-Benet Darius, un hombre mayor de casi cuarenta años, y Auguste Ramondin o Raphaël, el del café… Los hombres la miraban; ya me había dado cuenta. Y ella también; desde el primer día de clase había contado historias sobre los chicos que conocía allí. Una semana era Justin, con aquellos ojos maravillosos o Raymond que hacía reír a toda la clase, o Pierre-André que sabía jugar al ajedrez o Guillaume, cuyos padres se habían trasladado desde París el pasado año… Ahora que lo pienso, incluso podía recordar cuándo se acabaron aquellas historias. Debió de ser más o menos por la fecha en que entraron las tropas alemanas.
Hice un gesto de indiferencia. Seguro que había algún misterio, me dije, pero los secretos de Reinette raramente me intrigaban.
Hauer estaba haciendo guardia en la entrada. Pude verle mejor a la luz del día; un alemán de cara ancha con un rostro casi inexpresivo. En voz baja nos dijo: «Pao arriba, dentro de unos diez minutos», y luego nos hizo un gesto de impaciencia como si nos hiciera continuar. Volvimos a montar en las bicicletas sin mirarlo, ni siquiera Reinette, lo que me indujo a pensar que Hauer no podía ser el objeto de su encaprichamiento.
Aún no habían transcurrido los diez minutos cuando avistamos a Leibniz. Al principio pensé que iba sin uniforme, pero luego advertí que simplemente se había quitado la chaqueta y las botas y tenía los pies colgados sobre el parapeto debajo del cual discurría el sigiloso y pardo Loira. Nos saludó con un gesto jovial y nos indicó que nos uniéramos a él. Arrastramos las bicicletas hacia la orilla para que no se pudiesen ver desde la carretera y luego nos fuimos a sentar junto a él. Parecía más joven de lo que yo recordaba, casi tan joven como Cassis, aunque se movía con una descuidada soltura que mi hermano jamás llegaría a poseer por mucho que se esforzara.
Cassis y Reinette lo observaban en silencio, como niños en un zoológico mirando a un animal peligroso. Reinette estaba colorada. Leibniz no parecía impresionado por nuestro escrutinio y encendió un cigarrillo sonriendo.
—La viuda Petit —dijo por fin entre una bocanada de humo— muy bien. —Sonrió entre dientes—. Seda de paracaídas y cientos de cosas más; estaba metida en el mercado negro hasta el cuello —me hizo un guiño—. Buen trabajo, backfisch.
Los otros me lanzaron una mirada de sorpresa pero no dijeron nada. Permanecí en silencio, debatiéndome entre el placer y la ansiedad por sus palabras de aprobación.
—He tenido suerte esta semana —continuó Leibniz en el mismo tono—. Goma de mascar, chocolate y —se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete— esto.
El esto resultó ser un pañuelo de encaje que le entregó a Reinette. Mi hermana se ruborizó totalmente confundida.
Luego se volvió hacia mí.
—¿Y tú qué, backfisch? ¿Qué es lo que quieres tú? —sonrió—. ¿Barra de labios? ¿Crema para la cara? ¿Medias de seda? No, eso es más del estilo de tu hermana. ¿Una muñeca? ¿Un osito de peluche? —Su tono era ligeramente burlón y le brillaban los ojos, llenos de reflejos plateados.
Ahora había llegado el momento de admitir que lo de Madame Petit no había sido más que un descuido. Pero Cassis seguía mirándome fijamente con aquella expresión de asombro; Leibniz seguía sonriendo; una idea se coló como un destello en mi cabeza.
No lo dudé.
—Un aparejo de pesca —anuncié—. Un buen aparejo de pesca. —Guardé silencio y le lancé una mirada insolente, clavando mis ojos fijamente en los suyos—. Y una naranja.