12

No recuerdo gran cosa de la película. Circonstances atténuantes con Arletty y Michel Simon, una vieja película que Cassis y Reine ya habían visto. Al menos, Reine no se sintió en absoluto molesta por ello; extática, no le quitaba ojo a la pantalla. La historia me pareció poco creíble, demasiado alejada de mi propia realidad. Además, mi mente estaba en otras cosas. El proyector se estropeó en dos ocasiones; la segunda vez las luces se encendieron y el público bramó en señal de desaprobación. Un hombre con aspecto atormentado y vestido con esmoquin pidió silencio. Un grupo de alemanes en el rincón, con los pies descansando en los asientos de delante empezaron a aplaudir lentamente. De pronto, Reine que había salido de su estado de trance para quejarse irritada por la interrupción lanzó un grito de exaltación.

—¡Cassis! —Se inclinó sobre mí y pude oler el químico aroma dulzón en su cabello—. ¡Cassis, está aquí!

—¡Sss! —silbó furiosamente Cassis—. No mires.

Reine y Cassis se quedaron un instante mirando hacia el frente del auditorio, inexpresivos como momias. Luego él musitó algo como quien susurra en una iglesia.

—¿Quién?

Reinette desvió la mirada hacia los alemanes con el rabillo del ojo.

—Ahí —respondió en el mismo tono—. Con otros que no conozco. —A nuestro alrededor la multitud zapateaba y vociferaba. Cassis se arriesgó a mirar.

—Esperaré a que se apaguen las luces —anunció.

Diez minutos después las luces se oscurecieron y la película continuó. Cassis se deslizó de su asiento hacia el fondo de la sala. Lo seguí. En la pantalla, Arletty bailaba y pestañeaba enfundada en un vestido ceñido y escotado. El reflejo de la luz de mercurio iluminaba nuestras figuras agazapadas y presurosas transformando el rostro de Cassis en una máscara lívida.

—Vuelve a tu sitio, idiota —me espetó—. No te quiero conmigo metiéndote por el medio.

—No me meteré por el medio —le dije meneando la cabeza—. No a menos que intentes evitar que te acompañe.

Cassis hizo un gesto impaciente. Sabía que estaba hablando en serio. En la oscuridad noté cómo temblaba por la excitación o los nervios.

—Mantente agachada y déjame hablar a mí —dijo al fin.

Nos detuvimos, agazapados, en el fondo del auditorio, cerca de donde el grupo de soldados alemanes había hecho una isla entre la multitud de civiles. Algunos hombres estaban filmando; veíamos lucecitas rojas en sus rostros vacilantes.

—¿Lo ves ahí, al fondo? —susurró Cassis—. Ése es Hauer. Quiero hablar con él. Tú quédate a mi lado y no abras la boca, ¿estamos?

No respondí. No estaba dispuesta a prometer nada.

Cassis se deslizo por el pasillo junto al soldado que se llamaba Hauer. Mirando alrededor con curiosidad, advertí que nadie nos prestaba ni la más mínima atención salvo un alemán que estaba detrás de nosotros, un hombre joven, delgado y de rostro afilado con la gorra ladeada y un cigarrillo en la mano. Junto a mí oía a Cassis susurrando urgentemente a Hauer y luego el crujido de papeles. El alemán de rostro afilado me sonrió y me hizo un gesto con el cigarrillo.

De pronto, lo reconocí. Era el soldado del mercado, el que me había visto coger la naranja.

Durante un minuto me quedé paralizada sin poder hacer nada salvo mirarlo.

El alemán volvió a gesticular. El resplandor de la pantalla le iluminaba el rostro despidiendo sombras espectaculares de sus ojos y pómulos.

Nerviosa, desvié la mirada hacia Cassis pero mi hermano estaba demasiado ocupado hablando con Hauer para reparar en mí. El alemán seguía mirándome expectante, sus labios esbozaban una ligera sonrisa. Estaba de pie a cierta distancia de los demás. Sostenía el cigarrillo con la punta mirando hacia la palma y vi la mancha oscura de los huesos bajo la carne iluminada. Llevaba puesto el uniforme pero se había desabrochado la chaqueta y llevaba la cabeza desnuda.

Por alguna extraña razón eso me inspiró confianza.

—Ven aquí —susurró el alemán.

No podía hablar. Sentía como si tuviera la boca llena de paja. Hubiera echado a correr de haber estado segura de que mis piernas me responderían. Pero lo que hice fue alzar la barbilla y dirigirme hacia él.

El alemán sonrió y dio otra calada al cigarrillo.

—Eres la pequeña de la naranja ¿no? —dijo mientras me acercaba.

No respondí. A él parecía importarle poco mi silencio.

—Eres rápida. Tan rápida como yo cuando era niño. —Se echó la mano al bolsillo y sacó algo envuelto en papel de estaño—. Toma. Te gustará. Es chocolate.

—No lo quiero —respondí dirigiéndole una mirada llena de recelo.

—Prefieres las naranjas ¿no? —dijo sonriendo de nuevo.

Callé.

—Recuerdo que había un huerto junto al río —dijo en voz queda— cerca del pueblo en el que crecí. Tenía las ciruelas más grandes y moradas que hayas visto nunca. Estaba todo amurallado, y lo rondaban los perros de la granja. Durante todo el verano intenté coger las ciruelas. Tenía que coger aquellas ciruelas. Lo intenté todo. No podía pensar en otra cosa.

Su voz era agradable y con un ligero acento; los ojos le brillaban detrás de los dibujos del humo del cigarrillo. Lo observé con cautela; no me atrevía a moverme, dudosa de si me estaba tomando el pelo.

—Además lo robado siempre sabe mucho mejor que lo que te dan. ¿No crees?

Ahora estaba segura de que se estaba burlando de mí y mis ojos se agrandaron con indignación.

El alemán vio mi expresión y se echó a reír, ofreciéndome aún el chocolate.

—Vamos, backfisch, cógelo. Haz cuenta que se lo estás robando a los boches.

La onza estaba medio deshecha y me la comí directamente. Era chocolate de verdad y no aquella cosa blanquecina y arenosa que comprábamos de vez en cuando en Angers. El alemán me observó mientras comía y yo lo miraba con la misma sospecha pero con curiosidad creciente.

—¿Las cogiste al final? —pregunté al fin con la voz espesa por el chocolate—. ¿Las ciruelas, me refiero?

El alemán asintió.

—Las cogí, backfisch. Aún recuerdo su sabor.

—¿Y no te pillaron?

—Pues sí. —Su sonrisa se tiñó de arrepentimiento—. Comí tantas que me puse enfermo y así fue cómo me descubrieron. Me gané una buena paliza. Pero al final conseguí lo que quería. Eso es lo que importa ¿no?

—Es cierto —convine—. A mí me gusta ganar. —Hice una pausa—. ¿Por eso no dijiste nada de lo de la naranja?

El alemán se encogió de hombros.

—¿Por qué iba a decírselo a nadie? No era asunto mío. Además, el tendero tenía muchas más. Bien podía prescindir de una.

Asentí.

—Tiene una furgoneta —anuncié lamiendo el trozo de papel de estaño para que no se perdiera nada del chocolate.

El alemán parecía estar de acuerdo.

—Hay gente que quiere guardarse todo lo que tienen para sí —comentó—. Eso no es justo.

—Como Madame Petit, la de la mercería —dije asintiendo con la cabeza—, te pide la luna por un trozo de paracaídas por el que ella no ha pagado nada.

—Exacto.

Se me ocurrió que quizá no debería haber mencionado a Madame Petit y le dirigí una rápida mirada, pero el alemán apenas parecía estar escuchándome. Tenía los ojos puestos en Cassis, que seguía hablando en susurros con Hauer al final de la fila de asientos. Sentí una punzada de disgusto al pensar que Cassis pudiera interesarle más que yo.

—Es mi hermano —le dije.

—¿Ah, sí? —volvió a mirarme sonriente—. Sois toda una familia. Me pregunto si hay más de vosotros.

—Yo soy la pequeña —dije negando con la cabeza—, Framboise.

—Encantado de conocerte, Françoise.

—Framboise —le corregí con una sonrisa.

—Leibniz, Tomas. —Alzó la mano y después de un momento de duda se la estreché.