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Siempre hay mucho que hacer en una granja. Extraer agua de la bomba, dejarla en cubos de metal en la bodega para evitar que el sol la caliente, ordeñar las cabras, cubrir los baldes con paños de muselina y dejarlos en la lechería, luego sacar las cabras a pastar para que no acabaran por comerse todas las verduras del jardín, dar de comer a las gallinas y los patos, coger la cosecha diaria de fresas maduras, echar carbón en el horno aunque dudaba mucho de que madre fuese a utilizarlo hoy. Sacar a pastar al caballo, Bécassine, y ponerle agua fresca en el abrevadero… Todo ello, hecho con la máxima celeridad, nos llevó unas dos horas; cuando acabamos, el calor del sol se estaba haciendo más intenso, la humedad nocturna iba evaporándose de los caminos de tierra recocidos y el rocío se secaba en la hierba. Había llegado el momento de irnos.

Ni Reinette ni Cassis habían mencionado el tema del dinero. No había ninguna necesidad. Yo me pagaba lo mío, había dicho Cassis, asumiendo que eso sería imposible. Reine me miraba con extrañeza mientras estábamos cogiendo las últimas fresas, curiosa quizá por mi actitud confiada, y cuando miraba a Cassis a los ojos, lanzaba una risilla. Me fijé en que se había vestido con especial esmero aquella mañana —su falda plisada del colegio, los calcetines hasta los tobillos y los zapatos, un suéter encarnado de manga corta— y llevaba el pelo recogido en la nuca en una gruesa salchicha y asegurado con agujas. Despedía un olor extraño, una especie de olor empolvado y dulzón como a malvavisco y violetas, y se había pintado los labios con el carmín rojo. Me pregunté si había quedado con alguien. Un chico, quizá. Alguien que conocía del colegio. Ciertamente parecía más nerviosa de lo habitual, cogiendo la fruta con delicada rapidez como si fuese un conejo comiendo entre comadrejas. Mientras me movía por las hileras de fresales oí cómo le susurraba algo a Cassis y luego su risa nerviosa.

No importaba, pensé entre mí. Suponía que planeaban ir a algún sitio sin mí. Había convencido a Reine para que me llevara y no serían capaces de echarse atrás. Pero, por lo que ellos sabían, yo no tenía dinero. Eso significaba que podrían ir al cine sin mí, dejándome junto a la fuente para esperarlos o mandándome a algún recado imaginario mientras ellos iban a encontrarse con sus amigos… Digerí aquel pensamiento con amargura. Eso era lo que se suponía que iba a suceder. Tan seguros estaban de sí mismos que habían pasado por alto la única solución obvia a mi problema. Reine jamás habría ido nadando hasta la piedra del tesoro. Cassis seguía viéndome como la hermana pequeña, demasiado fascinada por el adorado hermano mayor para aventurarme a hacer algo sin su permiso. A veces me miraba y se sonreía satisfecho, con los ojos brillándole con sorna.

Partimos para Angers a las ocho; yo iba detrás de la enorme y destartalada bicicleta de Cassis, con los pies aprisionados peligrosamente bajo el manillar. La bicicleta de Reine era más pequeña y elegante, con el manillar alto y un sillín de cuero. En el manillar llevaba un cesto en el que había un termo con café de achicoria y tres paquetes idénticos con bocadillos. Reine se había anudado un pañuelo a la cabeza para proteger su coiffure y las puntas iban azotándole la nuca al pedalear. Nos detuvimos tres o cuatro veces durante el trayecto, para beber del termo que Reine llevaba en la bicicleta, arreglar una rueda desinflada y comer un pedazo de pan y queso a modo de desayuno. Al fin llegamos a las afueras de Angers, pasando al lado del collège —cerrado ahora por vacaciones y custodiado por un par de soldados alemanes apostados en la entrada— y bajamos por calles de casas estucadas hasta llegar al centro de la ciudad.

El cine, el Palais-Doré, estaba en la Plaza Mayor, cerca del lugar que ocupaba el mercado. Varias filas de tiendas pequeñas rodeaban la plaza; la mayor parte de ellas estaban abriendo, y un hombre fregaba el pavimento con un cubo de agua y una escoba. Empujamos las bicicletas, conduciéndolas hacia un callejón entre la barbería y la carnicería que aún tenía las persianas bajadas. El callejón apenas era lo suficiente ancho para pasar andando y el suelo estaba lleno de escombros y desperdicios; parecía bastante seguro que nadie tocaría nuestras bicicletas ahí. Una mujer en una terraza del café nos sonrió y lanzó un saludo; algunos clientes de domingo ya estaban en él, bebiendo tazas de achicoria y comiendo croissants o huevos duros. Un repartidor pasaba con la bicicleta haciendo sonar el timbre con aire de importancia; junto a la iglesia un quiosco vendía boletines de una página. Cassis miró a su alrededor y se dirigió al comercio. Vi que le daba algo al encargado y éste le entregaba a su vez a Cassis un fajo que rápidamente desapareció bajo el cinturón de su pantalón.

—¿Qué era eso? —le pregunté curiosa.

Cassis se encogió de hombros. Noté que se sentía satisfecho consigo mismo, demasiado satisfecho como para ocultar la información sólo para molestarme. Bajó la voz en tono conspirador y me permitió echar un vistazo a los papeles enrollados que volvió a cubrir inmediatamente.

—Cómics. Seriales —le guiñó el ojo a Reine dándose importancia—. Revistas de cine americano.

Reine profirió un grito de excitación e hizo ademán de cogerle el brazo.

—¡Déjame ver, déjame ver!

Cassis sacudió la cabeza irritado.

—Shh. ¡Por el amor de Dios, Reine! —Volvió a bajar el tono de voz—. Me debía un favor. Mercado negro. Los tenía guardados para mí debajo del mostrador.

Reine lo miró con asombro. Yo estaba menos impresionada. Quizá porque era menos consciente de la escasez de tales cosas; quizá porque el germen de la rebelión ya estaban creciendo en mí, impeliéndome a despreciar todo cuanto le hiciese sentirse abiertamente orgulloso a mi hermano. Hice un gesto de indiferencia. Pero seguí preguntándome qué tipo de favor le debía el vendedor de periódicos a Cassis y finalmente concluí que debía de estar fanfarroneando. Y así lo dije.

—Si yo tuviera contactos con el mercado negro —murmuré con un deje aceptable de escepticismo— me aseguraría de recibir algo mejor que unas revistas atrasadas.

Cassis pareció herido.

—Puedo tener lo que quiera —se precipitó a decir—. Cómics, cigarrillos, libros, café de verdad… chocolate… —se interrumpió con una risa sarcástica—. Tú ni siquiera puedes conseguir el dinero para pagarte una maldita entrada para el cine.

—¡Ah!, ¿no? —Sonriendo saqué el monedero del bolsillo del delantal. Lo sacudí un poco para que pudiera oír el ruido de las monedas en su interior. Sus ojos se agrandaron al reconocerlo.

—Pequeña ladrona —espetó por fin—. ¡Maldita, puñetera, ladrona!

Me lo quedé mirando sin decir nada.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Fui nadando y lo cogí —le respondí desafiante—. En cualquier caso no es robar. El tesoro era de todos.

Pero Cassis apenas me escuchaba.

—Maldita ladrona —repitió.

Estaba claro que le molestaba que alguien que no fuera él pudiera obtener cosas con astucia.

—No veo qué tiene de diferente contigo y tu mercado negro —le dije calmosa—. Se trata del mismo juego, ¿no? —Y dejé que asimilara las palabras antes de continuar—. Lo que pasa es que estás molesto porque lo hago mejor que tú.

Cassis me miraba ferozmente.

—No es lo mismo —dijo por fin.

Mantuve una expresión descreída. Resultaba muy sencillo hacer que Cassis se traicionara. Lo mismo que su hijo años después. Ninguno de los dos entendía nada de astucia. Cassis estaba colorado y casi gritaba, olvidado su tono de conspirador.

—Podría conseguirte todo lo que quisieras. Buenos aparejos de pesca para tu estúpido lucio —gruñó salvajemente—. Goma de mascar, zapatos, medias de seda, ropa interior de seda si quisieses. —Me eché a reír. Tal y como nos habíamos criado, la idea de ropa interior de seda se me antojaba ridícula. Enrabiado, Cassis me agarró por los hombros y me sacudió.

—¡Para ya! —Su voz estaba cascada por la furia—. ¡Tengo amigos! ¡Conozco a gente! ¡Podría conseguirte cualquier cosa!

Ya veis qué fácil resultaba sacarlo de sus casillas. En este sentido, Cassis estaba malcriado, demasiado acostumbrado a ser el hermano mayor, el hombre de la casa, el primero en ir al colegio, el más alto, el más fuerte, el más listo. Sus ataques ocasionales de desenfreno —sus escapadas a los bosques, sus atrevimientos en el Loira, sus pequeños hurtos de los puestos del mercado y de las tiendas de Angers— eran incontrolados, casi histéricos. No le daban ninguna satisfacción. Era como si necesitase demostrarnos algo, a nosotras o a sí mismo.

Sé que yo lo había dejado perplejo. Sus pulgares se hundían en mis brazos con tal fuerza que sin duda al día siguiente tendría grandes marcas en la piel, como moras maduras, pero no di muestras de ello. En cambio, seguí observándolo fijamente, intentando que él fuese el primero en desviar la mirada.

—Tenemos amigos, Reine y yo —explicó en un tono más bajo, casi razonable, con los pulgares horadándome aún los brazos—. Amigos poderosos. ¿De dónde crees que sacó ese estúpido carmín? ¿O el perfume? ¿O esa cosa que se pone en la cara por las noches? ¿De dónde crees que lo saca? ¿Y cómo crees que nos lo hemos ganado?

Me soltó los brazos con una expresión medio de orgullo y consternación y me di cuenta de que estaba sudoroso por el miedo.