10

Reine y Cassis seguían durmiendo cuando me marché; calculaba que aún disponía de media hora para ocuparme de mi asunto antes de despertarlos. Estudié el cielo que aparecía despejado y cetrino, con una tenue franja amarillenta en el horizonte. Faltaban unos diez minutos para el amanecer. Tenía que darme prisa.

Cogí un cubo de la cocina, me puse los zuecos que estaban preparados en la alfombrilla y corrí tan rápido como pude hacia el río. Tomé un atajo por el campo de detrás de la casa de Hourias, donde los girasoles estivales alzaban las cabezas vellosas, verdes aún, en el pálido cielo. Caminaba agachada, invisible, bajo el ramaje de hojas, con el cubo golpeándome la pierna a cada paso. Me llevó menos de cinco minutos llegar a las piedras alzadas.

A las cinco de la madrugada, el Loira está aún calmo y suntuoso por la niebla. El agua es hermosa en ese momento del día, fresca y mágicamente pálida, con los bancos de arena emergiendo como continentes perdidos. El agua huele a noche y, aquí y allá, una rociada de nuevos rayos de sol dibujaban sombras micáceas en la superficie. Me quité los zapatos y el vestido e inspeccioné el agua con mirada crítica. Parecía engañosamente mansa.

La última de las piedras alzadas, a la que solíamos llamar la piedra del tesoro, estaba a unos diez metros de la orilla y el agua en la base parecía extrañamente sedosa en la superficie, señal de que una potente corriente estaba en marcha. Podría ahogarme aquí, me dije de pronto, y ni siquiera sabrían dónde buscar para encontrarme.

Pero no tenía elección. Cassis había lanzado un desafío. Tenía que pagarme lo mío. ¿Cómo iba a hacer algo, yo que no tenía ninguna asignación, sin usar el monedero escondido en el cofre del tesoro? Por supuesto cabía la posibilidad de que él lo hubiera cogido. En ese caso, me arriesgaría a cogerlo del monedero de mi madre. Pero eso era algo que estaba reacia a hacer. No porque robar me pareciera especialmente malo, sino por la excepcional memoria que mi madre tenía para los números. Sabía lo que tenía hasta el último céntimo. Habría descubierto al instante mi hurto.

No. Tenía que ser el cofre del tesoro.

Desde que Cassis y Reinette habían terminado el curso había habido pocas expediciones al río. Ellos tenían un tesoro propio —un tesoro adulto— del que jactarse. Las pocas monedas que había en el monedero llegaban a un par de francos, no más. Contaba con la desidia de Cassis y su seguridad de que nadie salvo él era capaz de coger la caja atada al pilar. Estaba convencida de que el dinero seguía allí.

Con cuidado fui bajando por la orilla hasta entrar en el agua. Estaba fría, y el barro del río me rezumaba en los dedos de los pies. Fui vadeando hasta que el agua me alcanzó la cintura. Podía sentir la corriente como un perro impaciente en la traílla. ¡Dios mío, era tan fuerte ya! Puse la mano en el primer pilar, impulsándome hacia la corriente y di otro paso. Sabía que justo ahí había un declive, un lugar en el que el margen aún profundo del Loira se precipitaba en la nada. Cuando Cassis hacia el trayecto siempre simulaba ahogarse en este punto, dejándose flotar boca arriba en el agua opaca, forcejeando, gritando con un trago del pardusco río brotando de los labios. Siempre conseguía engañar a Reine; no importaba cuántas veces lo hiciera, siempre la hacía gritar de terror mientras él se hundía bajo la superficie.

No tenía tiempo para esa exhibición. Con los dedos de los pies busqué el declive. Ahí. Empujando contra el lecho del río, me impulsé tan lejos como pude con la primera patada, dejando las piedras alzadas río abajo, a mi derecha. El agua estaba más caliente en la superficie y la resistencia de la corriente no era tan fuerte. Nadé sin parar desde la primera piedra hasta la segunda dibujando un suave arco. Las piedras están separadas por casi cuatro metros en su tramo más ancho, esparcidas de forma desigual desde la orilla. Con una buena patada contra el pilar podía impulsarme más de un metro, yéndome ligeramente hacia arriba, de modo que la corriente me devolviera al siguiente pilar con el tiempo suficiente para volver a empezar. Como un pequeño barco contra un fuerte viento, fui avanzando dificultosamente hasta la piedra del tesoro, sintiendo la corriente cada vez más fuerte. Respiraba con dificultad a causa del frío. Me encontraba en el cuarto pilar, haciendo un esfuerzo final hasta mi meta. Mientras la corriente me arrastraba hacia la piedra del tesoro el pilar se me escapó y tuve un momento de repentino y brillante terror mientras me iba corriente abajo hacia el lugar de mayor profundidad del río con los brazos y las piernas agitándose en el agua. Jadeando, casi gritando a causa del pánico, conseguí enfilar hacia la piedra y me aferré a la cadena que mantenía sujeto el cofre del tesoro al pilar. Estaba lleno de malas hierbas y era desagradable al tacto, manchado con el lodo pardusco del río, pero lo utilicé para rodear el pilar.

Me quedé allí un instante, hasta que se calmara mi agitado corazón. Luego, con la espalda apoyada contra el pilar, tiré del cofre del tesoro sacándolo de su lecho encenagado. No era tarea fácil. La caja en sí no era demasiado pesada pero estaba cargada con la cadena y el tejido alquitranado parecía un peso muerto. Temblando de frío, castañeteándome los dientes, forcejeé con la cadena y finalmente sentí que algo cedía. Pataleando frenéticamente con las piernas para mantener mi posición contra el pilar, tiré de la caja. Tuve otro momento de pánico cuando el alquitranado, resbaladizo por el barro, se me quedó enredado en los pies; luego fui tirando de la cuerda a la que estaba atada la caja. Por un momento estuve segura de que mis dedos entumecidos no serían capaces de abrirla, pero en ese instante la cerradura cedió y el agua inundó el cofre del tesoro. Lancé una maldición. El monedero seguía ahí, el viejo objeto marrón que madre había desechado porque el cierre estaba estropeado. Lo agarré y lo sostuve entre los dientes para más seguridad, luego, con un último esfuerzo, cerré la caja de golpe y la dejé hundirse hasta el fondo, cargada con la cadena. El alquitranado se había perdido, claro, y el resto del tesoro estaba anegado, pero no se podía hacer nada. Cassis tendría que encontrar otro lugar más seco donde ocultar sus cigarrillos.

Tenía el dinero y eso era lo que importaba.

Volví a nadar hacia la orilla, pero no conseguí alcanzar dos de los pilares y fui arrastrada casi doscientos metros en dirección a la carretera de Angers hasta que conseguí salir de la corriente, más parecida a un perro que nunca, a un perro loco y pardo con la cuerda enmarañada furiosamente entre mis piernas heladas. Calculé que todo el episodio no había durado más de diez minutos.

Me obligué a descansar unos minutos, sintiendo el calorcillo de los primeros rayos de sol en el rostro y dejando que el barro del Loira se secara en mi piel. Estaba temblando de frío y de euforia. Conté el dinero del monedero; a buen seguro había bastante para una entrada de cine y un zumo. Bien. Caminé corriente arriba hasta el lugar donde había dejado mi ropa. Me vestí: una vieja falda y una camisa de hombre sin mangas de color rojo cortada para que hiciese las veces de guardapolvos. Mis zuecos. Eché un vistazo rutinario a mis trampas, vaciándolas de los pequeños peces o dejándolos en ellas como cebo. En una trampa para cangrejos junto al puesto de vigilancia había un inesperado premio: un lucio pequeño —claro que no era la Gran Madre—, que metí en el cubo que había traído de casa. Otras capturas eran un manojo de anguilas procedentes de las superficies enlodadas junto al gran banco de arena y una breca de tamaño respetable de una de mis redes. Lo metí todo en el cubo. Sería mi coartada en el caso de que Cassis y Reine estuviesen ya levantados. Luego me dirigí a casa campo a través tan discretamente como había ido.

Hice bien en llevar el pescado. Cassis estaba lavándose bajo la bomba cuando llegué, aunque Reinette había calentado un cuenco de agua y se estaba mojando delicadamente la cara con un paño enjabonado. Me lanzaron una mirada curiosa, luego el rostro de Cassis se relajó en una jovial expresión de sorna.

—Nunca te das por vencida ¿eh? —dijo, señalando con la cabeza húmeda al pescado del cubo—. ¿Qué llevas ahí?

Me encogí de hombros.

—Algunas cosas —respondí a la ligera. El monedero estaba en el bolsillo de mi guardapolvos y sonreí por dentro al notar su peso reconfortante—. Un lucio. Uno pequeño.

Cassis se echó a reír.

—Podrás coger los pequeños pero jamás conseguirás pescar a la Gran Madre —dijo—. Y aunque lo consiguieras ¿qué ibas a hacer con ella? Un lucio tan viejo no sería bueno para comer. Amargo como la hiel y lleno de espinas.

—La cogeré —afirmé con terquedad.

—¡Oh! —Su tono era indiferente, incrédulo—. ¿Y entonces qué? Pedirás un deseo ¿no? Pedirás un millón de francos y un apartamento en la Rive Gauche.

Sin pronunciar una palabra negué con la cabeza.

—Yo desearía ser una estrella de cine —dijo Reine, secándose la cara—. Ver Hollywood y las luces, y Sunset Boulevard, y pasearme en una limusina y tener docenas de vestidos…

Cassis le dedicó una breve mirada de desprecio que me causó una tremenda alegría. Luego se volvió hacia mí.

—¿Y bien? ¿Qué será, Boise? —Su sonrisa era descarada e irresistible—. ¿Qué vas a pedir? ¿Pieles? ¿Coches? ¿Una villa en Juan-les-Pins?

Volví a negar con la cabeza.

—Lo sabré cuando la capture —dije indiferente—. Y voy a conseguirlo. Ya lo verás.

Cassis me estudió brevemente, la sonrisa esfumándose del rostro. Luego emitió un gruñido de disgusto y volvió a sus abluciones.

—¡Eres increíble, Boise! ¡Realmente increíble! —exclamó.

Luego nos apresuramos a acabar nuestras tareas diarias antes de que Madre se levantara.