8

—¡Estás loca! —Era nuevamente Reinette, su acostumbrado grito de impotencia cuando todos los demás argumentos habían sido agotados. No es que resultara difícil agotarla; dejando a un lado las barras de labios y las estrellas de cine, su capacidad para argumentar era siempre limitada.

—Es un momento tan bueno como cualquier otro —le dije con firmeza—. Dormirá hasta bien entrada la mañana. Mientras dejemos hechas las tareas podemos ir a donde queramos. —La miré fijamente, con frialdad. Todavía estaba pendiente entre nosotras el asunto de la barra de labios y mis ojos se lo recordaron. Habían pasado dos semanas y yo no lo había olvidado. Cassis nos observó con curiosidad; estaba segura de que ella no se lo había contado.

—Se pondrá furiosa si se entera —dijo él con lentitud.

Me encogí de hombros.

—¿Por qué habría de enterarse? Le diremos que nos fuimos al bosque a coger setas. Lo más probable es que aún no se haya levantado para cuando regresemos.

Cassis se detuvo a considerar la idea. Reinette le lanzó una mirada entre implorante y preocupada.

—Vamos Cassis —dijo. Luego, en voz queda—: Lo sabe. Lo descubrió —su voz se desvaneció—. Tuve que contárselo en parte —concluyó en tono lastimero.

—Oh. —Se quedó mirándome un instante y sentí que algo pasaba entre nosotros, algo cambiaba, era casi una mirada de admiración. Se encogió de hombros—. Bueno, y ¿a quién le importa? —Pero sus ojos permanecieron más vigilantes, más cautelosos.

—No fue culpa mía —se lamentó Reinette.

—No. Es lista, ¿verdad? —dijo Cassis a la ligera—. Habría acabado por descubrirlo tarde o temprano. —Aquel era un gran elogio que meses atrás me habría hecho flaquear a causa del orgullo, pero ahora me limité a mirarlo a los ojos—. Además —prosiguió en el mismo tono indiferente—, si está metida en esto no irá corriendo a mamá a chismorrearlo.

Apenas tenía nueve años y, aunque adulta para mi edad, era lo bastante infantil como para sentirme herida por el indiferente desprecio de esas palabras.

—¡Yo no chismorreo!

Se encogió de hombros.

—Por mí puedes venir mientras te pagues lo tuyo —continuó manteniendo la compostura—. No veo por qué uno de nosotros tendría que pagar por ti. Te llevaré en la bicicleta. Eso es todo. Tú ya te despabilarás con lo demás. ¿De acuerdo?

Era una prueba. Adivinaba el desafío en su mirada. La sonrisa burlona, esa sonrisa no demasiado amable del hermano mayor que tan pronto compartía conmigo la última pastilla de chocolate como me pellizcaba el brazo hasta hacer que la sangre se me coagulara en manchas oscuras bajo la piel.

—Pero ella no recibe ninguna asignación —dijo Reinette en tono quejumbroso—. ¿De qué sirve…?

Cassis se encogió de hombros. Era un gesto típicamente terminante, un gesto masculino. He dicho. Esperó mi reacción con los brazos cruzados y media sonrisa en los labios.

—De acuerdo —dije intentando parecer tranquila—. Por mí vale.

—Muy bien —decidió él—. Entonces, iremos mañana.