No le dije a nadie lo de la naranja salvo a Paul, y eso fue porque se presentó de imprevisto en el puesto de vigilancia y me halló sonriendo satisfecha. Paul nunca había visto antes una naranja. Al principio pensó que se trataba de una pelota. Sostuvo la fruta en la copa de las manos casi con reverencia como si ésta fuera a extender unas alas mágicas y a echarse a volar.
Partimos la fruta por la mitad y pusimos cada mitad sobre dos grandes hojas para que no se desperdiciara ni una gota del jugo. Estaba buena, con la piel fina y un toque ácido tras su dulzura. Recuerdo cómo chupamos cada gota del jugo, cómo raspamos la pulpa clara de la piel con los dientes y lamimos lo que quedaba hasta que la boca se nos puso amarga y algodonosa. Paul hizo ademán de tirar la piel desde lo alto del puesto de vigilancia pero lo detuve a tiempo.
—Dámela —le ordené.
—¿Por qué?
—La necesito para una cosa.
Cuando se hubo marchado llevé a cabo la última parte de mi plan. Con la navaja corté las dos mitades de la naranja en trozos pequeños. El olor del aceite, ácido y evocador, me subía por la nariz mientras trabajaba. Corté también las dos hojas que habíamos utilizado como platos; el aroma era tenue pero servirían para mantener húmeda la mezcla durante algún tiempo. Luego la metí dentro de un retal de muselina (robado del cuarto donde mi madre preparaba las conservas) y la até con firmeza. Seguidamente puse la bolsita de muselina con su fragante contenido en una caja de tabaco y volví a metérmela en el bolsillo.
Todo estaba listo.
Hubiera sido una buena asesina. Todo estaba meticulosamente planeado, las pocas huellas del crimen borradas en cuestión de minutos. Me lavé en el Loira para eliminar todo rastro del olor de la boca, el rostro, las manos: froté las palmas con la gruesa arena de la orilla de forma que resplandecían con aquel tono rosado y casi en carne viva; al final, restregué debajo de las uñas con un palo afilado. De camino a casa a través de los campos recogí tallos de menta y me froté con ellos las axilas, las manos, las rodillas y el cuello para que cualquier rastro del perfume quedara sofocado por el aroma intenso a fresco follaje. Sea como fuere, mi madre no notó nada cuando entré en casa. Estaba preparando un caldo de pescado con los restos del mercado y olía el rico aroma del romero, el ajo y los tomates y el aceite de fritura que emanaba de la cocina.
Bien. Palpé la caja de tabaco en el bolsillo. Muy bien.
Hubiera preferido que fuese jueves, claro. Era cuando Cassis y Reinette solían ir a Angers, y era el día en que recibían su asignación —a mí se me consideraba demasiado pequeña para tener asignación, ¿en qué podía gastarla?—, pero ya se me ocurriría algo. Además, me dije a mí misma, todavía no sabía si mi plan saldría bien. Primero tenía que probarlo.
Oculté la caja, abierta ahora, debajo de la estufa del salón. Estaba fría, claro, pero las tuberías que la conectaban con la caldeada cocina estaban lo suficientemente calientes para mi propósito. En pocos minutos el contenido de la bolsita de muselina había empezado a despedir un olor penetrante.
Nos sentamos a cenar.
El caldo estaba muy rico; las cebollas rojas y los tomates guisados con ajo, hierbas y una copita de vino blanco, los restos del pescado desmigados con cariño entre las patatas fritas y las cebolletas enteras. La carne fresca era muy escasa en aquellos días, pero las verduras procedían de nuestro propio huerto y mi madre tenía ocultas tres docenas de botellas de aceite de oliva debajo del suelo de la bodega junto con lo mejor del vino. Comí con voracidad.
—¡Boise, quita los codos de encima de la mesa!
Su voz era brusca pero vi cómo los dedos reptaban involuntariamente hasta las sienes en un gesto familiar y esbocé una sonrisa. Estaba funcionando.
El lugar donde estaba sentada mi madre era el más cercano a la tubería. Comimos en silencio pero en otras dos ocasiones sus dedos tantearon disimuladamente la cabeza, las mejillas y los ojos como si comprobaran la densidad de la carne. Cassis y Reine no decían nada, con las cabezas gachas casi rozándoles los platos. El aire era pesado mientras el calor del día se iba haciendo más evidente y casi sentí que mi cabeza empezaba a dolerme por simpatía.
—Huelo a naranjas —espetó de repente—. ¿Alguno de vosotros ha traído naranjas a casa? —Su voz estridente, acusadora—. ¿Y bien?
Sin decir palabra negamos con la cabeza.
De nuevo aquel gesto. Más suavemente ahora, los dedos masajeando, tanteando.
—Estoy segura de oler a naranjas. ¿De verdad que no habéis traído naranjas a casa?
Cassis y Reine estaban más alejados de la caja de tabaco y la olla de caldo estaba de por medio despidiendo su buen aroma a vino, pescado y aceite. Además, estábamos acostumbrados a los delirios de madre. Jamás se les hubiera ocurrido pensar que el olor a naranja del que nuestra madre hablaba no era sino un producto de su imaginación. Volví a sonreír, pero oculté la sonrisa detrás de la mano.
—Boise, el pan, por favor.
Le pasé la panera redonda pero no llegó a probar la rebanada que cogió a lo largo de toda la comida. En su lugar no hacía más que darle vueltas y más vueltas encima del hule encarnado en actitud reflexiva, hundiendo los dedos en su centro blando, desmigándolo en el plato. Seguramente habría hecho algún comentario punzante de haber sido yo la que hubiese hecho aquello.
—Boise, ve a traer el postre, por favor.
Abandoné la mesa con una sensación de alivio apenas disimulado. Me sentía casi enferma por la excitación y el miedo, haciéndome muecas a mí misma en las relucientes sartenes de cobre. El postre consistía en una bandeja de fruta y algunas de las galletas de mi madre —las rotas, claro está; las buenas eran para vender mientras que las defectuosas eran para casa—. Me fijé en que mi madre examinaba suspicazmente los albaricoques que habíamos traído del mercado, dándoles la vuelta en la mano uno por uno, olisqueándolos incluso, como si alguno de ellos pudiese ser una naranja disfrazada. Tenía la mano en la sien, como si quisiese protegerse de un sol cegador. Tomó media galleta, la desmenuzó y la desechó en el plato.
—Reine, friega los platos. Creo que voy a ir a mi habitación a estirarme. Siento que se acerca uno de mis dolores de cabeza. —La voz de mi madre era impasible, sólo aquel tic suyo, el reiterado movimiento de los dedos por el rostro, las sienes, traicionaba su malestar—. Reine no te olvides de correr las cortinas. Las contraventanas. Boise asegúrate de que los platos están bien colocados. ¡Que no se te olvide! —Incluso en momentos así se preocupaba por mantener su estricto orden. Los platos, puestos en orden de tamaño y color, después de haberlos fregado uno por uno y secado con un paño almidonado; nada de dejarlos secar en el secaplatos, eso habría sido demasiado fácil; había que dejar los paños colgados para que luego se secaran en escrupulosas filas.
—Agua caliente para mis platos buenos, ¿me oyes? —ahora su voz sonaba inquieta, ansiosa por sus platos buenos—. Y sécalos bien, por las dos caras, que no se te ocurra colocar mis platos aún húmedos, ¿me oyes bien?
Asentí. Se volvió haciendo una mueca.
—Reine, asegúrate de que lo haga. —Tenía los ojos casi febriles. Miró al reloj con un peculiar movimiento de cabeza—. Y cerrad las puertas, los portalones también.
Por fin parecía dispuesta a marcharse. Volviéndose, deteniéndose, todavía renuente a dejarnos a nuestro libre albedrío, a nuestra libertad secreta. Hablándome en ese tono cortante y afectado con ansiedad amagada.
—¡Ten cuidado con esos platos, Boise! ¡Recuerda, eso es todo lo que te digo!
Y se fue. La oí llenar de agua la pila del lavabo. Corrí las cortinas de la sala de estar, agachándome para sacar el bote de tabaco mientras lo hacía y luego, dirigiéndome al pasillo, dije en voz alta, lo bastante alta como para que ella pudiese oírme.
—Yo me encargo de las habitaciones.
La habitación de mi madre la primera. Cerré la contraventana y corrí la cortina, luego miré en derredor con rapidez. El agua seguía fluyendo en el baño y podía oír que mi madre estaba lavándose los dientes. Moviéndome con agilidad y sigilo retiré la funda a rayas de la almohada; luego, con la punta de la navaja hice una pequeña abertura en la costura e introduje la bolsita de muselina. La empujé hacia dentro todo lo que me fue posible con la empuñadura de la navaja para que no quedase ningún bulto que traicionara su presencia. Luego volví a poner la funda, con el corazón martilleándome con violencia, y alisé la cubierta con cuidado para evitar que se formaran arrugas. Mi madre siempre reparaba en cosas así.
Acabé justo a tiempo. Me crucé con ella en el pasillo, pero aunque me lanzó una mirada suspicaz no dijo nada. Parecía ausente y distraída, los ojos entrecerrados, el cabello castaño y canoso suelto. Podía oler el jabón en su piel y en la penumbra del pasillo parecía lady Macbeth —una historia que había escogido recientemente de otro de los libros de Cassis— frotándose las manos, llevándoselas a la cara, acariciándola, meciéndola, frotando otra vez, como si en vez de jugo de naranjas fuesen manchas de sangre las que no pudiera lavar.
Por un instante me asaltaron las dudas. Parecía tan vieja y tan cansada… En mi propia cabeza sentía punzantes latidos y me preguntaba cómo reaccionaría si me acercara a ella y la reclinara sobre su hombro. Noté un breve picor en los ojos. Al fin y al cabo ¿por qué estaba haciendo todo aquello? Luego pensé en la Gran Madre aguardando en las tinieblas, en su mirada delirante y siniestra, en el premio que ocultaba en el vientre.
—¿Y bien? —La voz de mi madre era cortante y dura—. ¿Se puede saber qué estás mirando, idiota?
—Nada. —Los ojos volvieron a secárseme. Incluso mi dolor de cabeza se estaba desvaneciendo con la misma rapidez con la que había aparecido—. Nada en absoluto.
Oí cerrarse su puerta detrás de ella y regresé a la sala, donde mi hermano y mi hermana me aguardaban. Iba sonriendo por dentro.