Hasta entonces siempre se me había juzgado demasiado pequeña para ir a la ciudad los días de mercado. Mi madre solía llegar a Angers alrededor de las nueve y montaba su pequeño tenderete junto a la iglesia. Con frecuencia la acompañaban Cassis o Reinette. Yo me quedaba en la granja, supuestamente para hacer las tareas, aunque por lo general me pasaba todo el rato en el río, pescando, o en los bosques con Paul.
Pero aquel año fue diferente. Ya tenía edad suficiente para ser de alguna utilidad, me dijo con sus bruscas maneras. No podía seguir siendo eternamente la niña pequeña. Me miró, escudriñándome. Sus ojos tenían el color de las ortigas. Además, dijo en tono indiferente, sin dar la sensación de que me estaba concediendo un favor, quizá querría ir alguna vez a Angers más entrado el verano; al cine, tal vez, con mi hermano y mi hermana…
Supuse que aquello era cosa de Reinette. Nadie más podría haberla persuadido. Pero Reinette sabía cómo camelarla. Podía ser todo lo dura que quisiese, pero me parecía que su mirada se suavizaba cuando le hablaba a Reinette, como si debajo de su exterior malhumorado se conmoviese algo. Murmuré una frase torpe en respuesta.
—Además —prosiguió mi madre—, quizá necesites algo de responsabilidad. Para evitar que crezcas como una salvaje. Algo que te enseñe lo que es importante en la vida.
Asentí, intentando imitar la docilidad de Reinette.
No creo que consiguiera engañar a mi madre. Alzó la ceja satíricamente.
—Puedes ayudarme en el puesto —concluyó.
Y así fue como por primera vez acompañé a mi madre a la ciudad. Fuimos juntas en la tartana, con las mercancías embaladas en cajas y cubiertas con una tela alquitranada a nuestro lado. En una caja llevábamos pasteles y galletas, en otra quesos y huevos, y fruta en el resto. Fue a principio de la temporada y aunque la cosecha de fresas había sido buena había poca cosa más lista para vender. Completábamos nuestras ganancias vendiendo confituras endulzadas con la remolacha del otoño anterior antes de que la temporada empezase de verdad.
Angers bullía el día de mercado. Los carros se amontonaban en la calle principal, eje contra eje, bicicletas que acarreaban cestos de mimbre, una pequeña furgoneta descapotable cargada con lecheras, una mujer llevando sobre la cabeza una bandeja llena de barras de pan, tenderetes rebosantes de tomates de invernadero, berenjenas, calabacines, cebollas, patatas. En un puesto vendían lana u objetos de alfarería; en otro vino, leche, conservas, cuchillos, fruta, libros de segunda mano, pan, pescado, flores. Nos instalamos temprano. Junto a la iglesia había una fuente donde los caballos podían beber; también sombra. Mi trabajo consistía en envolver la comida y dársela a los clientes mientras mi madre cobraba. Su memoria y agilidad de cálculo eran extraordinarias. Podía memorizar toda la lista de precios sin necesidad de escribirla y jamás dudaba sobre el cambio. Los billetes en una parte, las monedas en la otra. Guardaba el dinero en los bolsillos de la bata y el excedente iba a parar a una vieja caja de galletas que tenía guardada debajo de la tela alquitranada. Todavía la recuerdo: de color rosado con una cenefa de rosas en el borde. Recuerdo el sonido de las monedas y billetes al chocar contra el metal: mi madre no confiaba en los bancos. Guardaba nuestros ahorros debajo del suelo de la bodega, junto con sus botellas más valiosas.
Aquel primer día de mercado habíamos vendido todos los huevos y los quesos al cabo de una hora. La gente era consciente de la presencia de los alemanes en la intersección, con las pistolas apoyadas en el codo con aire distendido, los rostros aburridos e indiferentes. Mi madre me pilló mirando a los uniformes grises y me llamó la atención bruscamente.
—¡Deja ya de mirar con la boca abierta, niña!
Teníamos que desdeñarlos aunque aparecieran de pronto entre la multitud; podía notar la mano de mi madre agarrándome del brazo. Sentí que le recorría un estremecimiento cuando él se detuvo delante de nuestra parada, pero su rostro permaneció impávido. Un hombre robusto con el rostro redondo y colorado, un hombre que en otra vida bien pudo ser un carnicero o un vinatero. Los ojos azules brillando alegremente.
—Ach, wie schöne Erdbeeren. —Su voz era jovial, con deje de cerveza, la voz de un hombre inactivo en vacaciones. Cogió una fresa entre sus dedos gordezuelos y se la metió en la boca—. Schmeckt gut, ja? —Se echó a reír, no con falta de amabilidad. Sus mejillas se abultaron—. Wunder-schön-gut! —Simuló un gesto de éxtasis, poniendo los ojos en blanco cómicamente. No pude por menos que sonreírle.
Mi madre me dio un apretón en el brazo a modo de advertencia. Podía sentir el calor nervioso que desprendían sus dedos. Volví a mirar al alemán, intentando entender el motivo de su tensión. Aquel hombre no me parecía más intimidatorio que los que venían al pueblo de vez en cuando, menos incluso, con su gorra de visera y una sola pistola en la funda colgada al cinto. Le sonreí otra vez, más por desafiar a mi madre que por cualquier otra razón.
—Gut, ja —repetí y asentí con la cabeza. El alemán se echó a reír, cogió otra fresa y volvió a desaparecer entre la multitud; su uniforme oscuro parecía curiosamente fúnebre entre el animado gentío del mercado.
Luego mi madre intentó explicármelo. Todos los uniformes eran peligrosos, me dijo, pero los de color negro muy en especial. Los de negro no sólo eran el ejército. Eran la policía del ejército. Incluso los otros alemanes los temían. Podían hacer su santa voluntad. No importaba que sólo tuviese nueve años. Si cometía un fallo podían fusilarme. Fusilarme, ¿lo entendía? Tenía el rostro impasible pero la voz le temblaba y no paraba de llevarse la mano a la sien en un gesto de extraña impotencia, como si le rondara uno de sus dolores de cabeza. A duras penas escuché su advertencia. Era mi primer encuentro con el enemigo cara a cara. Pensando sobre ello más tarde desde lo alto del puesto de vigilancia, el hombre que había visto me pareció curiosamente inocuo, bastante decepcionante. Esperaba algo más impresionante.
El mercado se acababa a las doce. Ya habíamos vendido todos nuestros productos mucho antes, pero nos quedamos para hacer algunas compras y por la mercancía estropeada que a veces nos daban los otros vendedores. Fruta demasiado madura, desperdicios de carne, verduras estropeadas que no aguantarían un día más. Mi madre me envió a la parada de ultramarinos mientras ella compraba un retal de seda procedente de un paracaídas por debajo del mostrador de la tienda de costura de Madame Petit, ocultándolo con cuidado en el bolsillo del delantal. Los tejidos, fueran del tipo que fueran, resultaban difíciles de encontrar y todos llevábamos prendas usadas. Mi propio vestido estaba hecho de retales de otras dos prendas, con un corpiño de color gris y una falda de lino azul. El paracaídas, me contó mi madre, lo habían encontrado en un campo a las afueras de Courlé, y serviría para hacerle una blusa nueva a Reinette.
—Me ha costado una fortuna —gruñó mi madre, medio malhumorada, medio emocionada—. Desde luego que le van bien las cosas a la gente como ella. Incluso en tiempos de guerra. Siempre caen de pie.
Le pregunté qué quería decir con aquello.
—Judíos —dijo mi madre—. Tienen mucha destreza para hacer dinero. Pide la luna por un retal de seda mientras que ella no ha pagado ni un centavo por él. —En su tono no había resentimiento sino más bien admiración. Cuando le pregunté qué hacían los judíos, se encogió de hombros quitándole importancia. Creo que en realidad no lo sabía.
—Lo mismo que nosotros, me imagino —dijo—. Ir tirando. —Acarició el paquete de seda en el bolsillo del delantal—. En cualquier caso —dijo en voz baja—, no está bien. Eso es aprovecharse de los demás.
A mí me daba igual. Tanta historia por un retal de seda. Pero todo lo que Reinette quería acababa consiguiéndolo. Lazos de terciopelo que para conseguirlos tenía que hacer cola y trueques, las mejores prendas de ropa de mi madre… Calcetines blancos hasta los tobillos que llevaba todos los días al colegio; y, aunque todos los demás nos hubiéramos visto obligados a usar los zuecos de madera, Reinette llevaba zapatos negros de charol con hebillas. No me importaba. Estaba acostumbrada a las extrañas incoherencias de madre.
Entre tanto, yo me paseaba por los otros puestos con mi cesto vacío. La gente me veía y, conociendo la historia de mi familia, me daban lo que no podían vender; un par de melones, algunas berenjenas, endibias, espinacas, una cabeza de brécol, un puñado de albaricoques tocados. Fui a comprar pan y el panadero me puso un par de croissants, acariciándome el pelo con su mano grande y enharinada. Intercambié historias de pesca con el pescadero y me dio algunos buenos restos envueltos en papel de periódico. Me detuve en un puesto de fruta y verdura mientras el propietario se agachaba para coger una caja de cebollas, intentando no traicionarme con los ojos…
Entonces la vi. En el suelo, justo al lado de la parada, junto a una caja de achicoria. Las naranjas escaseaban por entonces, envueltas individualmente en un fino papel de color púrpura y colocadas en una bandeja al abrigo del sol. No había esperado ver una en mi primera visita a Angers, pero ahí estaban, suaves y secretas en su cascarón de papel, cinco naranjas cuidadosamente alineadas para ser recogidas. De pronto quise una, necesitaba una con tal urgencia que apenas me paré a pensar. No habría ninguna oportunidad mejor que entonces; mi madre estaba fuera de la vista.
La naranja más cercana había rodado hasta el borde de la bandeja, casi tocando mi pie. El vendedor seguía aún de espaldas a mí. Su ayudante, un chico que debía rondar la edad de Cassis, estaba ocupado cargando las cajas en la parte trasera de la furgoneta. Aparte de los autobuses, había pocos vehículos. Por tanto, el tendero debía ser un hombre rico, pensé. Eso hacía que mis planes fuesen más fácilmente justificables.
Haciendo ver que miraba los sacos de patata me quité uno de mis zuecos. Luego estiré el pie descalzo disimuladamente y con dedos ágiles por años de escalar, extraje la naranja de la bandeja con rapidez. Rodó un poco como había esperado que hiciese, y quedó medio oculta en la tela verde que cubría el caballete más cercano.
Inmediatamente la cubrí con mi cesto de la compra, luego me agaché haciendo ver que me quitaba una piedra del zapato. Entre las piernas, observé al tendero mientras recogía las cajas de mercancías que quedaban y las metía en la furgoneta. No me vio meterme la naranja robada en el cesto.
Tan fácil, había sido tan fácil… Mi corazón latía con fuerza y tenía el rostro arrebolado con tal violencia que pensé que alguien se daría cuenta. La naranja en el cesto parecía una granada viva. Me enderecé como si tal cosa y me di la vuelta hacia el puesto de mi madre.
Entonces me quedé paralizada. Desde el otro lado de la plaza, uno de los alemanes me estaba observando. Estaba de pie junto a la fuente, un poco inclinado, con un cigarrillo en la palma de la mano. Los transeúntes del mercado evitaban acercársele demasiado y él permanecía en su pequeño círculo de silencio, con los ojos fijos en mí. Sin duda había visto mi hurto. No podía habérselo perdido.
Me quedé mirándolo por un momento, incapaz de moverme. Tenía la cara rígida. Demasiado tarde, recordé las historias de Cassis sobre la crueldad de los alemanes. Seguía observándome; me pregunté qué les hacían los alemanes a los ladrones.
Entonces me hizo un guiño.
Lo miré un segundo y luego me volví bruscamente, con el rostro encendido, la naranja casi olvidada en el fondo del cesto. No me atreví volver a mirarlo aunque el puesto de mi madre quedaba muy cerca del lugar donde él estaba. Temblaba con tal violencia que estaba segura de que mi madre lo notaría, pero ella estaba demasiado preocupada con otras cosas. Detrás de nosotros noté los ojos del alemán puestos en mí; sentí la presión de aquel guiño pícaro y divertido como un clavo en la frente. Durante lo que me pareció una eternidad esperé a que llegara un golpe que no vino.
Entonces nos fuimos, después de desmontar el tenderete y guardar la lona y el caballete en la cochera. Cogí el morral de la yegua y la guié con delicadeza por entre las varas, sintiendo todo el tiempo los ojos del alemán en la nuca. Había ocultado la naranja en el bolsillo del delantal, envuelta en un trozo del papel húmedo que me había dado el pescadero, de modo que mi madre no podría olerla. Mantuve las manos en los bolsillos para que ningún bulto sospechoso la alertara de su presencia y guardé silencio durante el camino de regreso.