5

Poco después de aquello encontré la barra de labios debajo del colchón de Reine-Claude. Un lugar estúpido para ocultarla, cualquiera podía haberla encontrado, hasta madre, pero Reinette nunca fue muy imaginativa. Me tocaba a mí hacer las camas y el objeto debió rodar por la sábana de abajo pues fue ahí donde la hallé, entre el borde del colchón y el somier. Al principio no lo identifiqué. Madre nunca usaba maquillaje. Un cilindro pequeño y dorado como un bolígrafo achaparrado. Giré la tapa y hallé resistencia, la abrí. Estaba experimentando con mucho tiento sobre mi brazo cuando oí un grito sofocado detrás de mí y Reinette me dio una sacudida. Su rostro estaba pálido y crispado.

—Dame eso —silbó—. ¡Es mío! —Me arrebató de las manos la barra de labios, que fue a parar al suelo y rodó por debajo de la cama. Rápidamente se agachó para sacarla, con el rostro encendido.

—¿De dónde la has sacado? —le pregunté con curiosidad—. ¿Sabe madre que la tienes?

—Eso no es asunto tuyo —jadeó Reinette, emergiendo de debajo de la cama—. No tienes ningún derecho a fisgonear en mis cosas. Y si te atreves a contárselo a alguien…

Sonreí.

—Podría decirlo o podría no decirlo. Eso depende —dije.

Dio un paso adelante, pero yo era casi tan alta como ella y aunque la rabia la había hecho temeraria, sabía bien que más le valía no pelearse conmigo.

—No lo digas —musitó con voz mimosa—. Iré a pescar contigo esta tarde si quieres. Podríamos ir al puesto de vigilancia y leer revistas.

Me encogí de hombros.

—Quizá. ¿De dónde lo has sacado?

Reinette me miró.

—Prométeme que no lo dirás.

—Te lo prometo. —Me escupí en la mano. Después de un instante de duda ella hizo otro tanto. Sellamos el trato con un pegajoso apretón de manos.

—De acuerdo. —Se sentó en el borde de la cama, las piernas encogidas—. Fue en el colegio. En primavera. Teníamos un profesor de latín, Monsieur Toubon. Cassis lo llama Toupet porque parece que lleve un peluquín. Siempre estaba encima de nosotros. Fue el que castigó a toda la clase a quedarse aquella vez. Todo el mundo lo odiaba.

—¿Te lo dio un profesor? —le dije incrédula.

—No, estúpida, escúchame. Sabes que los boches ocuparon los corredores de la planta baja y el primer piso y las habitaciones que dan al patio. Ya sabes, como cuartel y para hacer la instrucción.

Ya había oído algo de eso antes. La vieja escuela, emplazada en el centro de Angers con sus aulas espaciosas y sus patios enclaustrados resultaba ideal para sus propósitos. Cassis nos hablaba de los alemanes haciendo maniobras con sus máscaras grisáceas de vaca, de cómo nadie podía observarlos y de que las contraventanas que daban al patio tenían que estar cerradas en aquellos momentos.

—Algunos de nosotros nos arrastrábamos hasta allí para mirarlos por el resquicio de una de las contraventanas —confesó Reinette—. Era aburrido. Mucho marchar arriba y abajo y gritar en alemán. No veo por qué tiene que ser tan secreto. —Dejó caer la boca en una mueca de insatisfacción.

—Bueno, el caso es que el viejo Toupet nos pilló un día —prosiguió—. Nos echó un buen rapapolvo a Cassis y a mí y, bueno, a gente que no conoces. Hizo que nos perdiésemos la tarde libre del jueves y nos mandó muchos deberes extra de latín. —Su boca se torció rencorosamente—. No sé por qué se hacía el santo, él también iba a mirar a los boches. —Reinette se encogió de hombros—. Bueno —continuó en voz más alegre—, al final conseguimos devolvérsela. El viejo Toupet vive en el collège, su habitación está cerca del dormitorio de los chicos y Cassis se coló un día en el que Toupet no estaba. Y ¿a que no lo imaginas?

Me encogí de hombros.

—Tenía una radio grande guardada debajo de la cama. Uno de esos aparatos de onda larga. —Reinette hizo una pausa, parecía repentinamente inquieta.

—¿Y? —Le eché un vistazo a la barra dorada entre sus dedos intentando ver la conexión.

Sonrió, una desagradable sonrisa adulta.

—Sé que no deberíamos tener nada que ver con los boches. Pero no puedes pasarte la vida evitando a la gente —dijo en tono de superioridad—. Quiero decir que los ves en la entrada del colegio, al ir al cine en Angers… —Era un privilegio que envidiaba enormemente a Reine-Claude y Cassis, el que los jueves por la tarde tuvieran permiso para ir en bicicleta hasta el centro de la ciudad al cine o al café, y torcí el gesto.

—Ve al grano —la insté.

—Ya voy. ¡Caray, Boise, eres tan impaciente…! —se quejó llevándose la mano al cabello—. Como iba diciendo, por fuerza acabas viendo a los alemanes en algún momento. Y no todos son malos. —De nuevo aquella sonrisa—. Algunos de ellos pueden ser muy amables. Sin duda más amables que el viejo Toupet.

Hice un gesto de indiferencia.

—Así que uno de ellos te dio la barra de labios —le dije en tono despectivo. Tanto ruido para tan pocas nueces, pensé entre mí. Era muy típico de Reinette emocionarse por nada.

—Se lo dijimos, bueno se lo mencionamos a uno de ellos, lo de Toupet y su radio —dijo. Por alguna razón se sonrojó; las mejillas le relucían como peonías—. Nos dio la barra de labios y algunos cigarrillos para Cassis y, bueno, otras cosas. —Ahora hablaba rápido, imparable, con los ojos chispeantes.

—Y luego, Yvonne Cressonet nos contó que había visto cómo entraban en la habitación del viejo Toupet y le quitaban la radio y él se fue con ellos y ahora, en vez de latín tenemos una clase extra de geografía con Madame Lambert y ¡nadie sabe lo que le ha pasado!

Alzó la mirada hacia mí. Recuerdo que sus ojos eran casi dorados, del color del caramelo cuando empieza a cuajar.

Me encogí de hombros.

—Supongo que no le ha pasado nada —le dije sensatamente—. Me refiero a que no mandarían al frente a un viejo como él sólo por tener una radio.

—No, naturalmente que no. —Su respuesta fue demasiado precipitada—. Además, para empezar él no debería tenerla.

Estuve de acuerdo en eso. Era contrario a las normas. Un profesor tenía que saberlo. Reine miró la barra de labios, la sostuvo en la mano suave y amorosamente.

—Entonces, ¿no vas a decirlo? —Me acarició dulcemente el brazo—. No lo harás, ¿verdad que no, Boise?

Me retiré frotándome automáticamente el brazo donde ella me había tocado. Nunca me gustó que me sobaran.

—¿Veis Cassis y tú a menudo a esos alemanes? —pregunté.

—A veces —se encogió de hombros.

—¿Les decís más cosas?

—No —fue demasiado pronta en la respuesta—. Sólo charlamos. Mira, Boise, no se lo vas a decir a nadie, ¿verdad?

Sonreí.

—Bueno, no lo haría. No, si haces algo por mí.

Me miró con los ojos entornados.

—¿Qué quieres decir?

—Me gustaría ir alguna vez a Angers, contigo y con Cassis —dije astutamente—. Al cine, al café y todo eso. —Me detuve para ver el efecto que causaba y ella me miró ferozmente con sus ojos resplandecientes y afilados como cuchillos—. De lo contrario —continué en una falsa actitud beatífica—, podría decirle a madre que has estado hablando con la gente que mató a nuestro padre. Charlando con ellos y espiando para ellos. Enemigos de Francia. A ver qué dice de eso.

Reinette parecía agitada.

—Boise, lo prometiste.

Moví solemnemente la cabeza.

—Eso no vale. Es mi deber patriótico.

Debió sonar convincente pues Reinette se puso pálida. Con todo, aquellas palabras no significaban nada para mí. No sentía una verdadera hostilidad contra los alemanes. Ni siquiera cuando me decía a mí misma que habían matado a mi padre, que el hombre que lo hizo podía estar ahí, realmente ahí, en Angers. A una hora de bicicleta por la carretera, bebiendo Gros-Plant en algún que otro bar-tabac y fumando Gauloise… Veía con nitidez la imagen en mi mente y aun así carecía de fuerza. Quizá se debiera a que el rostro de mi padre ya se estaba desvaneciendo de mi recuerdo. Quizá por la misma razón que los niños nunca se meten en las peleas de los adultos y los adultos raramente comprenden la repentina hostilidad que estalla entre los niños sin ningún motivo aparente. En mi voz había afectación y una nota de reproche, pero lo que yo deseaba en realidad no tenía nada que ver con nuestro padre, Francia o la guerra. Quería que se me volviese a tener en cuenta, que se me tratase como a una adulta, una portadora de secretos. Y quería ir al cine, ver a Laurel y Hardy o a Bela Lugosi o Humphrey Bogart, sentarme en la oscuridad vacilante con Cassis a un lado y Reine-Claude al otro, quizá con una bolsa de patatas fritas en la mano o un palo de regaliz.

Reinette movió la cabeza.

—Estás loca —dijo al fin—. Sabes que madre jamás te dejará ir a la ciudad. Eres demasiado pequeña, Boise. Además.

—No iría sola. Tú o Cassis podríais llevarme en vuestra bicicleta —continué tozudamente. Ella llevaba la bicicleta de mi madre. Cassis la de mi padre, un extraño chisme de color negro con aspecto de caballete. Estaba demasiado lejos para ir andando y sin las bicicletas hubieran tenido que quedarse a dormir en el collège, como hacían muchos de los niños de los pueblos—. El trimestre casi ha terminado. Podríamos ir todos juntos a Angers. Ver una película. Dar una vuelta.

Mi hermana parecía empecinada.

—Ya lo verás, ella querrá que nos quedemos en casa y que trabajemos en la granja. ¿No te das cuenta? —dijo—, no quiere que nadie se divierta nunca.

—Con la de veces que ha estado oliendo a naranjas últimamente —le dije pragmática— no creo que importe. Podríamos escabullirnos. Tal y como está, ni siquiera se enteraría.

Fue fácil. Reinette siempre resultaba fácil de convencer. Su pasividad era adulta, su naturaleza maliciosa y dulce escondía una cierta apatía rayana en la indiferencia. Me miró frente a frente, lanzándome la última débil excusa como un puñado de arena.

—¡Estás loca! —Por entonces todo lo que yo hacía era una locura para Reine. Era una locura bucear, balancearme sobre una pierna desde lo alto del puesto de vigilancia, contestar, comer higos verdes y manzanas ácidas.

Moví la cabeza.

—Será fácil —le aseguré con firmeza—. Puedes confiar en mí.

Ya veis el inocente principio de todo. No era nuestra intención hacerle daño a nadie; no obstante, hay un lugar duro dentro de mí que recuerda implacable y con exacta perfección. Mi madre vio los peligros mucho antes de que nosotros lo hiciéramos. Yo era explosiva e inestable como la dinamita. Ella lo sabía y a su extraña manera intentó protegerme manteniéndome cerca de ella, aun cuando hubiera preferido lo contrario. Entendía más de lo que yo pensaba.

No es que me importara: tenía mi propio plan, un plan tan intrincado y cuidadosamente planeado como las trampas de los lucios en el río. En una ocasión pensé que Paul lo había adivinado, pero si lo hizo nunca mencionó una palabra al respecto. Tempranos comienzos que me abocaban a las mentiras, los engaños y cosas peores.

Empezó en un puesto de fruta un sábado de mercado. Fue el cinco de julio, dos días después de mi noveno cumpleaños.

Empezó con una naranja.