El puesto de vigilancia era un olmo viejo que quedaba cerca de la ribera del Loira. Sobresaliendo del agua, un manojo de gruesas raíces pendían hacia abajo desde el suelo reseco de la ribera, haciendo que resultara fácil escalarlas incluso para mí. Y desde las ramas más altas se podía ver Les Laveuses. Cassis y Paul habían construido una cabaña primitiva —una plataforma y algunas ramas inclinadas que hacían las veces de tejado— pero era yo quien pasaba más tiempo en el refugio Reinette se mostraba poco dispuesta a subir a las ramas más altas, aunque habíamos facilitado el acceso gracias a una cuerda con nudos, y Cassis raramente iba por allí, así que a menudo disponía del lugar para mí sola. Iba allí para pensar y observar la carretera por la que a veces podía ver a los alemanes pasar con sus autos, o, con más frecuencia, con sus motocicletas.
Por supuesto, había poca cosa de interés para los alemanes en Les Laveuses. No había cuarteles, m escuelas ni edificios públicos que ocupar. Se establecieron en Angers y hacían algunas patrullas por los pueblos vecinos. Sólo los veía (sin contar los vehículos que pasaban por la carretera) cuando enviaban a grupos de soldados cada semana a requisar productos de la granja de Hourias. La nuestra era menos frecuentada no teníamos vacas, sólo algunos cerdos y cabras. Nuestra principal fuente de ingresos era la fruta y la temporada acababa de empezar. Un par de soldados venían a desgana una vez al mes, pero lo mejor de nuestros suministros estaba bien escondido, y madre siempre me enviaba al huerto cuando los soldados llegaban. Aun así, sentía curiosidad por los uniformes grises, y, a veces, sentada en el puesto de vigilancia lanzaba cohetes imaginarios a los coches que pasaban. No era verdaderamente hostil, ninguno de los niños lo éramos. Sencillamente sentíamos curiosidad y repetíamos los insultos que nuestros padres nos enseñaban (boche asqueroso, cerdo nazi) por puro instinto de imitación. No tenía ni idea de lo que sucedía en la Francia ocupada, ni de dónde estaba Berlín.
En una ocasión fueron a requisar el violín de Denis Gaudin, el abuelo de Jeannette. Ella me lo explicó al día siguiente. Estaba oscureciendo y las contraventanas estaban cerradas cuando oyeron que llamaban a la puerta. La abrieron y vieron a un oficial alemán. En un francés educado aunque dificultoso se dirigió a su abuelo.
—Monsieur, creo que tiene usted un violín. Yo lo necesito.
Algunos oficiales habían decidido formar una banda militar. Me imagino que hasta los alemanes necesitaban alguna forma de pasar el tiempo.
El viejo Gaudin se lo quedó mirando.
—Un violín es como una mujer, mein Herr —repitió cortésmente—. No es algo que se pueda prestar. —Y suavemente cerró la puerta. Hubo un silencio mientras el oficial digería estas palabras. Jeannette miró a su abuelo con los ojos abiertos de par en par. Luego, afuera sonó la risa del oficial alemán que repetía:
—… wie eine Frau! Wie eine Frau!
El oficial alemán no regresó más y Denis conservó el violín hasta mucho después, casi hasta el final de la guerra.