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Mi madre olió a naranjas durante todo aquel caluroso mes. Casi una vez por semana, aunque no siempre, era el preludio de uno de sus delirios. Mientras Cassis y Reinette estaban en el colegio, yo corría hasta el río, casi siempre sola, pero a veces acompañada de Paul cuando él podía escabullirse de sus tareas en la granja.

Había alcanzado una edad difícil y separada de mis hermanos durante la mayor parte de aquellos largos días me hice más descarada y rebelde, huyendo cada vez que mi madre me mandaba cosas que hacer, saltándome las comidas y llegando tarde a casa, sucia, con las ropas teñidas con el polvo ocre de la orilla del río, el cabello suelto y pegajoso por el sudor. Ya era indócil de nacimiento, pero el verano de mis nueve años empeoré como jamás lo había hecho antes. Mi madre y yo nos acechábamos mutuamente como gatas defendiendo nuestro territorio. Cada roce era un chispazo electroestático; cada palabra un insulto potencial; cada conversación, un campo minado. Durante las comidas estábamos sentadas la una frente a la otra, con la mirada ceñuda puesta en la sopa y las crêpes. Cassis y Reinette nos flanqueaban como temerosos cortesanos, con los ojos abiertos de par en par y silenciosos.

No sé por qué nos enfrentábamos de aquella forma; quizá fuese sencillamente por el hecho de que me estaba haciendo mayor. A medida que me iba acercando a la adolescencia veía con otros ojos a la mujer que me había aterrorizado durante mi infancia. Veía los mechones grisáceos en su cabello, las líneas que le enmarcaban la boca. Ahora veía —con un viso de desprecio— que sólo era una mujer que estaba envejeciendo y cuyos delirios la recluían irremediablemente en su habitación.

Y ella me atormentaba. Deliberadamente, o así lo creía yo. Ahora pienso que quizá no podía evitarlo, estaba tanto en su infeliz naturaleza como en la mía estaba el provocarla. Durante aquel verano, parecía que cada vez que abría la boca era para criticar. Mis modales, mi ropa, mi aspecto, mis opiniones. Todo, según ella, era reprobable. Era descuidada; dejaba mi ropa sin doblar a los pies de la cama al irme a dormir. Arrastraba los pies al andar, me convertiría en jorobada si no ponía remedio. Era glotona, me atiborraba de fruta del huerto. Por lo demás tenía poco apetito: estaba creciendo flaca y descarnada. ¿Por qué no podía ser como Reine-Claude? A los doce años, mi hermana ya se había desarrollado. Dulce y suave como la miel oscura, con los ojos ambarinos y el cabello otoñal; era la heroína de cualquier novela, todas y cada una de las diosas de la pantalla que había imaginado y admirado. Cuando éramos pequeñas me dejaba que le trenzara el cabello y yo insertaba flores y bayas en las gruesas trenzas y le rodeaba la cabeza con correhuelas, lo que la hacía parecer un hada del bosque. Ahora había algo casi adulto en su compostura, en su dulzura pasiva. A su lado, yo parecía una rana, me decía mi madre, una pequeña rana fea y flacucha con mi boca ancha y hosca y mis manos y pies grandes.

Recuerdo una de aquellas cenas conflictivas en particular. Teníamos paupiettes para cenar: esos pequeños rollos de carne de ternera rellenos de carne picada de tocino, liados con una cuerda y guisados con una espesa salsa de zanahorias, cebolletas y tomates en vino blanco. Miré al plato con una taciturna falta de interés. Reinette y Cassis no miraban nada en particular, cuidadosamente indiferentes.

Mi madre apretó los puños, furiosa por mi silencio. Después de la muerte de mi padre no había nadie que atemperara su ira y siempre estaba a punto de estallar, hirviendo bajo la superficie. Casi nunca nos pegaba —algo muy raro en aquellos tiempos, casi anormal— aunque sospechaba que no se debía a su gran sentido del afecto, sino más bien al temor de que una vez hubiera empezado le fuera imposible detenerse.

—No arrastres los pies, por el amor de Dios. —Su voz era tan agria como una grosella verde—. ¿Es que no ves que si arrastras los pies acabarás por quedarte así?

Le dirigí una mirada rápida e insolente y apoyé los codos sobre la mesa.

—¡Quita los codos de la mesa! —casi gimió—. Mira a tu hermana. Mírala. ¿Arrastra ella los pies? ¿Se comporta como una labriega resentida?

No se me ocurrió sentir resentimiento contra Reinette. Lo sentía contra mi madre y lo exteriorizaba con cada movimiento de mi avisado cuerpo adolescente. Le daba cualquier excusa para acosarme. Quería que tendiéramos la ropa por las costuras, pues yo lo hacía por el cuello. Los tarros de la despensa debían tener las etiquetas mirando hacia adelante, pues yo las ponía hacia atrás. Olvidaba lavarme las manos antes de las comidas. Cambiaba el orden de las sartenes que estaban colgadas de la pared de la cocina de mayor a menor. Dejaba la ventana de la cocina abierta de manera que cuando ella abría la puerta la corriente hacía que se cerrara de un portazo. Infringía miles de sus reglas personales y ella reaccionaba a cada trasgresión con la misma rabia perpleja. Para ella, aquellas nimias reglas eran importantes pues eran las armas de las que se servía para controlar nuestro mundo. Si se las quitábamos se quedaba como el resto de nosotros, huérfana y perdida.

Naturalmente, yo no sabía aquello entonces.

—Eres una zorrilla dura de pelar, ¿no? —dijo finalmente, empujando su plato—. Dura como los clavos. —No había ni hostilidad ni afecto en su voz, simplemente una especie de fría falta de interés—. Yo solía ser así a tu edad —confesó. Era la primera vez que la oía hablar de su propia niñez. Su sonrisa se hizo más profunda y triste. Resultaba imposible imaginarla en su juventud. Apuñalé mi paupiette, cuya salsa estaba pastosa y fría.

—También quería pelearme con todo el mundo —dijo mi madre—. Lo habría sacrificado todo, habría herido a cualquiera para demostrar que tenía razón. Para ganar. —Me miró intensamente, con curiosidad, sus ojos negros como alfileres en brea—. Rebelde. Eso es lo que eres. Desde el mismo instante en que naciste supe lo que ibas a ser. Has hecho que todo vuelva a empezar. Peor que nunca. Tu forma de gritar por las noches y de negarte a comer; y yo tumbada en la cama, despierta con las puertas cerradas y la cabeza martilleándome.

No respondí. Un momento después mi madre se echó a reír sarcástica y empezó a recoger la mesa. Fue la última vez que habló de la guerra que había entre nosotras, si bien la guerra estaba lejos de haber terminado.