Cuando mi padre murió no sentí verdadero pesar. Indagando en mi interior en busca de dolor sólo encontré un lugar duro, como el hueso en el centro de una fruta. Me decía que jamás volvería a ver su rostro, pero para entonces ya casi lo había olvidado. Había sido reemplazado por una especie de imagen con los ojos en blanco, como un santo de escayola, con los botones de su uniforme lanzando suaves destellos. Intenté imaginarlo muerto, caído en el campo de batalla, yaciendo en alguna fosa común, despedazado por una mina que le había explotado en la cara… Imaginé horrores pero eran tan irreales para mí como las pesadillas. Cassis fue el que se lo tomó peor. Se escapó y estuvo ausente durante dos días después de conocer la noticia. Cuando al final regresó a casa, estaba exhausto, hambriento y lleno de picaduras de mosquito. Había estado durmiendo en el otro lado del Loira, donde los bosques ceden paso al pantanal. Creo que tuvo la absurda idea de alistarse en el ejército, pero se había perdido, vagando en círculos durante horas hasta que volvió a encontrar el Loira. Intentó fanfarronear, hacernos creer que había vivido aventuras, pero por primera vez no lo creí.
Después de aquello le dio por pelearse con otros chicos y a veces llegaba a casa con las ropas rasgadas y sangre bajo las uñas. Pasaba horas y horas solo en el bosque. Nunca lloró por padre y se enorgullecía de ello, incluso llegó a insultar a Philippe Hourias cuando en una ocasión intentó consolarlo. Reinette, al contrario, parecía disfrutar de la atención que la muerte de padre le proporcionaba. La gente se presentaba con regalos o le acariciaban la cabeza cuando se la encontraban por el pueblo. En el café, el tema de nuestro futuro —y el de nuestra madre— se comentaba con voces quedas y serias. Mi hermana aprendió a humedecer sus ojos a voluntad y cultivó una sonrisa de niña valiente y huérfana que le valía regalos o caramelos, además de la fama de ser la única sensible de la familia.
Mi madre nunca volvió a hablar de él después de su muerte. Era como si, después de todo, mi padre nunca hubiese vivido con nosotros. La granja siguió funcionando y con más eficiencia si cabe. Arrancamos las hileras de aguaturmas que sólo a él le gustaban y las reemplazamos con espárragos y brécol púrpura que se mecía y susurraba en el viento. Empecé a tener pesadillas en las que estaba enterrada, pudriéndome, abrumada por el hedor de mi propia putrefacción. Me ahogaba en el Loira, sintiendo el cieno del lecho del río reptar por mi carne muerta y cuando intentaba pedir ayuda notaba cientos de cuerpos junto a mí, meciéndose suavemente con la corriente del río, amontonados unos junto a otros, hombro con hombro, algunos enteros, otros mutilados, sin rostro, con sonrisas quebradas por las mandíbulas dislocadas y con los ojos muertos en blanco en una ostentosa señal de bienvenida… Me despertaba de esos sueños sudorosa y gritando pero madre nunca acudía. Cassis y Reinette venían en su lugar, a veces impacientes, a veces amables. En algunas ocasiones me pellizcaban y me amenazaban en voz baja y exasperada. En otras me abrazaban y me dormían acunándome en sus brazos. A veces Cassis nos explicaba historias y Reine-Claude y yo le escuchábamos con los ojos abiertos a la luz de la luna; eran historias de gigantes y de brujas, de rosas devoradoras de hombres, de montañas y dragones disfrazados de hombres… Oh, Cassis era muy bueno contando historias en aquellos días y aunque con frecuencia se mostraba cruel y se reía a menudo de mis terrores nocturnos, ésas son las historias que ahora recuerdo con más nitidez, además del brillo de sus ojos.