6

Yannick dice que vio a la Gran Madre hoy —escribe—. Vino corriendo desde el río, medio loco por la excitación y farfullando. Con las prisas había olvidado el pescado y yo le reñí por perder el tiempo. Me miró con ese triste desamparo en sus ojos y creí que iba a decir algo pero no lo hizo. Supongo que se siente avergonzado. Yo me siento dura por dentro, helada. Quiero decir algo pero no estoy segura del qué. Trae mala suerte ver a la Gran Madre, todo el mundo lo dice, pero de eso, ya hemos tenido bastante hasta ahora. Quizá por eso soy como soy.

Me tomé tiempo para leer el álbum de mi madre. En parte era por miedo. De lo que pudiera descubrir, quizá. O de lo que me vería obligada a recordar. En parte era porque la redacción era confusa, el orden de los acontecimientos estaba experta y deliberadamente mezclado, como un ingenioso juego de cartas. Apenas recordaba el día en que había hablado, aunque soñé con él más tarde. La letra, aunque clara, era obsesivamente pequeña y me causaba terribles dolores de cabeza si la estudiaba demasiado tiempo. En esto también soy como ella. Recuerdo con nitidez sus dolores de cabeza, precedidos por lo que Cassis solía llamar sus «ataques». Habían empeorado cuando yo nací, me dijo. Él era el único de nosotros con edad suficiente para acordarse de cómo era ella antes.

Me acuerdo de cómo era antes —escribe debajo de la receta para la sidra especiada—. Estar en la luz. Sentirme pletórica. Yo fui así durante un tiempo, antes de que C. naciera. Intento recordar cómo era ser tan joven. Ojalá nos hubiésemos mantenido alejados, me digo a mí misma. No regreses nunca más a Les Laveuses. Y, intenta ayudar. Pero ya no hay amor. Ahora me tiene miedo, miedo de lo que pueda hacer. A él. A los niños. No hay dulzura en el sufrimiento, piense lo que piense la gente. Al final acaba por corroerlo todo. Y se queda por los niños. Debería estarle agradecida. Podría abandonarme y nadie pensaría mal de él. Al fin y al cabo, él nació aquí.

Nunca se le dio bien quejarse, aguantaba el dolor hasta que no podía más antes de retirarse a su habitación en penumbra mientras nosotros salíamos afuera sin hacer ruido, como gatos cautelosos. Cada seis meses solía sufrir un ataque realmente serio que la dejaba postrada durante días. En una ocasión, cuando yo era muy pequeña, se desmayó de camino a casa desde el pozo, desplomándose hacia delante sobre el cubo, un chorro de líquido tiñó el camino reseco ante ella, su sombrero de paja caído de lado para dejar al descubierto la boca abierta, los ojos mirando fijamente. Yo me encontraba en el huerto que estaba junto a la cocina recogiendo hierbas, estaba sola. Lo primero que pensé fue que estaba muerta. Su silencio, el agujero negro de la boca en contraste con la piel tensa y ocre del rostro, los ojos como bolas. Dejé mi cesto muy lentamente y me dirigí hacia ella.

El sendero parecía deformarse extrañamente a mis pies, como si llevara puestas las gafas de otra persona y tropecé un poco. Mi madre yacía apoyada sobre el costado. Una pierna extendida, la falda negra un poco levantada dejando al descubierto la bota y la media. La boca abierta de par en par glotonamente. Yo estaba tranquila.

«Está muerta», me dije. El torrente de sentimientos que me inundó ante tal pensamiento fue tan intenso que por un instante me sentí incapaz de identificarlo. Una sensación como si fuese la brillante cola de un cometa, haciéndome cosquillas en las axilas y volteando mi estómago, como si se tratase de una crêpe. Terror, pena, confusión. Miré en mi interior pero no hallé nada de eso. En su lugar, una explosión de fuegos artificiales envenenados que me llenaban la cabeza de luz. Miré lacónica al cadáver de mi madre y sentí alivio, esperanza y una alegría fea y primitiva.

Esta dulzura

Me siento dura por dentro, helada.

Lo sé, lo sé. No puedo esperar que entendáis cómo me sentí. También a mí me parece grotesco recordar cómo fue, me pregunto si no será éste otro falso recuerdo… Por supuesto, pudo ser el shock. La gente tiene experiencias extrañas bajo los efectos de un shock. Incluso los niños. Especialmente los niños, los salvajes gazmoños y reservados que éramos. Encerrados en nuestro mundo de locura, entre el Puesto de Vigilancia y el río, con las piedras alzadas para custodiar nuestros rituales secretos… En cualquier caso, fue alegría lo que sentí.

Estaba junto a ella. Los ojos muertos observándome sin pestañear. Me pregunté si no debía cerrárselos. Había algo inquietante en aquella mirada esférica y como de pez que me recordó a la de la Gran Madre el día en que por fin conseguí pescarla. Un hilo de saliva brillaba entre sus labios. Me acerqué un poco más…

Su mano salió disparada y se aferró a mi tobillo. No estaba muerta sino al acecho, los ojos brillándole con mezquina astucia. Su boca moviéndose penosamente, pronunciando cada palabra con precisión cristalina. Cerré los ojos para no gritar.

—Escucha. Tráeme mi bastón. —Su voz era áspera y metálica—. Tráelo. Cocina. Rápido.

La miré fijamente, su mano aferrada aún a mi tobillo desnudo.

—Esta mañana lo vi venir —dijo monótonamente—. Sabía que sería de los fuertes. Sólo veía la mitad del reloj. Olía a naranjas. Tráeme el bastón. Ayúdame.

—Pensé que ibas a morir. —Mi voz sonaba extrañamente como la suya, clara y dura—. Pensé que estabas muerta.

Frunció la comisura de la boca y emitió un graznido apagado que identifiqué como una carcajada. Fui corriendo hasta la cocina con aquel sonido en los oídos, encontré el bastón, una vara de espino pesada y retorcida con la que solía alcanzar las ramas más altas de los árboles y se la llevé. Ya se había puesto de rodillas, empujando el suelo con las manos. De cuando en cuando meneaba la cabeza con un gesto brusco e impaciente, como si la persiguieran las avispas.

—Bien —su voz era espesa como una bocanada de barro—. Ahora déjame. Ve y díselo a tu padre. Me voy a mi habitación. —Luego, levantándose violentamente con la ayuda del bastón, tambaleándose, manteniéndose en pie por el simple esfuerzo de su voluntad—: ¡Te he dicho que te vayas!

Y me golpeó torpemente con la mano entrecerrada, perdiendo casi el equilibrio, tropezando con el bastón. Corrí entonces, y sólo me di la vuelta cuando ya estaba fuera del alcance de su ira, ocultándome en una hilera de grosellas para observar su andar vacilante hacia la casa, arrastrando los pies y levantando espirales de polvo tras de sí.

Fue la primera vez que me di verdaderamente cuenta de la aflicción de mi madre. Más tarde mi padre nos lo explicó, el asunto del reloj y las naranjas, mientras ella yacía en la penumbra. No entendimos gran cosa de lo que nos habló. Nuestra madre padecía delirios, nos dijo pacientemente, dolores de cabeza que eran tan terribles que a veces ni siquiera era consciente de sus actos. ¿Habíamos sufrido alguna vez una insolación? ¿Experimentado aquel sentimiento de aturdimiento e irrealidad, imaginar que las cosas estaban más cerca de lo que lo estaban de verdad, oír los ruidos más fuertes? Lo miramos sin entender. Sólo Cassis, de nueve años frente a mis cuatro, parecía comprender.

—Hace cosas —prosiguió mi padre— cosas de las que después ya no se acuerda. Todo por los delirios.

Lo miramos con solemnidad. Delirios.

Mi mente infantil asociaba aquella palabra a cuentos de brujas. La casita de pan de jengibre. Los siete cisnes. Me imaginé a mi madre tumbada en la cama en la oscuridad, con los ojos abiertos, extrañas palabras deslizándose entre sus labios como anguilas. La imaginé mirando a través de las paredes y viéndome, viendo en mi interior y sacudiéndose con aquella risa espantosa y chirriante… Padre dormía a veces en la silla de la cocina cuando mi madre tenía sus delirios. Una mañana al despertar nos lo encontramos lavándose la frente en la pila de la cocina y el agua estaba teñida de sangre… Un accidente, nos dijo. Un estúpido accidente. Pero recuerdo haber visto sangre en las tejas de terracota. Había un haz de leña para la estufa sobre la mesa que también tenía sangre.

—Ella no nos haría daño, ¿verdad papá?

Me miró un instante. Titubeó un segundo, quizá dos. Y en sus ojos, una mirada valorativa, como si estuviera sopesando cuánto debía contar.

Luego sonrió.

—Por supuesto que no, cariño. —Qué cosas tienes, venía a decir su sonrisa—. Ella nunca os haría daño a vosotros. —Me estrechó entre sus brazos y olí a tabaco y a polillas y al olor dulzón de sudor rancio. Pero nunca olvidé aquel titubeo, aquella mirada de cálculo. Por un segundo lo había considerado. Le había dado vueltas en su cabeza, preguntándose cuánto debía contarnos. Quizá pensó que le quedaba tiempo, mucho tiempo para contárnoslo cuando fuésemos mayores.

Aquella noche escuché ruidos que procedían de la habitación de mis padres; gritos, rotura de cristales. Me levanté temprano para descubrir que mi padre había pasado toda la noche en la cocina. Mi madre se levantó tarde pero de buen humor —de tan buen humor como jamás lo estuvo—. Tarareando una cancioncilla en un tono bajo y discordante mientras removía los tomates verdes en su olla para la confitura, me dio un puñado de ciruelas Claudias del bolsillo de su delantal. Tímidamente le pregunté si se sentía mejor. Me miró sin entender, su rostro blanco e inexpresivo como un plato recién lavado. Más tarde me colé en su habitación y hallé a mi padre tapando la ventana rota con papel de cera. Los cristales estaban en el suelo y el reloj de la repisa de la chimenea yacía ahora boca abajo sobre las tablas del suelo. Una mancha rojiza se había secado en el papel de la pared justo encima del cabezal de la cama y mis ojos la perseguían con una especie de fascinación. Podían distinguirse las huellas de los cinco dedos y la palma de la mano donde había apuñalado el papel. Cuando volví a mirar unas horas más tarde la pared estaba limpia y la habitación volvía a estar en orden. Ninguno de mis padres mencionó el incidente, se comportaban como si no hubiese sucedido nada malo. Pero después de aquello, mi padre cerraba las puertas de nuestra habitación y echaba el cerrojo en las ventanas cada noche, como si tuviese miedo de que algo fuese a forzar la entrada.