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Luego se produjo el asunto del artículo. Yo no lo llegué a leer, sabéis; apareció en ese tipo de revistas que parecen considerar la comida puramente como un accesorio de estilo —«este año todos comemos cuscús, querida, es absolutamente el rigueur»— mientras que para mí la comida es sencillamente comida, un placer para los sentidos, algo efímero cuidadosamente elaborado, como los fuegos artificiales, un trabajo duro a veces, pero nada que deba tomarse en serio, no es arte, por el amor de Dios, por un extremo entra y por otro sale. En cualquier caso, ahí estaba un buen día, en una de esas revistas de moda, Viajes por el Loira, o algo parecido, las recomendaciones de un chef famoso probando restaurantes en su recorrido hacia la costa. Lo recuerdo bien; un hombrecillo pequeño y delgado, que llevaba sus propios frasquitos de sal y pimienta envueltos en una servilleta y un bloc de notas en el regazo. Tomó mi Paëlle Antillaise y la ensalada caliente de alcachofas, luego una ración del kougn-amann de mi madre con mi propia cidre bouché y un vaso de liqueur framboise para acabar. Me hizo muchas preguntas sobre mis recetas, quiso ver la cocina, el huerto y se sorprendió mucho cuando le enseñé la bodega con los estantes de terrines, mis confituras y aceites aromáticos de nuez, romero y trufa, y los vinagres de frambuesa, espliego y manzana ácida, me preguntó dónde había estudiado y casi se molestó cuando me eché a reír por la pregunta.

Quizá le conté demasiadas cosas. Me sentí adulada. Le invité a probar de esto y de aquello. Una rodaja de rillettes, otra de mi saucisson sec. Un sorbito de mi licor de pera, el poiré que mi madre solía hacer en octubre con las peras caídas que yacían ya fermentadas en el suelo caliente, tan enguantadas con avispas oscuras que teníamos que utilizar pinzas de madera para recogerlas… Le mostré la trufa que mi madre me dio, conservada cuidadosamente en el aceite como una mosca en ámbar, y sonreí al ver cómo se le agrandaban los ojos por el asombro.

—¿Tiene usted idea de lo que vale esto?

Sí, me sentí adulada en mi vanidad. Un poco sola, también; contenta de poder hablar con ese hombre que conocía mi lenguaje, que sabía distinguir y nombrar las hierbas de una terrine al probarla y que me dijo que era demasiado buena para este lugar, que era un crimen… Quizá me eché a soñar un poco. Debería haberme dado cuenta antes.

El artículo apareció unos meses después. Alguien me lo trajo, arrancado de la revista. Una fotografía de la crêperie, un par de párrafos.

«Puede que los visitantes de Angers que anden buscando una auténtica cocina gastronómica se dirijan al prestigioso Aux Délices Dessanges. Al hacerlo se perderían sin duda uno de los descubrimientos más interesantes de mis viajes por el Loira… —Frenéticamente intenté recordar si le había hablado de Yannick—. Detrás de la modesta fachada de una casa de campo, un milagro culinario se está fraguando…». Una sarta de tonterías le sigue sobre «las tradiciones campestres revitalizadas por el genio creativo de esta señora». Con impaciencia y pánico creciente escudriñé la página en busca de lo inevitable. Una sola mención del apellido Dartigen y todo mi trabajo cuidadosamente elaborado se iría al traste…

Puede parecer que estoy exagerando. No es así. La guerra sigue estando muy presente en Les Laveuses. Todavía hay personas que no se dirigen la palabra. Denise Mouriac y Lucille Dupré, Jean-Marie Bonet y Colin Brassaud. ¿No se destapó aquel asunto en Angers hace unos años, cuando encontraron a una mujer anciana encerrada en el desván de una casa? Sus padres la encerraron ahí en 1945 cuando descubrieron que había colaborado con los alemanes. Tenía dieciséis años. Cincuenta años después la sacaron, vieja y loca, cuando su padre murió por fin.

¿Y qué hay de esos hombres viejos —de ochenta y noventa años— encerrados por crímenes de guerra? Hombres viejos y ciegos, hombres viejos y enfermos endulzados por la demencia, sus rostros laxos y sin comprender. Resulta imposible creer que alguna vez fueran jóvenes. Imposible imaginar sueños sangrientos dentro de esos cráneos frágiles y olvidadizos. Destruye el receptáculo y la esencia se escapa. El crimen toma una vida —justificación— propia.

Por una extraña coincidencia, la propietaria de Crêpe Framboise, la señora Françoise Simon, resulta estar emparentada con la propietaria de Aux Délices Dessanges…

Se me cortó la respiración. Sentí como si una chispa de fuego me hubiese obturado la tráquea y de pronto me encontraba bajo el agua, el río pardusco tirando de mí hacia abajo, dedos de fuego aferrándose a mi cuello, a mis pulmones…

… nuestra mismísima Laure Dessanges. Resulta extraño que no haya conseguido averiguar muchos de los secretos de su tía. Yo por mi parte, en esta ocasión, preferí el encanto modesto de Crêpe Framboise a cualquiera de las elegantes (pero demasiado exiguas) propuestas de Laure.

Volví a respirar. Nada del sobrino, sino de la sobrina. No me habían descubierto.

Me prometí a mí misma que no habría más estupideces. No más charlas con amables escritores gastronómicos. Un fotógrafo de otra revista de París vino a entrevistarme una semana después, pero me negué a recibirlo. Peticiones de entrevistas llegaban por correo, pero no contestaba a ninguna. Un editor me propuso escribir un libro de recetas. Por primera vez, Crêpe Framboise estaba inundada de gente de Angers, turistas, gente elegante con coches deslumbrantes. Los rechacé a montones. Tenía mis clientes habituales, mis diez o quince mesas. No podía acomodar a tanta gente.

Intenté comportarme con la máxima normalidad posible. Me negué a hacer reservas por adelantado. La gente hacía cola en la acera. Tuve que contratar a otra camarera, pero por lo demás desdeñé como pude tanta atención no buscada. Ni siquiera me digné a escuchar al pequeño escritor gastronómico cuando regresó para discutir —razonar— conmigo. No, no le permitiría que usara mis recetas en su columna. No, no habría ningún libro. Nada de fotografías. Crêpe Framboise seguiría siendo lo que era, una crêperie de provincia.

Sabía que si me cerraba en banda durante el tiempo suficiente acabarían por dejarme en paz. Pero para entonces el daño ya estaba hecho. Ahora Laure y Yannick sabían dónde encontrarme.

Cassis debió de decírselo. Se había trasladado a un piso cerca del centro de la ciudad y, aunque nunca fue buen corresponsal, me escribía de tanto en tanto. Sus cartas eran informes sobre su célebre nuera y su refinado hijo. Bien, después del artículo y el revuelo que causó, se propusieron encontrarme. Trajeron a Cassis consigo, como si se tratase de un regalo. Supongo que pensaron que nos sentiríamos conmovidos al volver a vernos después de tantos años, pero aunque los ojos de él se humedecieron de una forma reumática y sentimental, los míos permanecieron resolutamente secos. Apenas había rastro del hermano mayor con el que había compartido tantas cosas; ahora estaba gordo, sus rasgos perdidos en aquella masa informe, la nariz enrojecida, las mejillas surcadas por capilares rotos, la sonrisa vacilante. De lo que una vez sintiera por él —la devoción por el hermano mayor que en mi mente era capaz de cualquier cosa: escalar el árbol más alto, desafiar a las abejas para robarles la miel, cruzar a nado el Loira en su tramo más ancho— no quedaba nada salvo una tenue nostalgia teñida de desprecio. Después de todo, aquello pasó hacía mucho. El hombre gordo del umbral era un desconocido.

Al principio fueron astutos. No pidieron nada. Les preocupaba el hecho de que viviera sola, me hicieron regalos —un procesador de comida, alarmados por el hecho de que aún no tuviera uno, un abrigo, una radio— se ofrecieron a sacarme… Incluso me invitaron a su restaurante en una ocasión, un lugar enorme con mesas de mármol de imitación, con manteles a cuadros y luces de neón y con estrellas de mar y cangrejos de plástico de colores llamativos enredados en las redes de pescador que colgaban de las paredes. Me referí a la decoración con cierta reserva.

—Bueno Mamie, es lo que se llama kitsch —me explicó Laure amablemente, dándome palmaditas en la mano—. No creo que te interesen estas cosas pero, créeme, en París esto está muy de moda. —Me mostró los dientes. Tiene los dientes muy blancos y grandes y el pelo es del color del pimiento fresco. Ella y Yannick se tocan y se besan a menudo en público. Debo admitir que me resultó todo bastante embarazoso. La comida fue moderna, supongo. No soy quién para juzgar estas cosas. Una especie de ensalada con un aderezo suave, varios tipos de verduras cortadas en forma de flores. Quizá había alguna endibia, pero la mayor parte eran simples hojas de lechuga, rábanos y zanahorias con formas caprichosas. Luego un trozo de merluza —un buen trozo, debo admitir, pero demasiado pequeño— con una salsa hecha con vino blanco y cebolletas y una hoja de menta encima, no me preguntéis por qué. Después, una raja de tartaleta de pera, prolijamente adornada con salsa de chocolate, azúcar de lustre y espirales de chocolate. Al mirar furtivamente al menú descubrí mucha palabrería autocongratulatoria del estilo de: «Nougatine de surtido de caramelos con una base de pasta finísima para hacer la boca agua, aderezada con chocolate espeso y oscuro y servida con coulis picante de albaricoques…». A mí no me pareció más que un simple florentino y cuando lo vi no era más grande que una moneda de cinco francos. Uno pensaría que Moisés lo había bajado de la montaña al leer cómo lo describían. ¡Y el precio! Cinco veces el precio de mi menú más caro y eso sin contar el vino. Naturalmente yo no tuve que pagar. Pero, en cualquier caso, empezaba a sospechar que habría algún precio oculto en toda aquella atención repentina.

Lo había.

Dos meses más tarde vinieron con su primera propuesta. Me ofrecían mil francos si les daba mi receta de la paëlle antillaise y les permitía incluirlo en su menú. La paëlle antillaise de Mamie Framboise tal y como aparecía mencionado en el Hôte & Cuisine (julio de 1991) por Jules Lemarchand. Al principio pensé que se trataba de una broma. «Una delicada mezcla de marisco fresco aderezado sutilmente con plátanos verdes, piña, moscatel y arroz azafranado…». Me eché a reír. ¿Acaso no tenían suficientes recetas propias?

—¡No te rías, Mamie! —Yannick fue casi brusco, sus ojos negros y brillantes muy cerca de los míos—. Quiero decir que Laure y yo nos sentiríamos tan agradecidos… —Me dedicó una sonrisa amplia y abierta.

—No seas tan modesta Mamie. —Ojalá no me llamaran así. Laure me rodeó con su brazo desnudo y frío—. Me aseguraré de que todo el mundo sepa que es tu receta.

Cedí. En realidad no me importaba darles mis recetas; después de todo ya había dado bastantes a la gente de Les Laveuses. Les daría la paëlle antillaise gratis y todo aquello de lo que se encapricharan pero con una condición: que dejaran a Mamie Framboise fuera del menú. Ya me había escapado por los pelos. No quería atraer más atención.

Accedieron con tanta rapidez a mis condiciones como con pocas protestas. Y tres semanas después, la receta de La paëlle antillaise de Mamie Framboise apareció en Hôte & Cuisine al lado de un efusivo artículo de Laure Dessanges. «Espero poder proporcionaros más recetas campestres de Mamie Framboise muy pronto —prometió—. Hasta entonces, podéis probarlas en Aux Délices Dessanges, Rue des Romarins, Angers».

Supongo que jamás se les ocurrió que leería el artículo. Quizá pensaron que no hablaba en serio cuando se lo dije. Cuando se lo mencioné se disculparon, como chiquillos a los que han pillado en una simpática travesura. El plato estaba teniendo mucho éxito y estaban planeando dedicar toda una sección de la carta a Mamie Framboise, en la que incluirían mi couscous à la provençale, mi cassoulet trois haricot y los famosos crêpes de Mamie Framboise.

—¿Te das cuenta Mamie? —explicó Yannick encantador—. Lo más hermoso de todo es que no esperamos que hagas nada. ¡Sólo sé tú misma! ¡Sé natural!

—Yo podría publicar una columna en la revista —añadió Laure—. Los consejos de Mamie Framboise, o algo por el estilo. Por supuesto, tú no tendrías que escribirla. Yo me encargaría de todo. —Me sonrió alegremente, como si fuese un niña que necesita que le den seguridad.

Volvieron a traer a Cassis consigo; él también sonreía alegremente aunque parecía un poco confundido, como si todo aquello lo desbordase.

—Pero os lo advertí. —Mantuve la voz contenida, dura, para evitar que temblara—. Ya os lo advertí antes. No quiero nada de eso. No quiero formar parte de esto.

Cassis me miró desconcertado.

—Pero es una oportunidad tan buena para mi hijo… —suplicó—. Piensa en lo que esa publicidad significaría para él.

Yannick tosió.

—Lo que mi padre quiere decir —se apresuró a corregir— es que todos podríamos beneficiarnos de la situación. Las posibilidades son infinitas si la cosa resulta bien. Podríamos lanzar al mercado las confituras de Mamie Framboise, las galletas de Mamie Framboise… Naturalmente Mamie, tú tendrías un porcentaje sustancial.

Negué con la cabeza.

—No me estáis escuchando —dije alzando la voz—. No quiero publicidad. No quiero ningún porcentaje. No me interesa.

Yannick y Laure intercambiaron miradas.

—Y si estáis pensando lo que creo que estáis pensando —espeté cortante—, que fácilmente podéis hacerlo sin mi consentimiento (al fin y al cabo, un nombre y una fotografía es todo lo que necesitáis), entonces escuchadme bien. Si vuelvo a enterarme de que ha aparecido alguna receta más de Mamie Framboise en esa revista, en cualquier revista, ese mismo día llamaré al editor y le venderé los derechos de todas las recetas que tengo. ¡Qué diablos, se las daré gratis!

Estaba sin aliento, el corazón martilleándome por la rabia y el miedo. Pero nadie presiona a la hija de Mirabelle Dartigen. Ellos también sabían que estaba hablando en serio, podía leerlo en sus rostros.

—Mamie… —protestaron en vano.

—Y dejad ya de llamarme Mamie.

—Dejadme hablar con ella. —Ése era Cassis, levantándose con dificultad de la silla. Noté que la edad lo había encogido, lo había hundido suavemente en sí mismo, como un soufflé fallido. Incluso aquel pequeño esfuerzo lo hacía resollar dolorosamente.

—En el jardín.

Sentada en un tronco caído junto al pozo abandonado tuve un extraño sentimiento de duplicación, como si el viejo Cassis pudiese quitarse de la cara la máscara del hombre gordo y volver a aparecer como antes, intenso, temerario y salvaje.

—¿Por qué haces esto? —inquirió—. ¿Es por mí?

Moví la cabeza lentamente.

—No tiene nada que ver contigo —le dije—, ni con Yannick. —Volví la cabeza bruscamente hacia la granja—. Te habrás fijado en que he podido arreglar la vieja granja.

Se encogió de hombros.

—Nunca supe por qué querías hacerlo —confesó—. Yo no hubiera tocado el lugar. Me da escalofríos sólo de pensar que estás viviendo aquí. —Y me dirigió una extraña mirada, maliciosa, casi penetrante—. Pero es típico de ti —sonrió—. Siempre fuiste su favorita, Boise. Incluso te pareces a ella ahora.

Me encogí de hombros.

—No me convencerás —le dije terminantemente.

—Incluso empiezas a hablar como ella. —Su voz, una mezcla de amor, culpa y odio—. Boise.

Lo miré.

—Alguien tenía que recordarla —le dije—. Y sabía que no ibas a ser tú.

—Pero aquí, en Les Laveuses… —dijo haciendo un gesto de impotencia.

—Nadie sabe quién soy —le dije—. Nadie me relaciona. —Sonreí de pronto—. Sabes, Cassis, para la mayoría de gente, las mujeres mayores parecen todas iguales.

Asintió.

—Y crees que Mamie Framboise cambiaría todo eso.

—Sé que lo haría.

Silencio.

—Siempre fuiste buena mentirosa —observó casualmente—. Es otra de las cosas que heredaste de ella. La capacidad de ocultar. Yo soy un libro abierto. —Estiró los brazos a ambos lados para ilustrarlo.

—Bien hecho —comenté indiferente. Incluso se lo creía él mismo.

—Eres una buena cocinera, lo reconozco. —Miró al huerto por encima de mi hombro, los árboles pesados por la fruta madura—. A ella le habría gustado. Saber que mantienes las cosas funcionando. Te pareces tanto a ella… —repitió lentamente, no era un cumplido sino una afirmación, con cierto desagrado, cierto temor.

—Me dejó su libro —le confesé—. El que contiene las recetas. El álbum.

Sus ojos se agrandaron.

—¿De veras? Bueno, eras su preferida.

—No sé por qué sigues diciendo eso —respondí impaciente—. Si madre tuvo alguna vez una preferida, ésa fue Reinette, no yo. Acuérdate.

—Ella misma me lo dijo —explicó—. Me dijo que de los tres tú eras la única con sentido común y agallas. «Hay cien veces más de mí en esa astuta zorrilla que en vosotros dos juntos». Eso fue lo que dijo.

Sonaba a madre. Su voz en la de él, clara y afilada como el vidrio. Debía de estar enfadada con él, en uno de sus ataques de ira. Casi nunca nos ponía la mano encima, pero ¡Dios, aquella lengua!

Cassis hizo una mueca.

—Fue la forma de decirlo, también —me dijo suavemente—. Tan fría y seca. Con esa curiosa mirada en los ojos, como si fuese una especie de prueba. Como si esperase ver cómo reaccionaría yo.

—¿Y cómo reaccionaste?

—Me eché a llorar, claro. Sólo tenía nueve años —dijo y se encogió de hombros.

Claro que lo hizo, me dije a mí misma. Siempre hacía lo mismo. Demasiado sensible debajo de su fiereza. Solía escaparse de casa con frecuencia, durmiendo en los bosques, en las cabañas que hacía en los árboles, sabiendo que madre no lo azotaría. Ella estimulaba secretamente su mala conducta, porque parecía desafío. Parecía fortaleza. Yo le habría escupido en la cara.

—Dime, Cassis —la idea me vino de pronto y casi me dejó sin aliento por la excitación—. Mamá… ¿tú recuerdas si hablaba italiano o portugués? ¿Alguna lengua extranjera?

Cassis me miró sorprendido y negó con la cabeza.

—¿Estás seguro? En el álbum —le hablé de las páginas escritas en lenguaje extraño, las páginas secretas que jamás había aprendido a descifrar.

—Déjame verlas.

Las miramos juntos, Cassis palpando las hojas amarillentas y rígidas con renuente fascinación. Noté que evitaba tocar la escritura aunque a veces tocaba otras cosas: las fotografías, las flores secas, las alas de mariposas, los retazos de tela pegados en las páginas.

—Dios mío —musitó—. Jamás tuve ni idea de que hubiera hecho algo parecido. —Alzó la mirada hacia mí—. ¿Y tú dices que no eras su preferida?

Al principio parecía estar más interesado en las recetas que en cualquier otra cosa. Rozando levemente el álbum, sus dedos parecían haber recuperado parte de su antigua destreza.

Tarte mirabelle aux amandes —susurró—. Tourteau fromage. Clafoutis aux cerises rouges. ¡Me acuerdo de éstos! —Su entusiasmo era de repente muy juvenil, muy del viejo Cassis—. Todo está aquí —dijo suavemente—. Todo.

Le señalé uno de los pasajes extraños.

Cassis los estudió por un momento y empezó a reír.

—No es italiano —dijo—. ¿No te acuerdas de lo que es? —Parecía que encontraba todo aquello muy divertido, sacudiéndose y resollando. Incluso sus orejas temblaban, unas orejas grandes de viejo como champiñones garzos—. Es el lenguaje que papá inventó. Bilinienverlini, solía llamarlo. ¿No te acuerdas? Solía hablarlo a menudo.

Intenté recordar. Tenía siete años cuando murió. Debía de quedar algo, pensé para mí. Pero había muy poco. Todo había sido engullido por una enorme garganta hambrienta de oscuridad. Puedo recordar a mi padre pero sólo en retazos. El olor a polillas y tabaco que desprendía su abrigo. Las aguaturmas que sólo a él le gustaban pero que todos teníamos que comer una vez a la semana. Cómo me había clavado accidentalmente un anzuelo en la parte membranosa de la mano, entre el dedo pulgar y el índice, y sus brazos rodeándome, su voz instándome a ser valiente… Recuerdo su rostro por las fotografías, todas en color sepia. En el fondo de mi mente, algo —algo remoto— arrojado por la oscuridad. Mi padre, sonriente, farfullándonos algo sin sentido. Cassis riendo, yo riendo sin entender realmente la broma y a salvo de madre, por una vez, fuera de nuestra vista, con uno de sus dolores de cabeza quizás, unas vacaciones inesperadas…

—Recuerdo algo —dije al final.

Entonces me lo explicó pacientemente. Un lenguaje de sílabas invertidas, de palabras al revés, prefijos y sufijos absurdos. «Roquieni carpliexni». «Quiero explicar». «Inoi yotsei roguseni iedi nia iquieni». «No estoy seguro de a quién».

Por extraño que resulte, Cassis no parecía estar en absoluto interesado en los escritos secretos de mi madre. Su mirada se detenía en las recetas. El resto estaba muerto. Las recetas eran algo que podía entender, tocar, probar. Podía sentir su incomodidad al estar tan cerca de mí, como si mi parecido con ella pudiese infectarlo.

—Si mi hijo pudiese ver estas recetas… —musitó.

—No se lo digas —dije con firmeza. Empezaba a conocer a Yannick. Cuanto menos supiese de nosotros mejor.

Cassis se encogió de hombros.

—Naturalmente que no. Te lo prometo.

Y lo creí. Eso demuestra que no me parezco tanto a mi madre como él pensaba. Confié en él, que Dios me ayude, y durante un tiempo pareció haber cumplido su promesa. Yannick y Laure mantuvieron las distancias, Mamie Framboise desapareció de la escena y el otoño sucedió al verano, arrastrando una suave cola de hojas muertas.