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Habían pasado casi cuatro años desde mi regreso cuando abrí la crêperie. Para entonces había conseguido dinero, clientela y aceptación. Tenía un chico trabajando para mí en la granja (un chico de Courlé, no de una de las Familias), y contraté a una muchacha para que me ayudara con el servicio. Empecé con sólo cinco mesas (el truco siempre está en tener pocas pretensiones al principio, para evitar alarmar a la gente), pero acabé por doblar esa cantidad, más las mesas que podía colocar en la terraza los días de buen tiempo. Ofrecía una carta sencilla, que se limitaba a crêpes de trigo sarraceno con una variedad de rellenos, un plato principal cada día y una selección de postres. De esa forma yo me podía encargar de la cocina, mientras Lise tomaba nota de los pedidos. Llamé al lugar Crêpe Framboise, por la especialidad de la casa, una torta dulce con frambuesas coulis y mi licor casero, y sonreí para mis adentros, pensando en su reacción de haberlo sabido… Algunos de mis clientes habituales acabaron incluso por llamar al lugar Chez Framboise, lo que me hizo sonreír aún más.

Justamente entonces volví a llamar la atención de los hombres. Habéis de entender que me había convertido en una mujer bastante adinerada según los estándares de Les Laveuses. Después de todo, sólo tenía cincuenta años. Además sabía cocinar y llevar adelante una casa… Algunos hombres me cortejaron amablemente; hombres buenos y honestos como Gilbert Dupré y Jean-Louis Lelassiant, hombres holgazanes como Rambert Lercoz, que quería una comida gratis de por vida. Incluso Paul, el dulce Paul Hourias con su bigote caído y manchado de nicotina y sus silencios. Por supuesto aquello era totalmente imposible. Era una locura a la que jamás podía sucumbir. No me causó más que alguna que otra punzada ocasional de arrepentimiento; no, tenía el negocio. Tenía la granja de mi madre, mis recuerdos. Un marido me haría perderlo todo. No había manera de que pudiera ocultar para siempre mi identidad, y aunque los aldeanos pudieran perdonar mis orígenes al principio, no podrían perdonar cinco años de engaño. Así que, una a una, rechacé todas las propuestas, tanto las que me hicieron abiertamente como las otras más sutiles, hasta que se me consideró inconsolable al principio, inexpugnable después y, al final, pasados los años, demasiado vieja.

Llevaba casi diez años en Les Laveuses. Los últimos cinco años había invitado a Pistache y a su familia a pasar aquí las vacaciones de verano. Veía a los niños crecer desde ser meros fardos de ojos grandes y curiosos hasta pajarillos de colores brillantes que revoloteaban por mi pradera y mi huerto con alas invisibles. Pistache es una buena hija. Noisette (mi secreta favorita) se parece más a mí, astuta y rebelde, con los ojos negros como los míos y un corazón lleno de fiereza y resentimiento. Podría haber evitado que se marchara (una palabra, una sonrisa hubieran bastado), pero no lo hice; temiendo quizá, que por ella, yo acabaría siendo como mi madre. Sus cartas eran insípidas y sumisas. Su matrimonio ha acabado mal. Trabaja como camarera en un café nocturno en Montreal. Rechaza mis ofertas de dinero. Pistache es la mujer en la que Reinette pudo haberse convertido, rechoncha y digna de confianza, amable con sus hijos y fiera en su defensa, con el cabello castaño claro y los ojos tan verdes como el fruto del que ha tomado el nombre. Gracias a ella y a su hijos he aprendido a revivir los buenos momentos de mi infancia.

Por ellos he aprendido a ser madre otra vez, preparándoles crêpes y butifarras de hierbas y manzanas. Haciéndoles confituras de higos, tomates verdes, cerezas amargas y membrillo. Dejándoles jugar con los cabritillos castaños y traviesos, y alimentarlos con mendrugos de pan y zanahorias. Juntos dábamos de comer a las gallinas, acariciábamos los suaves hocicos de los ponis y recogíamos acedera para los conejos. Les enseñé el río y cómo llegar hasta los soleados bancos de arena. Les advertí (con el corazón compungido) de los peligros, las serpientes, las raíces, los remolinos y las arenas movedizas. Les hice prometer que nunca, nunca nadarían hasta allí. Les enseñé los bosques de los alrededores, los mejores lugares para ir a buscar setas, cómo distinguir los mízcalos falsos de los verdaderos, los amargos arándanos silvestres que crecían bajo los matorrales. Ésta era la infancia que mis hijas deberían haber tenido. En vez de eso, tuvieron la costa agreste de Côte D’Armor en la que Hervé y yo vivimos durante un tiempo; las playas expuestas al viento, los bosques de pinos, las casas de piedra con tejados de pizarra. Intenté ser una buena madre para ellas, bien cierto que lo hice, pero siempre sentí que faltaba algo. Ahora me doy cuenta de que lo que faltaba era esta casa, esta granja, estos campos, el Loira adormecido y maloliente de Les Laveuses. Esto es lo que quería para ellas y volví a empezar con mis nietos. Al mimarlos a ellos, me mimaba a mí misma.

Quiero pensar que mi madre habría hecho lo mismo de haber tenido la oportunidad. Me la imagino como una abuela plácida, aceptando mis regaños con un parpadeo impenitente (desde luego, madre, vas a hacer de estas niñas un par de mimadas insoportables), y no me parece tan imposible como en otros tiempos lo fuera. O quizá la esté reinventando; quizá fue realmente como yo la recuerdo, una mujer dura que nunca sonreía y que me observaba con aquella mirada llena de un hambre monótono e incomprensible.

Nunca llegó a conocer a sus nietas, jamás supo de su existencia. A Hervé le dije que mis padres estaban muertos y él nunca me cuestionó la mentira. Su padre era pescador, su madre una mujer pequeña y redonda como una perdiz, que vendía pescado en el mercado. Me arropé en ellos, como si de una manta prestada se tratase, sabiendo que algún día tendría que volver al frío sin ellos. Un buen hombre, Hervé, un hombre tranquilo sin aristas con las que pudiera lastimarme. Lo amaba, no de la manera punzante y desesperada con la que amaba a Tomas, pero suficiente.

Cuando murió en 1975 (alcanzado por un rayo mientras pescaba anguilas con su padre), mi dolor estuvo teñido con un sentimiento de inevitabilidad, casi de alivio. Había sido bueno durante un tiempo, sí. Pero el trabajo (la vida) debe continuar. Regresé a Les Laveuses dieciocho meses después, con la sensación de despertar de un letargo largo y oscuro.

Puede parecer extraño que esperara tanto tiempo antes de leer el álbum de mi madre. Era mi único legado, a excepción de la trufa de Périgord, y en cinco años apenas le había echado un vistazo. Naturalmente, conocía de memoria tantas recetas que apenas necesitaba leerlas, pero aun así… Ni siquiera había estado presente en la lectura del testamento. No puedo deciros en qué día murió aunque sí sé dónde: en una residencia de ancianos en Vitré llamada La Gautraye, como consecuencia de un cáncer de estómago. Fue enterrada allí también, en el cementerio local, aunque sólo estuve allí una vez. Su tumba queda cerca del muro más alejado, junto a los bidones de basura. «Mirabelle Dartigen», reza, seguido de algunas fechas. Noté, sin demasiada sorpresa, que mi madre nos había mentido con respecto a su edad.

No sé lo que realmente incitó mis primeros estudios del álbum. Fue durante mi primer verano en Les Laveuses después de la muerte de Hervé. Había habido sequía y el Loira estaba un par de metros por debajo del nivel acostumbrado, dejando al descubierto sus márgenes feos y secos como el raigón de un diente enfermo. Las raíces se enredaban en el agua, desteñidas por el sol, y los niños jugaban entre ellas en las orillas, chapoteando con los pies descalzos en los charcos turbios y parduscos, hurgando con palos la basura que flotaba de río arriba. Hasta entonces había evitado mirar el álbum, sintiéndome absurdamente culpable, una voyeuse, como si mi madre pudiera presentarse en cualquier momento y pillarme leyendo sus extraños secretos… La verdad es que yo no quería conocer sus secretos. Era como entrar en una habitación por la noche y oír a tus padres hacer el amor; una voz interior me decía que aquello no estaba bien y tardé más de diez años en comprender que la voz que escuchaba no era la de mi madre sino la mía propia.

Como he dicho, mucho de lo que ella había escrito resultaba incomprensible. El lenguaje —algo parecido al italiano e impronunciable— en el que gran parte del álbum había sido escrito me era complejamente extraño, y después de algunos intentos infructuosos por descifrarlo, abandoné el empeño. Las recetas eran lo bastante claras, escritas en tinta azul o violeta, los garabatos frenéticos, los poemas, los dibujos y las anécdotas insertados entre ellas escritos sin ninguna lógica aparente, ni orden alguno que yo pudiese descubrir:

Hoy vi a Guilherm Ramondin. Con su pierna de madera. Se rió de R-C por quedarse mirándolo. Cuando ella le preguntó si le dolía, él le respondió que tenía suerte. Su padre hace zuecos. La mitad de trabajo que hacer un par, ja ja ja, y la mitad de posibilidades de pisarte los pies al bailar un vals, preciosa mía. No puedo dejar de pensar en el aspecto que tiene el interior de esa pata del pantalón recogida hacia arriba. Como una morcilla blanca y cruda, liada con un trozo de cuerda. Tuve que morderme la boca para no echarme a reír.

Las palabras están escritas, con letra muy pequeña, encima de la receta de la morcilla blanca. Estas breves anécdotas me parecían inquietantes con su triste sentido del humor.

En otros lugares, mi madre habla de sus árboles como si fuesen personas: «He pasado la noche entera en vela junto a Belle Yvonne, está resfriada». Y aunque sólo se refiere a sus hijos con abreviaturas —R-C, Cass y Fra—, nunca menciona a mi padre. Nunca. Durante muchos años me pregunté la razón. Naturalmente, no tenía forma de saber lo que había escrito en las otras secciones, las secciones secretas. Mi padre, por lo poco que sabía de él, bien podía no haber existido.