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Tenéis que entender que para nosotros la Ocupación fue muy diferente que para la gente de las ciudades. Les Laveuses apenas ha cambiado desde la guerra. Miradla ahora: un puñado de calles, algunas de ellas no son más que anchos caminos sin asfaltar que se prolongan desde el cruce principal. La iglesia queda al fondo, ahí, el monumento de guerra en la Place des Martyrs con su pedazo de jardín y la vieja fuente detrás, luego en la Rue Martin et Jean-Marie Dupré, la oficina de correos, la carnicería de Petit, el Café de La Mauvaise Réputation, el bar con su anaquel de postales del monumento a los caídos y el viejo Brassaud sentado en su balancín junto a la escalera, enfrente el director de la funeraria-floristería (la comida y la muerte siempre fueron un buen negocio en Les Laveuses), la tienda de ultramarinos (que todavía pertenece a la familia Truriand, aunque afortunadamente la lleva el nieto que se trasladó aquí hace poco) y el viejo buzón de correos pintado de amarillo.

Más allá de la calle principal pasa el Loira, suave y pardusco como una serpiente asoleándose, ancho como un campo de trigo, su superficie interrumpida en tramos irregulares por las islas y los bancos de arena, que para los turistas que van en dirección a Angers pueden parecer tan firmes como el camino que pisan. Por supuesto nosotros sabemos que no es así. Las islas, sin raíces, están moviéndose continuamente. Impulsadas insidiosamente por los movimientos del agua subterránea y opaca, se hunden y vuelven a emerger como lentas ballenas amarillentas, dejando pequeñas estelas en su despertar, inofensivas si se las ve desde un barco, pero mortíferas para el nadador; la resaca tirando sin piedad debajo de la suave superficie, arrastrando hacia abajo al imprudente para ahogarlo sin dramatismos, invisiblemente… Todavía hay peces en el viejo Loira: tencas, lucios y anguilas, crecidos hasta alcanzar proporciones monstruosas en las aguas residuales y en los desperdicios que hay río arriba. Casi todos los días se ven barcas por ahí, aunque la mitad de las veces los pescadores vuelven a tirar lo que han pescado.

En el viejo muelle, Paul Hourias tiene una cabaña en la que vende cebos y aparejos de pesca, a un tiro de piedra de donde nosotros solíamos pescar —él, Cassis y yo— y donde a Jeannette Gaudin le mordió una serpiente de agua. El viejo perro de Paul que yace a sus pies guarda un extraño parecido con el chucho marronáceo que fuera su compañero constante en los viejos tiempos, mientras él observa el río, haciendo oscilar un trozo de cuerda en el agua como si esperara capturar algo.

Me pregunto si recuerda. A veces lo sorprendo mirándome (es uno de mis clientes regulares) y casi puedo imaginarme que sí. Ha envejecido, por supuesto, todos lo hemos hecho. Su rostro redondo y distraído se ha ensombrecido; está abolsado y afligido, con un bigote lacio del color del tabaco mascado y una colilla entre los dientes.

Apenas habla (nunca fue muy hablador) pero mira con esa expresión de perro triste, la boina azul marino calada sobre el cráneo. Le gustan mis crêpes, mi sidra. Quizá por eso nunca dijo nada. Nunca fue de los que hacen una escena.