Me llamo Framboise Dartigen. Nací aquí, en el pueblo de Les Laveuses, a menos de quince kilómetros de Angers, en el Loira. Cumpliré sesenta y cinco años en julio, tostada y amarillenta por el sol como un albaricoque seco. Tengo dos hijas, Pistache, casada con un banquero en Rennes, y Noisette, que se trasladó a Canadá en el ochenta y nueve y que me escribe cada seis meses, así como dos nietos que vienen a pasar los veranos a la granja. Llevo luto por un marido que murió hace veinte años, bajo cuyo nombre he regresado en secreto a mi pueblo natal para volver a comprar la granja de mi madre, abandonada desde hace mucho tiempo, medio consumida por el fuego y los elementos. Aquí soy Françoise Simon, la veuve Simon, y a nadie se le ocurriría relacionarme con la familia Dartigen que se fue de aquí a raíz de aquel espantoso asunto. No sé por qué tenía que ser esta granja, este pueblo. Quizá sólo sea terquedad. Así es como fue. Éste es el lugar adonde pertenezco. Los años con Hervé me parecen ahora como un espacio casi en blanco, como los extraños momentos de calma que a veces se instauran en un mar embravecido, un momento de espera, de olvido. Pero en realidad nunca olvidé Les Laveuses. Ni por un instante. Una parte de mí siempre estuvo aquí.
Fue necesario casi un año para hacer habitable la granja. Me instalé en el ala sur donde, al menos, el tejado se había mantenido en pie, y mientras los trabajadores recomponían el resto del tejado, teja a teja, yo trabajaba en el huerto, o en lo que quedaba de él, podando, arreglando y arrancando grandes ristras de muérdago devorador de los árboles. Mi madre sentía pasión por todas las frutas salvo por las naranjas, a las que se negaba a dar entrada en la casa. Por un aparente capricho suyo, nos puso nombres de fruta y de una receta. Cassis, por su pastel de casis; Framboise, por el licor de frambuesa; y Reine-Claude por las ciruelas Claudias que crecían contra el muro sur de la casa, espesas como uvas y almibaradas con avispas en verano. Hubo un tiempo en que llegamos a tener cien árboles —manzanos, perales, ciruelos, ciruelos Claudios, cerezos, membrillos, sin mencionar los frambuesos y los campos de fresas, grosellas, zarzamoras— cuyos frutos desecábamos, almacenábamos y convertíamos en confituras y licores y en maravillosas tartas sobre pâte brisée, crème pâtissière y pasta de almendras, y mis recuerdos están impregnados de sus olores, colores y nombres. Mi madre cuidaba de ellos como si se tratase de sus hijos predilectos. Los braseros contra la escarcha que alimentábamos con nuestro propio combustible para el invierno. Carretillas de estiércol que echábamos alrededor de la base cada primavera. Y en el verano, para ahuyentar a los pájaros, atábamos tiras de papeles plateados en los bordes de las ramas que temblaban y se mecían al viento, poníamos espantapájaros asegurados fuertemente con cuerdas que pasábamos a través de latas vacías para que emitieran ruidos extraños que asustaran a los pájaros, hacíamos molinillos de papeles de colores que giraban vertiginosamente, de modo que el huerto se convertía en un carnaval de chucherías, lazos brillantes y alambres chillones, como una fiesta navideña en pleno verano. Y los árboles tenían nombres.
Belle Yvonne, solía decir mi madre al pasar junto al nudoso peral. Rose d’Aquitaine, Beurre du roi Henry. En aquellos momentos su voz era suave, casi monocorde. No podría decir si estaba hablando consigo misma o conmigo. Conference. Williams. Ghislaine de Penthièvre.
Esta dulzura.
Ahora no quedan ni veinte árboles en el huerto, aunque son más que suficientes para cubrir mis necesidades. Mi licor amargo de cerezas goza de especial popularidad, aunque me siento un poco culpable por no poder recordar el nombre del cerezo. El secreto está en dejar los huesos. Se van echando alternativamente capas de cerezas y de azúcar en un tarro de vidrio de boca ancha; cada capa se va cubriendo con un licor (el kirsch es el mejor, pero también se puede utilizar vodka o incluso armagnac) hasta llenar la mitad de la capacidad del tarro. Se acaba de rellenar el contenido con el licor y se deja macerar. Cada mes, se decanta el tarro para extraer el azúcar acumulado. Al cabo de tres años, el licor ha exudado las cerezas que ahora son blancas, y se ha teñido de un rojo intenso, penetrando incluso en el hueso y en la almendra diminuta de su interior, tornándose acre, evocativo, una esencia del otoño pasado. Se sirve en pequeños vasos de licor, con una cuchara para extraer la cereza, y se deja en la boca hasta que la fruta macerada se disuelva bajo la lengua. Perfora el hueso con la punta del diente para extraer el licor que encierra en su interior y déjalo largamente en la boca, jugueteando con él con la punta de la lengua, pasándolo de arriba abajo como si se tratase de una sola cuenta del rosario. Intenta recordar el momento de su maduración, aquel verano, aquel otoño caluroso, cuando el pozo se secó, aquella vez que tuvimos el nido de avispas, tiempo pasado, perdido y recuperado en el lugar duro del corazón de la fruta…
Lo sé. Lo sé. Queréis que vaya al grano. Pero esto es casi tan importante como el resto, el método de contarlo, y el tiempo empleado en hacerlo… Me ha costado cincuenta y cinco años empezar. Al menos, dejadme que lo haga a mi manera.
Cuando llegué a Les Laveuses estaba casi segura de que nadie me reconocería. En cualquier caso me mostré abiertamente, casi con descaro, por el pueblo. Si alguien sabía quién era, si conseguían distinguir en mí los rasgos de mi madre, quería saberlo de inmediato. Quería saber el terreno que pisaba. Paseaba hasta el Loira cada día y me sentaba en las piedras lisas donde Cassis y yo solíamos pescar tencas. Iba hasta el cabo de nuestro puesto de vigilancia. Algunas de las piedras alzadas han desaparecido, pero todavía se pueden ver las estacas en que colgábamos nuestros trofeos, las guirnaldas, los lazos y la cabeza de la Gran Madre cuando finalmente la capturamos. Fui al estanco de Brassaud —ahora es su hijo quien lo lleva, aunque el anciano aún sigue con vida; los ojos oscuros, hoscos y despiertos—, al café de Raphaël, a la estafeta de correos donde Ginette Hourias hace de administradora.
Fui incluso al monumento a los caídos. A un lado, los dieciocho nombres de nuestros soldados muertos en guerra, bajo el lema grabado: «Morts pour la patrie». Observé que el nombre de mi padre ha sido borrado, dejando un parche rugoso entre Darius G. y Fenouil J-P. Al otro lado, una placa conmemorativa con diez nombres escritos en letras más grandes. No necesitaba leerlos. Los sabía de memoria. Pero fingí interés, sabiendo que, inevitablemente, alguien acabaría por contarme la historia, quizá me mostraría el lugar contra el muro oeste de la iglesia de Saint Benedict, me contaría que cada año hay un servicio especial en su memoria, que leen sus nombres en voz alta desde la grada del monumento y que les ponen flores… Me pregunto si podría soportarlo. Me pregunto si no lo adivinarían por mi expresión.
Martin Dupré, Jean-Marie Dupré, Colette Gaudin, Philippe Hourias, Henri Lemaître, Julien Lanicen, Arthur Lecoz, Agnès Petit, François Ramondin, Auguste Truriand. Hay tanta gente que aún lo recuerda… Tanta gente con los mismos nombres, los mismos rostros. Las familias han permanecido aquí. Los Hourias, los Lanicen, los Ramondin, los Dupré. Sesenta años después todavía recuerdan, los jóvenes criados en el odio casual de los mayores.
Durante algún tiempo desperté cierto interés. Algo de curiosidad. La misma casa. Abandonada desde que ella se fuera, la mujer Dartigen, «No, no puedo recordar los detalles, señora, pero mi padre, mi tío…». En cualquier caso, ¿por qué había comprado aquel lugar?, me preguntaban. Era una monstruosidad, un lugar lóbrego. Los árboles que aún permanecían en pie estaban medio podridos a causa del muérdago y la enfermedad. El pozo había sido tapado con hormigón, y estaba lleno de escombros y de piedras. Pero yo recordaba una granja limpia, próspera y animada; caballos, cabras, gallinas, conejos… Me gustaba pensar que quizá los conejos salvajes que veía correr por los campos del norte y en los que vislumbraba algunos parches blancos entre el color pardusco eran descendientes de aquellos otros. Para satisfacer a los curiosos, me inventé una infancia en una granja bretona. La tierra era barata, expliqué. Me mostré humilde, apologética. Algunas de las personas mayores me miraban con recelo, pensando, tal vez, que la granja debería haber seguido siendo un monumento conmemorativo para siempre. Iba de luto y ocultaba mi cabello bajo una sucesión de pañuelos. Como veis, fui vieja desde el principio.
Aun así, tardé algún tiempo en ser aceptada. La gente era educada pero poco cordial, y dado que yo tampoco poseo un talante demasiado sociable por naturaleza —áspera, solía decir mi madre—, las cosas continuaron igual. No iba a la iglesia. Sé cómo debía de sentar aquello, pero no podía obligarme a ir. Arrogancia quizá, el tipo de rebeldía que hizo que mi madre nos pusiera nombres de frutas en vez de los santos de la iglesia… Tuve que esperar a la tienda para pasar a formar parte de la comunidad.
Empezó como una tienda, aunque siempre tuve la intención de crecer. Dos años después de mi llegada, el dinero de Hervé casi se había agotado. Ahora la casa era habitable, aunque la tierra era prácticamente inútil: una docena de árboles, una parcela de hortalizas, dos cabras pigmeas y algunas gallinas y patos; era evidente que tardaría bastante tiempo en poder ganarme la vida con la tierra. Empecé a hacer pasteles y a venderlos: el brioche y pain d’épices de la región, así como otras especialidades bretonas de mi madre, paquetes de crêpes dentelle, tartas de frutas y paquetes de sablés, galletas, pan de nueces, pastelillos de canela… Al principio los vendía desde la panadería del pueblo, luego desde la granja misma, añadiendo poco a poco otros productos: huevos, quesos de cabra, licores de frutas y vinos. Con las ganancias compré cerdos, conejos y más cabras. Utilizaba las viejas recetas de mi madre, trabajando casi siempre de memoria pero consultando el álbum de cuando en cuando.
La memoria resulta a veces tan extraña… nadie en Les Laveuses parecía recordar la cocina de mi madre. Algunas de las personas mayores llegaron incluso a comentar la diferencia que mi presencia había supuesto; la mujer que estuvo aquí antes era severa y desaliñada. Su casa apestaba, sus hijos corrían descalzos. Fue un alivio librarse de ella, de ellos. Sentí que un estremecimiento me recorría por dentro, pero no dije nada. ¿Qué podría haberles dicho? ¿Que mi madre enceraba el suelo cada día, que nos obligaba a llevar zapatillas en la casa para evitar que le rayásemos el suelo con nuestros zapatos? ¿Que las jardineras de nuestras ventanas estaban siempre rebosantes de flores? ¿Que nos frotaba con la misma fiera imparcialidad con la que frotaba las escaleras, abrasándonos las caras con la manopla hasta que a veces temíamos sangrar?
Es una leyenda malvada de aquí. Incluso hubo una vez un libro. En realidad no fue más que un panfleto. Cincuenta páginas y algunas fotografías. Una del monumento, una de la iglesia de Saint Benedict, un primer plano del fatídico lado oeste. Sólo una referencia de pasada a sus tres hijos, ni siquiera nuestros nombres. Me sentí agradecida por ello. La ampliación de una fotografía borrosa de mi madre, con el cabello peinado hacia atrás con tal fiereza que sus ojos parecían achinados, la boca encrespada en una fina línea rígida de desaprobación. La fotografía oficial de mi padre con uniforme, la misma del álbum, en la que aparece ridículamente joven, con el rifle apoyado despreocupadamente en el brazo, sonriente. Luego, al final del libro, la fotografía que me hizo contener el aliento como un pez con el anzuelo en la boca. Cuatro hombres jóvenes con uniformes alemanes, cogidos todos del brazo salvo el cuarto, que permanece un poco apartado del resto, como cohibido, con el saxofón en la mano… Los otros también llevan instrumentos musicales: una trompeta, un tamboril, un clarinete, y aunque no se mencionan sus nombres los conozco a todos. «La banda militar de Les Laveuses, hacia el año 1942. A la derecha, Tomas Leibniz».
Tardé algún tiempo en entender cómo pudieron llegar a averiguar tantos detalles. ¿Dónde habían descubierto la fotografía de mi madre? Que yo supiese, no había fotografías suyas. Incluso yo sólo había visto una, una vieja fotografía de boda en el fondo del cajón del dormitorio, dos personas enfundadas en abrigos de invierno en la escalera de la iglesia de Saint Benedict, él con un sombrero de ala ancha y ella con el pelo suelto y una flor detrás de la oreja… Una mujer diferente entonces, sonriendo rígida y tímidamente a la cámara. El hombre a su lado rodeándole los hombros con el brazo en actitud protectora. Comprendí que si mi madre se enteraba de que había visto aquella fotografía se enfadaría y la volví a poner en su lugar, temblando un poco, preocupada sin saber apenas el motivo.
La fotografía del libro es más como era ella, más como la mujer que creía conocer pero a la que en realidad nunca llegué a conocer de verdad, una mujer con el rostro endurecido y eternamente al borde de la ira… Entonces, al mirar la autora de la fotografía al final del libro, entendí de dónde se había sacado la información: Laure Dessanges, periodista y escritora gastronómica, pelo corto y pelirrojo y sonrisa adiestrada. La mujer de Yannick. La nuera de Cassis. Pobre, estúpido Cassis. Pobre ciego Cassis, cegado por el orgullo en su hijo triunfador. Arriesgando nuestra ruina por… ¿Por qué? ¿O, acaso había acabado por creerse su ficción?