El tesoro

Es indudable que una de las causas del proceso que se desarrolló contra el Temple fue el deseo de Felipe IV de Francia de apoderarse de los bienes de la Orden para paliar sus deudas. Hacía tiempo que corría el rumor de que los templarios poseían un fabuloso tesoro que habían trasladado desde San Juan de Acre a París cuando se vieron obligados a abandonar Tierra Santa.

El presunto enorme tesoro se habría configurado a partir de los objetos preciosos encontrados en las excavaciones que realizaron en Jerusalén en el solar del Templo de Salomón, de las riquezas logradas en Tierra Santa, de las rentas de sus encomiendas en Europa, de los préstamos concedidos como banqueros y de otro tipo de fuentes más extrañas; se ha afirmado, sin prueba alguna, que pusieron en explotación las abandonadas minas romanas de Las Médulas, en la comarca leonesa de El Bierzo, y las de Coume-Souerde, en la localidad francesa de Rennes-le-Cháteau. Y también que sus naves viajaron hasta América en el siglo XIII para regresar cargadas de enormes cantidades de plata.

Una leyenda apócrifa[47] cuenta que dos días antes de la detención general, es decir, el 11 de octubre de 1307, una carreta cargada de heno tirada por bueyes —este tipo de detalles son imprescindibles en toda leyenda que se precie de auténtica— salió de la casa del Temple en París con rumbo desconocido; claro que es de suponer que, en un complejo como el del Temple parisino, saldrían y entrarían cada días varios carros. ¿Qué llevaba esta carreta especial, además del visible heno? Para los amantes del esoterismo templario no cabe duda, allí iba escondido el tesoro de la Orden, que, sabedora de la inmediata detención e incautación, lo ponía así lejos del alcance del rey Felipe IV. Si hubiera sido cierto este episodio, el tesoro sería más bien escaso, pues una de esas carretas del siglo XIV apenas podía transportar más allá de cuatrocientos kilos; por otro lado, si sabían que el rey iba a intervenir , ¿por qué no se pusieron ellos a salvo?

Esa misteriosa carreta iba escoltada por unos caballeros dirigidos por un templario llamado Aumont, el cual se habría dirigido a Escocía para refugiarse allí del acoso del rey de Francia, a la vez que entraba en contacto con un grupo de albañiles en la localidad de Kilwinning. Bien, ya están todos los elementos reunidos: el tesoro a salvo, los albañiles que reciben las enseñanzas del Temple y el origen de un gremio de constructores de catedrales ligado al Temple en el cual tendría su origen la masonería (maçon en francés significa precisamente albañil).

¿Pero poseían realmente tan extraordinario tesoro los templarios? Desde luego, la Orden era rica, pero esa riqueza se había destinado sobre todo a equipar y mantener sus castillos, sus encomiendas y su ejército en Tierra Santa. No hay que olvidar que sostener de manera permanente y renovada a unos mil caballeros y diez mil hombres más entre sargentos, turcopoles, escuderos y criados, además de no menos de seis mil caballos, una flota de navíos y varios castillos y fortalezas durante casi dos siglos supuso para el Temple un gasto desorbitado. Las rentas de sus encomiendas en Europa, los intereses de sus préstamos y las donaciones que recibían apenas eran suficientes para cubrir los inmensos gastos que todo ese complejo mecanismo militar conllevaba.

¿Quedaba algo en 1307 para poder ser considerado un gran tesoro? Probablemente no. No obstante, Marigny se apoderó de él y lo administró hasta que fue transferido a los hospitalarios.

Es curioso que en los interrogatorios del proceso el asunto del tesoro no adquiera apenas relevancia; desde luego, de haber existido semejantes riquezas, o de haber tenido alguna sospecha de ellas, los inquisidores se hubieran empleado a fondo en la cuestión, pues ése era el objetivo principal de la incautación.

Una crónica da cuenta de que en 1291 los templarios custodiaban en la ciudad de Acre su tesoro, pero no da la menor pista de en qué consistía:

En su entrada había una fortaleza muy alta y sólida y sus muros eran muy gruesos, un bloque de diecisiete codos. En cada flanco de la fortaleza había una pequeña torre; y en cada una, un león rampante tan grande como un buey engordado, recubierto de oro. El precio de los cuatro leones, en material y mano de obra, era de mil besantes sarracenos. Era maravilloso de contemplar. Al otro lado, hacia el distrito pisano, había una torre. Cerca, pasado el monasterio de las monjas de Santa Ana, había una torre enorme con campanas y una maravillosa y muy alta iglesia. También había otra torre en la playa: era una torre antigua, de cien años, construida por orden de Saladino. Allí guardaban su tesoro los templarios. Esa torre estaba tan cerca de la playa que las olas la bañaban. Y muchas otras moradas hermosas había en el Temple, que olvidaré mencionar[48].

Ante la inventiva de los especuladores, todo da igual. Hasta se llegó a asegurar que un párroco llamado Berenguer Sauniére había encontrado el tesoro de los templarios —o el de los cataros, porque ambos a veces se confunden—, hace un siglo en la localidad francesa de Rennes-le-Cháteau, donde con el dinero así obtenido construyó una torre neogótica que todavía existe y dispuso de una fortuna considerable. Claro que otros han asegurado que lo que encontró este cura fueron unos pergaminos secretos, templarios, claro está, que vendió por una enorme cantidad de dinero porque eran muy comprometedores para la Iglesia.