Las riquezas del Temple

En el año 1200 el Temple era sin duda la orden religiosa más rica de la cristiandad. No se ha realizado un censo sistemático y completo de las numerosísimas encomiendas templarias, pero algunas estimaciones calculan en unas nueve mil las existentes en Europa[36], aunque otros han rebajado considerablemente esta cifra a mil quinientas[37]. Tal vez la enorme diferencia de estimación radique en que en el primer caso se han contabilizado todos los lugares donde el Temple tenía propiedades, y en el segundo sólo los centros que alcanzaban la categoría de encomienda.

Por supuesto que esas encomiendas producían un considerable nivel de rentas, que propició que en la segunda mitad del siglo XII los templarios dispusieran de considerables cantidades de dinero. No es posible, de momento, precisar cuándo se dieron cuenta de la gran oportunidad que tenían en sus manos, pero no hay duda de que fue muy pronto, pues en 1135 ya existen documentadas algunas operaciones de préstamo. Con tanto dinero atesorado e inmovilizado como tenían en sus fortalezas podían realizar préstamos y cobrar por ello un interés.

Su prestigio, su fama de austeros y su condición de caballeros propició que se convirtieran en prestamistas de reyes, de nobles y de mercaderes; por ejemplo, en 1264 concedieron al rey Jaime I de Aragón un crédito de 32.000 sueldos a un interés del 10 por ciento anual, que no parece demasiado elevado.

Además, su amplia red de encomiendas les permitía convertirse en banqueros, es decir, podían emitir un documento de depósito a un mercader en París y hacerle efectivo el pago en metálico en Jerusalén.

Así, desde la segunda mitad del siglo XII los templarios tuvieron la capacidad de financiar el rico comercio que seguía fluyendo entre Oriente y Occidente.

También supieron ganarse la confianza de muchos comerciantes, nobles e incluso reyes, que depositaron en las encomiendas templarias sus capitales, joyas y objetos de gran valor. En la casa del Temple de París se custodiaba el tesoro real de Francia al menos desde el siglo XIII; Jaime I depositó sus joyas y las de su esposa Violante a cargo de los templarios en su castillo de Monzón, aunque, eso sí, como fianza hasta 1240.

Eran propietarios de una considerable flota cuyos barcos recalaban en los puertos de Niza, Biot, Toulon, Marsella y Barí, y en su base naval de La Rochelle; sus barcos y galeras tenían nombres tan sonoros como La Buenaventura, El Halcón, La Rosa del Temple o La Bendita. Algunos de ellos estaban especialmente diseñados para el transporte de caballos, absolutamente imprescindibles para la tarea de los templarios; los llamados huissies eran capaces de transportar hasta sesenta caballos.

Sus flotas comerciales movieron enormes cantidades de mercancías, con las cuales obtuvieron pingües beneficios; solían recaudar además entre el 8 y el 12 por ciento de la seda, el aceite, la pimienta, la canela, la lana, el alumbre, los barnices, el lino, la nuez moscada, el clavo, las gallinas de la India, el azúcar, el pescado salado de Babilonia, el ébano, el vino y el azafrán, todos ellos productos de lujo de considerable valor en los mercados. Y también obtuvieron ingresos de los pasajes que cobraban a los peregrinos que viajaban a los Santos Lugares.

Su capacidad financiera y la disposición monetaria que poseían les permitió remodelar barrios enteros en ciudades como París, Londres o Barcelona, donde eran propietarios de decenas de casas y de tiendas que alquilaban a particulares.

Sus ingresos eran cuantiosos, pero las inversiones en Tierra Santa demandaban más y más dinero. La construcción y reparación de fortalezas, el mantenimiento de una flota operativa y la reposición de material de guerra era un verdadero pozo sin fondo al que se destinaba la mayor parte de los recursos. Los templarios en Oriente eran guerreros, y para ejercer su misión se hacía necesario disponer de un considerable equipo militar, que implicaba enormes cantidades de dinero. A fines del siglo XIII, por ejemplo, un inventario de los templarios instalados en la ciudad de Limassol, en la isla de Chipre, da cuenta de la propiedad de 930 cotas de malla, 970 ballestas y 604 carros. Es decir, un equipamiento para cerca de mil soldados, lo que significaba un desembolso cuantiosísimo.

Eran dueños de bienes considerables, pero no vivían como ricos; la vida de los templarios, tanto en Tierra Santa como en Europa, era bastante austera en la mayoría de las encomiendas. No existen noticias, ni evidencias arqueológicas o materiales, sobre la existencia de grandes lujos. Los edificios templarios que se han conservado son sólidos pero austeros; sus castillos y sus iglesias fueron construidos con la mayor simplicidad posible, desprovistos de elementos artísticos relevantes que pudieran encarecer la obra. En algunas fortalezas se emplearon materiales costosos, como sillares de buena factura, pero se evitaron ornamentos innecesarios. Y lo mismo se hizo en las iglesias, que en general son de pequeño tamaño, apenas el necesario para la comunidad de hermanos del convento y del servicio; carecen de decoración escultórica relevante y cuando existen pinturas no suelen ser de una gran calidad artística, por lo que parecen obras realizadas por talleres locales o incluso por la mano de algunos hermanos con cierta capacidad para el dibujo.

Ninguno de los inventarios de las numerosas encomiendas recoge la existencia de grandes tesoros o de joyas maravillosas. Es cierto que poseían un tesoro, del cual no existe ningún dato cuantitativo, en Tierra Santa, que se guardaba en el formidable edificio conocido como «el Temple» o «la Bóveda» en la ciudad de Acre, en cuyos flancos un cronista cita los únicos elementos de ostentación que se conocen: cuatros leones rampantes «del tamaño de un buey» recubiertos de oro y valorados en mil monedas de oro.

La mayoría de los investigadores que se han dedicado a estudiar las finanzas del Temple ha llegado a la conclusión de que, en general, fueron buenos administradores de sus bienes. La red de encomiendas estaba bien articulada, extendida por toda la cristiandad y su interrelación y la fluidez entre las encomiendas parece que funcionaba correctamente. En realidad cada encomienda, además de una unidad de explotación económica y en consecuencia una fuente de producción de rentas, actuaba a la vez como un depósito de bienes tanto propios como ajenos. Semejante red era ya de por sí una garantía para quienes les confiaban sus fondos.

Una gran ventaja jugaba en este sentido a favor del Temple. Los caballeros no tenían nada en propiedad, todo era de la Orden, de manera que, salvo casos de corrupción por lucro personal, que los hubo, ningún templario tenía intereses personales en actividades económicas privadas, de modo que todo beneficio que se obtenía era para el fondo común del Temple. Aunque es cierto que alguno, como el famoso Roger de Flor, usó del Temple en su beneficio, pero fue expulsado de la Orden y perseguido por ello.

La encomienda era la base de todo el sistema económico de la Orden, y en ella se sostenía su compleja estructura financiera. Como unidad básica de producción y sede a la vez de los freires o hermanos del convento, la encomienda estaba diseñada para cumplir todas las funciones que le eran propias; así, disponía de una capilla para la oración, una sala capitular para las reuniones del Capítulo, un edificio para morada de los hermanos, con al menos un comedor y un dormitorio, ambos espacios comunes; no faltaban las bodegas y los almacenes, algunos edificios auxiliares y cuadras y establos para el ganado y para los caballos.

Una pequeña encomienda de tipo medio en la Francia de finales del siglo XIII poseía los siguientes bienes:

La encomienda de Monzón, la más importante del reino de Aragón, disponía en 1289, entre otros bienes, de las siguientes propiedades:

Una encomienda urbana podía ser propietaria de decenas de casas, tiendas, molinos y hornos de cuyos alquileres obtenían importantes rentas.

¿Cómo fueron capaces de conseguir semejante nivel de «especialización» en la gestión económica de sus bienes? Los caballeros y los sargentos templarios no eran expertos en la administración de capitales; todo lo contrario, eran guerreros, hombres de acción, muchos de los cuales apenas sabían leer y escribir. ¿Quiénes dirigían entonces las finanzas de la Orden? Parece evidente que no pudieron ser otros que los capellanes. De entre todas las categorías que existían en la Orden, éstos eran los únicos que habían recibido instrucción de letras en las escuelas episcopales o alguna otra institución educativa de la Iglesia, y estaban por tanto preparados para ejercer de notarios o escribanos, además de para poder llevar la contabilidad de cada encomienda.

Una de las actividades que más dinero en efectivo les proporcionó fue su papel de banqueros. Quizá sea exagerado afirmar que los templarios fueron los creadores de la banca medieval, pero no cabe duda de que, gracias a su amplia red de encomiendas, fueron capaces de tejer una trama que les facilitó la concesión de préstamos y la emisión de letras de cambio, con lo que se convirtieron en los principales banqueros del siglo XII.

Llama la atención la rapidez con la que se convirtieron en banqueros, pues apenas dos años después de que recibieran las primeras donaciones en Europa ya estaban realizando préstamos importantes. Semejante precocidad sólo es explicable atendiendo a la procedencia de los primeros templarios; la mayoría de ellos, incluido el gran impulsor, el conde Hugo de Champaña, era originaria de esta región, la más dinámica de toda Francia, y probablemente de Europa, en cuanto a experiencia comercial se refiere, en la primera mitad del siglo XII. Las principales localidades del condado (Troyes, Bar, Provins) eran centros de afamadas ferias que se habían organizado en un circuito muy bien estructurado y reglado a lo largo de casi todo el año. La experiencia financiera y comercial que allí se gestó no debe de ser ajena a la temprana capacidad comercial del Temple.

El capital se guardaba en la cámara del tesoro, en unas arcas de madera y de hierro; allí, en una especie de huchas, se depositaban también otros bienes en dinero o enjoyas que se les entregaban para su custodia. Las grandes encomiendas, sobre todo la de París, disponían de una verdadera oficina bancaria que abría durante todo el día hasta que a media tarde, y tras el cierre, se hacía un arqueo o balance de la jornada.

Reyes, nobles y mercaderes fueron clientes del Temple, y beneficiarios de sus préstamos, como Jaime I de Aragón en la segunda mitad del siglo XIII o Felipe IV de Francia a principios del siglo XIV. Algunos reyes llegaron a entregarles como aval por un préstamo objetos veneradísimos: Balduino III, rey de Jerusalén, les ofreció la reliquia de la Vera Cruz como fianza por un préstamo.

El sistema financiero ideado por el Temple funcionó bien hasta mediado el siglo XIII, pero a partir de la década de 1240-1250 las donaciones a la Orden y sus propias rentas comenzaron a menguar. La crisis estructural que comenzaba a cebarse en la sociedad europea no fue ajena a las finanzas de los templarios, que contemplaron impotentes cómo disminuían sus ingresos en tanto que sus gastos se mantenían o incluso aumentaban, ante la ofensiva que en Tierra Santa lanzaron los musulmanes contra los territorios de los cruzados a partir de 1262.

Mientras duró la bonanza económica y las rentas llegaron de manera fluida, el Temple sostuvo su prestigio y su poder, pero con la crisis financiera aparecieron los problemas. Incluso las grandes exenciones que habían logrado entre 1130 y 1150 se volvieron contra ellos.