Precedentes, modelos y desarrollo de la regla

La fundación de la Orden del Temple en 1120 respondió al impulso de varios caballeros, encabezados por Hugo de Payns, para proteger a los viajeros cristianos que acudían en peregrinación a Jerusalén. El compromiso de los primeros templarios pretendía ir más allá de una simple promesa; su misión sería de por vida, y por tanto se requería una organización que estuviera bien estructurada para poder hacer frente con eficacia al reto que asumían. La idea que impulsó Hugo de Payns distaba mucho de la fundación de un simple grupo de caballeros andantes en defensa de los peregrinos a título poco menos que individual; desde el principio, es decir, desde 1120, la premisa fundacional consistía en establecer un tipo de vida conventual en el que conjugar por primera vez en el cristianismo la dedicación a Dios en un modelo de convivencia conventual y la práctica de la lucha con las armas en defensa de la cristiandad: es decir, ser a la vez monjes y soldados, lo que parecía hasta entonces ciertamente incompatible.

En este nuevo modelo, el individuo no contaba en absoluto. A diferencia de la caballería andante, donde las proezas individuales son alabadas y donde la destreza del caballero es el paradigma de la fama y la fortuna, en el Temple el triunfo individual no se reconocía, nada se poseía de modo privado, todo debía ser realizado para mayor gloria de la Orden.

Un modelo como éste no tenía precedentes en el mundo cristiano. Los monjes nunca habían luchado con las armas, sino con la fe y la oración, y los caballeros no vivían en comunidades religiosas. Era necesario conjugar mediante una regla o unos estatutos las dos dedicaciones, hasta entonces antagónicas, de los templarios.

Los primeros caballeros del Temple profesaron los votos de pobreza, castidad y obediencia que eran obligados para cualquiera que deseara ingresar en religión, especialmente en el clero regular de abadías y conventos. La vida en comunidad requería una regla por la que se rigieran todos los aspectos de la institución religiosa, desde la disciplina y jerarquización hasta los horarios de comidas y rezos.

A principios del siglo XII las comunidades monásticas cristianas se regían por dos reglas principales: la de san Agustín y la de san Benito. La de san Agustín hacía especial hincapié en la propiedad comunitaria de todos los bienes de los hermanos del convento, en la oración individual, el ayuno y la castidad[33], en tanto la regla de san Benito enfatizaba la disciplina y la jerarquía, la oración reglada y el cumplimiento de un estricto horario en el convento.

La reforma que el papa Gregorio VII introdujo en la Iglesia de fines del siglo XI provocó una reestructuración de las normas e incluso de algunas costumbres por las que se regían los hombres y mujeres que «entraban en religión». Las grandes órdenes monásticas de Cluny y del Císter, convertidas ya a comienzos del siglo XII en las principales de la cristiandad, habían adoptado la regla de san Benito, y eran por tanto sus normas las que regían en los monasterios más influyentes de la Europa cristiana.

Las órdenes monásticas se dividieron pronto entre las de carácter caritativo, como la del Santo Sepulcro, y las de carácter militar, como la del Temple, en función del tipo de funciones que cumplían.

Hugo de Payns había optado por dotar a su nueva orden de una estructura monástica pero con un perfil netamente militar, y por tanto sujeta a una regla en la que este tipo de aspectos debía contemplarse.

Apenas nada se sabe sobre cuáles fueron las normas por las que se organizaron los templarios durante los primeros nueve años de su existencia; tal vez recibieran influencias de algunas sectas islámicas, como la de «los Hermanos de la Pureza». Desde luego, es seguro que vivieron en comunidad, pero sin uniformidad de hábito, pues seguían usando ropas seglares. Este hecho, unido a la falta de estructura y al escaso número de miembros, parece indicar que entre 1120 y 1126 al menos, los templarios se organizaron mediante unas normas mínimas que aceptarían los caballeros fundacionales de manera colectiva, tal vez en función de unas instrucciones básicas dictadas por el patriarca de Jerusalén, del que dependían en el aspecto religioso. No obstante, la carencia documental para estos años impide conocer cómo se organizaron los pioneros, aunque para asuntos internos de tipo conventual parece que utilizaron la regla del Santo Sepulcro.

Es evidente que, si querían crecer y convertirse en un instituto reconocido dentro de la Iglesia necesitaban disponer de un instrumento para funcionar que fuera sancionado por el papa.

Se ha dicho que la regla primitiva fue una adaptación de la de san Benito a las características específicas de la nueva orden, bajo la subordinación al patriarca de Jerusalén, pero en la regla de 1129 se hace alusión a que sigan en la oración las costumbres fijadas en la ley canónica por la que se rigen «los maestres regulares de la Ciudad Santa de Jerusalén», es decir, los canónigos del Santo Sepulcro. Esta primera regla, que no se conoce en su versión original, habría sido redactada en Oriente y constituiría la base de la que se aprobó en 1129.

Ese tipo de ordenamiento interno podía bastar para comenzar a funcionar de manera provisional y para un número reducido de hermanos, pero el Temple en crecimiento necesitaba de una regla bien estructurada de modo que su funcionamiento, su legalidad y su organización no pudieran ser cuestionados por nadie.

Para que fuera así, la sanción del papa era imprescindible y por ello viajaron a Europa Hugo de Payns y varios caballeros templarios. Tras varias entrevistas con diversas autoridades eclesiásticas, a las que se mostraron cartas de recomendación del patriarca y del rey de Jerusalén, los templarios consiguieron que se convocara un concilio en Troyes, la capital de la región de Champaña y por tanto tierra propicia y favorable, pues los más notables de entre los primeros caballeros eran naturales de allí.

La regla primitiva fue aprobada en ese concilio de Troyes en el día de san Hilario, el 13 de enero de 1129. Según el acta del concilio, levantada por el notario Juan Miguel, allí presente, se redactaron 68 normas o artículos según mi cálculo, 72, 73 o 76 según otros[34] ,de las que se ha estimado que al menos 30 están basadas en la regla de san Benito de Nursia. Esta regla de 1129 se conoce por una copia posterior, a la que se incorporaron algunas modificaciones, enmiendas y correcciones en varias ocasiones a lo largo de los siglos XII y XIII.

¿Quién redactó esta primera regla? A la vista de la copia de las actas conciliares fue el propio Hugo de Payns quien defendió ante las autoridades reunidas en Troyes los postulados que los templarios traían de Tierra Santa y que habían adaptado tras entrevistarse con el papa. Los miembros del concilio oyeron «de labios del maestre Hugo de Payns» cuanto éste tenía que decir y luego «lo que nos pareció bueno y beneficioso lo alabamos, y lo que nos pareció malo lo dejamos de lado». Así, lo que salió de este concilio de Troyes fue el resultado de pulir y adecuar la regla redactada en Jerusalén, retocada en Roma y perfilada en Troyes. Pero el texto así obtenido no debió de resultar del todo satisfactorio. Es probable que algunos templarios muy influyentes, quizás el mismo Hugo de Champaña, el conde que había ingresado en la Orden en 1125, intervinieran para que la autoridad moral indiscutible de su tiempo, Bernardo de Claraval, participara en la redacción definitiva de la regla.

La regla de 1129 fue modificada entre esa fecha y 1131, año en el que se redacta el primer texto en latín, con intervención de Bernardo de Claraval, que la corrigió. En su tratado Elogio de la nueva milicia templaria, san Bernardo dejó claros cuáles habían de ser los postulados básicos de la Orden del Temple:

A la vista de todos los documentos, da la impresión de que en Troyes se aprobó una especie de borrador, muy completo, eso sí, para que Hugo de Payns pudiera marcharse con todas las certificaciones necesarias, pero que se decidió mejorar el texto hasta fijarlo en 1131, desde luego teniendo en cuenta de manera decisiva la opinión de Bernardo de Claraval, que si no fue el redactor final de la obra fue sin duda quien dio el último visto bueno al texto definitivo que se copió en 1131.

Esta primera regla conocida tiene un preámbulo, dividido por su editor en ocho apartados, que contiene una exhortación «a todos aquellos de vosotros que hasta ahora habéis llevado las vidas de caballeros seculares, en las que Jesucristo no era la causa y las cuales habíais abrazado únicamente en busca del favor humano, que sigáis a quienes Dios ha escogido de entre la muchedumbre de la perdición y a los que ha ordenado a través de su graciosa misericordia que defiendan a la Santa Iglesia, y que os apresuréis a uniros a ellos para siempre». Este párrafo parece redactado por el mismo Bernardo de Claraval, pues utiliza ideas y estilo idénticos a como escribe su obra Elogio de la nueva milicia templaria. A continuación se anima a los caballeros que deseen entrar en el Temple, que «ha florecido y es revitalizada la orden de la caballería», a ser diligentes, perseverantes y dignos de reunirse con los mártires que dieron su vida por Jesucristo. Se hace referencia al protagonismo de Hugo de Payns, fundador del Temple «por gracia del Espíritu Santo», y que ha acudido a Troyes para exponer su idea. La redacción del acta es obra del notario Juan Miguel que la escribe por orden del concilio y de Bernardo de Claraval, a quien denomina «venerable padre». A continuación se citan los asistentes al concilio de Troyes y se decide poner lo allí debatido por escrito[35].

Tras esta introducción se incluyen los 68 capítulos de la regla, de los que se dice que han sido acordados tras examinar, se entiende que para confrontarlos con ellas, las Sagradas Escrituras, y que en esa tarea han participado el papa Honorio II, el patriarca de Jerusalén, el capítulo del Temple y los padres reunidos en el concilio de Troyes.

En el texto de la regla no existe lo que podría denominarse una clasificación temática, pero sí hay un cierto orden en los temas abordados.

Los primeros capítulos están dedicados a la manera de asistir a los oficios religiosos, señalando la obligación de oír los maitines y el resto de oficios o en caso contrario rezar varios padrenuestros, a cómo acceder a la Orden, siempre después de un tiempo de prueba y jamás admitir a niños, la forma de vestir y los colores de los hábitos, las oraciones y sus horarios, las comidas y su organización, las normas de la vida comunal, la necesidad de practicar la obediencia, la regulación de los animales para uso de los caballeros, la necesidad de disponer de tierras y rentas, el cuidado de los hermanos enfermos y ancianos y el trato a los fallecidos, las diferentes categorías dentro de la Orden, las faltas cometidas y sus castigos y por fin las fiestas propias del Temple.

Monjes y guerreros a la vez; esa combinación no había existido en la Iglesia cristiana hasta la fundación de los templarios, de manera que se ha pensado que en la idea original de Hugo de Payns, si es que fue suya realmente, pudieron ejercer alguna influencia las cofradías de guerreros musulmanes que se juramentaban para dedicar su vida al servicio de la yihad, es decir, de la defensa del islam por las armas si fuera preciso. Hace años era comúnmente aceptada la idea de que el Temple se había constituido como tal por influencia de este tipo de cofradías musulmanas, integradas por los llamados hombres del ribat, que en el occidente musulmán se concretarán en sectas que darán lugar a imperios como el de los almorávides en la segunda mitad del siglo XI.

La regla de 1129-1131 fue revisada en 1139; hasta entonces el Temple debió de estar sometido al patriarca de Jerusalén, pero desde esa fecha parece claro que sólo obedece al papa, tal como se deduce de una versión francesa de la regla editada en 1140. A partir de aquí, y bien mediante bulas papales o mediante incorporaciones aprobadas en los capítulos generales de la Orden, la regla irá completándose con nuevas normas relativas al ordenamiento interno, a la forma de elegir cargos, a cómo celebrar los capítulos, a la forma de acoger a los neófitos, a cómo comportarse en la batalla, a la penitencia que cumplir por faltas cometidas, a los motivos para la expulsión o a la regulación de la vida conventual. Estas nuevas regulaciones se fueron introduciendo en el siglo XII e incluso en el XIII, como ocurrió con las retracciones de 1165, los estatutos de 1230-1240 y las consideraciones de 1257-1267.