En el año 1206, a orillas del río Onón, en el norte de Mongolia, tuvo lugar una reunión de clanes mongoles que cambiaría la historia. En una asamblea de jefes o kuriltai, los caudillos tribales decidieron nombrar a Temujín, un guerrero del clan Borjigin, gran kan de todos los pueblos de las estepas. Ese mismo día, Temujín, más conocido como Gengis Kan, inició la conquista del mundo.
Entre 1206 y 1227 los mongoles conquistaron China, Asia Central y llegaron hasta el corazón de Europa. Aquella horda de guerreros incansables arrasó a cuantos ejércitos y ciudades encontraron a su paso. Orgullosos de su gran kan, los mongoles crearon una maquinaria de guerra que parecía invencible.
En Occidente corría desde hacía varios siglos una curiosa leyenda. Se decía que más allá de las tierras del islam había un reino cristiano gobernado por un rey misterioso al que se denominaba como el Preste Juan. Cuando llegaron a Europa las primeras noticias de la expansión de los mogoles, no faltaron quienes creyeran que ese kan —obsérvese la similitud fonética entre Juan y Kan, pronunciado Jhan— era el monarca cristiano del fabuloso reino oriental, y que una alianza con este soberano dejaría a los musulmanes atrapados entre los dos grandes territorios cristianos, y sería así más fácil acabar con ellos.
En realidad, Gengis Kan no era un rey cristiano, pero entre los mongoles había muchos cristianos nestorianos que se habían convertido evangelizados por monjes seguidores de esta modalidad del cristianismo llegados a Asia Central desde Iraq, y probablemente también desde el norte de Paquistán y la India.
A mediados del siglo XIII viajaron hasta la corte del gran kan varios embajadores cristianos[21], que a su regreso describieron cómo era este pueblo y cuáles eran sus costumbres. Fue entonces cuando en Occidente se ideó la posibilidad de alcanzar un gran acuerdo con los mongoles y entre ambos, cristianos y mongoles, derrotar al Islam y repartirse sus dominios.
En 1227 murió Gengis Kan y dos años después fue elegido nuevo gran kan su tercer hijo, Ogodei, quien mantuvo la unidad del imperio pese a su desmedida afición a la bebida. No obstante, una figura como la de Gengis Kan, cuya autoridad fue absoluta, era irrepetible, y a la muerte de Ogodei el imperio se dividió en varias regiones dirigidas por los nietos de Gengis Kan, aunque siempre sometidos todos ellos a la autoridad nominal y teórica del gran kan.
El Islam, atrapado en 1247 entre cristianos y mongoles, parecía abocado a su desaparición. La irrupción de los mongoles, que nadie había imaginado siquiera, trastocó por completo la situación.
Consciente de todo ello, Luis IX, rey de Francia, se embarcó en una nueva cruzada, la Séptima. Hombre devoto y piadoso, estaba obsesionado con las reliquias y con dar a la cristiandad el triunfo que necesitaba sobre el islam. En 1248 se había terminado en París uno de los edificios más asombrosos de la arquitectura europea, la Santa Capilla, un prodigio del arte gótico en el que las paredes de piedra habían sido completamente sustituidas por vidrieras multicolores a través de las cuales el interior del edificio quedaba iluminado de una manera mágica. La construcción de la Santa Capilla había sido ordenada por Luis IX para guardar en ella varias reliquias que había comprado al emperador de Constantinopla, entre ellas la Vera Cruz[22] y la corona de espinas que colocaron a Cristo sobre la cabeza durante la Pasión; era por tanto como un enorme y precioso relicario que el rey de Francia ofrecía a Cristo para guardar los emblemas de su sacrificio.
Con la Santa Capilla recién terminada, Luis IX juró sus votos de cruzado, concentró a su ejército y se hizo a la mar. En su ejército formaba una compañía de templarios al mando de Reinaldo de Vichiers, preceptor del Temple en Francia. En la primavera de 1249 desembarcó en el delta del Nilo, donde años atrás habían fracasado los cruzados, y el 5 de junio conquistó la ciudad de Damieta. Durante varios meses, y como ocurriera en 1219 en la Quinta Cruzada, los cristianos se mantuvieron en las zonas pantanosas del delta, intentando consolidar sus posiciones y preparando un ataque Nilo arriba hacia El Cairo.
Los templarios acudieron prestos a la llamada del rey de Francia y se presentaron en el delta, con su maestre al frente de al menos trescientos caballeros. El maestre del Temple era el francés Guillaume de Sonnac, un guerrero elegido en 1247, a los dos años de la muerte del anterior maestre, el normando Richard de Bures, que sólo ocupó el cargo seis meses. La silla del maestre había estado vacante dos años, demasiado, y Sonnac quería recuperar cuanto antes el tiempo perdido. Los templarios querían demostrar a toda la cristiandad que seguían siendo sus principales valedores en Tierra Santa, y en esa cruzada, con el rey de Francia presente, tenían una oportunidad inmejorable.
A finales de 1249 Luis IX decidió avanzar río arriba hacia la ciudad de Mansura; cuando llegaron ante ella, Baibars, el general del ejército egipcio, les tendió una trampa. Dejó abiertas las puertas y los cruzados, con trescientos templarios en vanguardia, entraron en la ciudad sin tomar precauciones. Cuando una buena parte de ellos estaba dentro, comenzaron a dispararles desde las azoteas, causando una gran matanza en los cristianos, que apenas podían maniobrar en las estrechas callejuelas, convertidas en una verdadera ratonera. Doscientos ochenta y cinco templarios murieron allí, y sólo escaparon cinco, entre ellos el maestre Sonnac, que resultó malherido y falleció a las pocas horas; era el 8 de febrero de 1250.
Baibars contraatacó desde Mansura tres días después y se entabló una gran batalla el 11 de febrero. Miles de muertos por ambos bandos cubrieron de cadáveres el campo de batalla; entre ellos estaba el maestre del Temple, quien ante la vergüenza sufrida por la muerte de sus hermanos en la encerrona de la ciudad, prefirió lanzarse a la muerte que vivir con aquel pesar. Su cuerpo fue recogido por los pocos templarios que quedaron vivos tras la batalla de Mansura.
Unos días después se rindió el ejército cristiano, y el rey Luis fue capturado. Pudo ser liberado gracias al pago de 200.000 libras, 170.000 procedentes del tesoro real de Francia, todo cuanto quedaba, y 30.000 que tuvo que aportar el Temple. En el acuerdo estaba contemplada la entrega de Damieta a los musulmanes, que se hizo efectiva el 6 de mayo de 1250.
Luis IX no podía regresar así a Francia, de modo que decidió quedarse en Acre para intentar ganar tiempo y mitigar en lo que fuera posible el desastre de Mansura. La mayoría de los nobles que había acudido a la llamada del rey regresó a Francia; con Luis IX se quedaron tan sólo unos mil quinientos hombres.
El Temple había perdido a su maestre, y era necesario elegir a su sustituto. Luis IX influyó cuanto pudo para que el cargo recayera en la persona de Reinaldo de Vichiers, que había sido comendador de Acre y después preceptor de la Orden en Francia, y por tanto el encargado de recaudar el dinero para la Séptima Cruzada y de organizar la intendencia y el viaje. Era además un fiel aliado del rey, y hombre de su plena confianza. El Capítulo General del Temple, pese a la incompetencia demostrada por el rey de Francia, aceptó su propuesta y Reinaldo de Vichiers, que había ocupado el cargo de mariscal, fue elegido nuevo maestre.
Desde su fortaleza en Acre, Luis IX procuró alcanzar algún éxito que le permitiera regresar a Francia con el orgullo y la estima recuperados. Trató de conseguir del sultán de Egipto la cesión de Jerusalén, aprovechando las endémicas disputas entre los musulmanes, y jugó a incidir en la confusión entre las diversas facciones del islam para debilitarlo desde dentro. Pero los cristianos estaban igual de divididos; templarios y hospitalarios seguían profesándose un desprecio mutuo y en 1251 volvieron a enfrentarse violentamente.
Por su parte, los templarios seguían negociando, como acostumbraban, por su cuenta. El maestre Vichiers había cerrado un acuerdo secreto con el emir An-Nasir Yusuf, señor de Alepo, quien, enemistado con los mamelucos de Egipto, había ocupado Damasco. El pacto consistía en el reparto de unos territorios en Siria entre templarios y An-Nasir. Cuando Luis IX supo de la existencia de este tratado, ordenó al maestre que lo rompiera. Y para que no quedara duda de su autoridad, organizó una ceremonia que causó un tremendo malestar entre los templarios. En presencia de todo el ejército obligó al maestre a romper ese pacto, humillándolo ante sus caballeros. Desde luego, para ellos fue una afrenta terrible, pues su autonomía quedaba absolutamente deshecha ante la subordinación del maestre al rey de Francia. Un cronista que escribió medio siglo después de este episodio lo narró del modo siguiente:
El rey se enfureció mucho y le dijo [al maestre del Temple] que se había mostrado muy audaz por establecer convenios o negociaciones con el sultán sin hablarle de ello; y el rey le exigió una reparación. Y la reparación fue la siguiente: el rey mandó levantar los paneles de tres de sus tiendas y allí se reunió con el grueso del ejército que quiso acudir; y el maestre del Temple acudió, y todos los religiosos, descalzos, a través del campo, porque sus tiendas estaban fuera del campo. El rey mandó sentarse al maestre del Temple ante su persona, así como al enviado del sultán, y el rey le dijo al maestre: «Maestre, le diréis al enviado del sultán que lamentáis haber acordado una tregua con aquél sin haberme hablado de ello. […] Ahora arrodillaos» dijo el rey «y decid públicamente que habéis ido en contra de mi voluntad». El maestre se arrodilló[23].
Luis IX, fracasado su intento de recuperar Jerusalén, poco más tenía que hacer en Tierra Santa, y en 1254, tras seis años de cruzada, decidió que era hora de regresar a Francia.
El Capítulo del Temple eligió en 1256 como maestre a Tomás Berard, probablemente un caballero inglés, a quien creyeron con carácter suficiente como para no dejarse influir por ningún soberano. La Orden quería volver a recuperar la autonomía perdida, pero a partir de 1254 las órdenes militares se quedaron solas. La retirada de Luis IX constituyó el principio del largo final de la presencia cristiana en Tierra Santa.
Todavía quedaba una remota esperanza. En 1253, en un kuriltai celebrado en el curso alto del Onón, los jefes mongoles encargaron al príncipe Hulegu la conquista de Jerusalén; el plan se inscribía en un amplio acuerdo cerrado con el rey cristiano Hetum I de Armenia, vasallo del Imperio mongol. La formidable maquinaria de guerra que era el ejército mongol se puso en marcha. Varios miles de soldados atravesaron las cordilleras de Asia Central e irrumpieron en territorio musulmán. En 1256 destruyeron el castillo de Alamut, en el norte de Irán, donde desde finales del siglo XI estaba la fortaleza en la que tenía su sede la secta de los «Asesinos», en 1257 ya estaban a las puertas de Europa y al año siguiente, en febrero, tomaron y arrasaron la ciudad de Bagdad, sede del califato abbasí y orgullo de la civilización islámica desde hacía cinco siglos. Lo que no habían logrado las siete grandes cruzadas organizadas por los cristianos desde 1095 hasta 1248, es decir, el fin del islam, parecía que estaban a punto de lograrlo los mongoles. La caída de Bagdad fue un verdadero aldabonazo en la conciencia de todos los musulmanes. Es cierto que, desde que cayera bajo el protectorado de los turcos a mediados del siglo XI, el Imperio abbasí ya no había vuelto a convertirse en la gran potencia que fue en los siglos IX y X, y que la ciudad de Bagdad, aun manteniendo buena parte de su población, de su influencia económica y de su desarrollo cultural, no disfrutaba ni mucho menos de la brillantez de la época del califa Harum ar-Rachid, cuya figura inspirara la colección de relatos reunidos bajo el título de Las mil y una noches, pero ambos seguían siendo un referente para los musulmanes. El avance mongol con el apoyo de los cristianos de Armenia se fue cerrando como una tenaza sobre Siria.
No todos los cristianos de Oriente estaban de acuerdo con la alianza sellada con los mongoles. El papado, pese a haber enviado varias embajadas ante el gran kan, recelaba de esos hombres de las estepas que permitían en sus tierras que se practicara libremente todo tipo de religiones y que no mostraban la menor sumisión hacia Roma. A esta animadversión se sumaba el recuerdo de las viejas profecías, basadas en el libro de Ezequiel y en el Apocalipsis de san Juan, en las que se auguraba que la cristiandad sería destruida por las tribus de Gog y Magog[24], que llegarían de las frías tierras del este como una plaga aniquiladora. Los mongoles fueron identificados por algunos visionarios como los hijos de Gog y Magog.
Así, en 1259 los mongoles estaban a punto de invadir Tierra Santa, los musulmanes aguardando un destino que presentían trágico y los cristianos divididos entre los que se habían aliado con los mongoles y los que los contemplaban como enemigos peores si cabe que los propios musulmanes. Algunos príncipes cristianos, como Bohemundo VI de Antioquía, pactaron con los emisarios del gran kan y por ello fueron excomulgados por el legado papal. Pero ese año murió Mongka, el cuarto de los grandes kanes, y Hulegu tuvo que regresar a Mongolia para participar en el kuriltai encargado de designar a su sucesor. El mando del ejército quedó entonces en manos de su lugarteniente, el general Kitbuka, un cristiano nestoriano con el que los cristianos de Tierra Santa podrían entenderse mejor; pero la marcha de Hulegu mermó considerablemente las fuerzas mongoles, que quedaron reducidas a veinte mil guerreros.
En enero de 1260 los mongoles y sus aliados cristianos tomaron la ciudad de Alepo y su formidable fortaleza en una sola semana, y el 1 de marzo entraban triunfantes en Damasco; Kitbuka lo hizo acompañado de sus aliados cristianos el rey Hetum I de Armenia y el príncipe Bohemundo VI de Antioquía y Trípoli. Pero entretanto, el príncipe cristiano Julián de Sidón atacó a unas patrullas mongoles; el resultado fue la destrucción de esa ciudad como represalia de los mongoles y la imposibilidad de alcanzar un pacto general entre éstos y los cristianos. Siria entera cayó en su poder, en tanto el islam oriental quedaba reducido a Egipto y a los desiertos de Arabia. Todo parecía presagiar que su fin estaba próximo.
Los mamelucos decidieron actuar de manera casi desesperada. Un ejército salió de El Cairo en el mes de julio de ese año 1260 y avanzó hasta Gaza, donde aniquiló a un pequeño destacamento mongol que había llegado hasta allí como avanzadilla. Kitbuka decidió entonces ir directamente contra los mamelucos y dirigió su ejército de veinte mil mongoles hacia el sur bordeando el mar de Galilea por su orilla oriental. El sultán mameluco Qutuz salió al encuentro de los mongoles sabiendo que su ejército era muy superior en número.
La batalla se libró el 3 de septiembre de 1260 cerca del río Jordán, en una estrecha llanura entre el monte Gilboa y los cerros de Galilea, en un lugar conocido como El pozo de Goliat, Ayn Yaiut en árabe. El ejército mongol fue aniquilado y la cabeza de Kitbuka enviada a El Cairo como trofeo de guerra; sólo cinco días más tarde los mamelucos entraban en Damasco como libertadores. La batalla de El pozo de Goliat fue sin duda una de las más importantes de la historia; la derrota mongol supuso el final de sus ambiciones en Oriente Próximo y nunca más volvieron a esta zona. Algunos historiadores han supuesto que, de haber ganado esa batalla el ejército mongol, la historia del mundo hubiera sido muy distinta[25].
Los mamelucos tomaron represalias contra la población cristiana de Siria, que fue aniquilada. El sultán Qutuz decidió regresar a El Cairo para hacer una entrada triunfal como salvador del islam, pero su gran general Baibars, contrariado por no recibir el premio del que se creía merecedor, lo asesinó en el camino. El propio Baibars asumió el sultanato mameluco y fue él quien entró victorioso en El Cairo. La derrota mongol, la desunión de los cristianos y el ascenso de Baibars fueron los síntomas que anunciaron la agonía del reino cristiano de Jerusalén.
En Europa las posturas sobre los templarios empezaban a enconarse; así, mientras en 1259 Jaime I declaraba que los templarios estaban bajo su protección, el influyente intelectual Roger Bacon acusaba a las órdenes militares de practicar «un celo brutal».